El mayor obstáculo para el placer no es el dolor, sino las ilusiones.
Los principales enemigos de la felicidad humana son el deseo desordenado -la fantasía de alcanzar algo que está por encima de lo que permite el mundo finito de los mortales- y el miedo que corroe. Incluso la temida peste, a juicio de Lucrecio -y su obra concluye con un gráfico relato de una catastrófica epidemia de peste en Atenas-, es sumamente horrible no por los sufrimientos y la muerte que acarrea, sino también y sobre todo por el 'desasosiego y el pánico' que desencadena.
Es perfectamente razonable que intentemos evitar el dolor: de hecho esa evitación es uno de los grandes pilares de todo sistema ético. Pero ¿cómo es posible evitar que esa aversión natural se convierta en pánico, un pánico que no conduce más que al triunfo de los sufrimientos? Y, de manera más general, ¿por qué son tan infelices los humanos?
La respuesta a esta cuestión, pensaba Lucrecio, tenía que ver con el poder de la imaginación. Aunque son finitos y mortales, los hombres son presa de la ilusión de lo infinito: el infinito placer y el dolor infinito. La fantasía del dolor infinito nos ayuda a explicar su propensión a la religión: en la creencia errónea de que su alma es inmortal y por tanto está sujeta a una eternidad de sufrimientos, los hombres imaginan que de alguna manera podrán negociar con los dioses un resultado mejor, una eternidad de placer en el paraíso. La fantasía del placer infinito nos ayuda a explicar su propensión al amor romántico: en la creencia errónea de que su felicidad depende de la posesión absoluta de un único objeto de deseo sin límite, el hombre es presa de un hambre y sed febriles e insaciables que solo pueden provocar angustia y no felicidad.
Una vez más es perfectamente razonable buscar la satisfacción sexual: al fin y al cabo es uno de los placeres naturales del cuerpo. El error, pensaba Lucrecio, era confundir ese placer con una ilusión, el deseo desenfrenado de poseer -de penetrar y consumir a un tiempo- lo que en realidad es un sueño. (...) En algunos pasajes de notable franqueza Lucrecio observaba que en el acto mismo de la consumación sexual los amantes siguen siendo presa de deseos que no pueden satisfacer:
"Incluso en el momento de la posesión el ardor del amante fluctúa incierto y sin rumbo, dudando si gozar primero con las manos o con los ojos. Aprietan hasta hasta hacerle daño el objeto de su deseo, hiriendo su cuerpo, a veces clavando los dientes en los labios amados, y los lastiman a fuerza de besos." (IV, 1076-1086)
El sentido de este pasaje -parte del cual era, según W. B. Yeats, 'la mejor descripción del acto sexual que se ha escrito nunca'- no es animar a una forma más decorosa y moderada de hacer el amor. Es tomar nota del elemento de apetito insatisfecho que acompaña incluso a la realización del deseo. La insaciabilidad del apetito sexual es, en opinión de Lucrecio, una de las astutas estrategias de Venus; ayuda a explicar el hecho de que, después de un breve interludio entre uno y otro, se ejecuten una y otra vez los mismos actos de amor. El poeta sabía además que esos actos reiterados son placenteros. Pero le inquietaba el ardid, el sufrimiento emocional que viene después, la excitación de los impulsos agresivos y, sobre todo, el sentido de que incluso el momento del éxtasis deja algo que desear. En 1685, el gran poeta John Dryden captaba brillantemente la curiosa visión de Lucrecio:
"...Cuando la juvenil pareja más estrechamente se ayunta, / cuando entrelazan sus manos y traban sus muslos; / justo en la furiosa espuma del deseo pleno, / cuando los dos insisten, los dos murmuran y suspiran, / agarran, aprietan, clavan sus lenguas húmedas, / como si cada uno quisiera penetrar a la fuerza el corazón del otro. / Pero en vano; apenas es un paseo por la costa. / Pues un cuerpo no puede traspasar otro ni perderse en él, / como desearían sin duda, cuando los dos se enzarzan / en esa tumultuosa furia momentánea. / Tan atrapados en las redes del amor están, / hasta que se disuelven en ese exceso de gozo.