jueves, 12 de mayo de 2016

"Y eso fue lo que pasó" de Natalia Ginzburg


    "Y eso fue lo que pasó"... Colofón habitual de muchos relatos que nos cuentan y que contamos no es, en este caso, tal colofón. En esta ocasión es el título de una de las novedades de la editorial Acantilado que nos lleva inmediatamente a pedir respuesta por parte de nuestra cotilla inquietud, ese patrimonio indiscutible de todos los castellanos. En este sentido el título es una invitación y una incitación: nos vaticina con antelación una confesión. Una confesión que, a las pocas líneas, nos sorprende con un "Le pegué un tiro entre los ojos". Ese tiro mencionado en la primera página del relato no deja concesiones al lector, el cual ya sabe qué pasó. El resto del libro, brevemente, nos reconstruirá los acontecimientos que han llevado a ese disparo que se realiza por las manos de una mujer, apuntando cuidadosamente a su marido y que con mano firme le dispara. 

    "Le había estado esperando durante tanto tiempo que hasta el silencio se había acabando volviendo denso en mi interior. Trataba inútilmente de encontrar algo que contarle para que no se aburriese de mí. Intentaba encontrar cosas graciosas y divertidas. Hacía punto bajo la lámpara y él leía el periódico agarrándose la cabeza con fuerza. De cuando en cuando dibujaba algo en su cuaderno (...)" (p.45)

     Historia de un amor frustrado, Ginzburg nos narra las pequeñeces que tienen lugar en la aburrida vida de una mujer del siglo XX. Como dice en la introducción Calvino, la mujer se definía y se identificaba en la esperanza de encontrar un varón que la amara y sostuviera, dejando de lado cualquier pretensión que fuera más allá de las pulcras estancias que debía mantener en ese hogar que habría de convertirse en su templo. Un templo en el que todo se hallara sacro y límpido, a la espera de que su divinidad tomara forma y figura en su marido, al cual debía cuidar y proporcionar hijos. Tomando esto como piedra angular, Ginzburg esboza una historia que va desde las cándidas esperanzas de una chica por un hombre, al hastío de la misma por él: las primeras citas, el afianzamiento de los efímeros encuentros que se van transformando en una relación seria y en el consecuente matrimonio. Mas esa relación en la que la protagonista cree hallar el fin de sus objetivos, no es sino una caja de Pándora que encierra no todos los males, pero sí más de uno: odio, celos, desprecio... Su marido, infiel, descuida aquello que se le ofrece generosamente para abrazar una relación frustrada desde hace muchos años. Así, las tortuosas relaciones van tejiendo el hilo argumental de la novela, una novela que se articula sobre ejes mínimos, con muy pocos elementos. Ciertamente no hallamos un gran mural humano en el que se nos muestre un tratado sobre las pasiones y sentimientos humanos. Más bien no. Ginzburg hace gala de austeridad, tanto en personajes, como en lugares. Le bastan cuatro o cinco personajes para contarnos la experiencia interna de esa mujer que pacientemente aguanta ser relegada a segundo plano y a la que le es negada hacer algo, tanto en el mundo como en su propia casa. Sin dominio en el mundo ni en el hogar, la protagonista se refugia en la interna actividad de la escritura y la confesión. Vedado el mundo externo todavía le queda desahogo en la introspección y la subjetividad, lugar silencioso y sin contornos, en el que la mirada autoritaria del varón no puede legislar.

   Tenemos entre manos entonces un libro que más que una gran novela con intenciones puramente estilísticas es una gran apuesta que tiene como fin la denuncia de la situación de la mujer. En ese sentido podemos recordar aquello que dijera Brecht: "El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma". Ciertamente, el libro de Ginzburg, aunque breve, deja huella en la conciencia de los varones, pasados y presentes, recordando que el mundo todavía es más de ellos que de ellas. Y esto lo hace desde una voz femenina: la mujer ya no se reivindica a través de un hombre, ya sea por la mano de algún escritor como Tolstói o del travestido Flaubert, ese que dijera "yo soy Madame Bovary". Pocas molestias hallará cualquier lector en el encuentro con esta femenina voz -a parte del precio desproporcionado- que con estilo austero nos entretiene a lo largo de sus breves cien páginas.