sábado, 16 de septiembre de 2017

Fragmento de "Figuras de la historia de Roma"

Muerte de Aníbal


   La clientela de Roma abrazaba ya todos los estados desde el extremo oriental del Mediterráneo hasta las columnas de Hércules. En ninguna parte había una potencia que pudiese inspirar temores. Pero aún vivía un hombre a quien Roma hacía el honor de juzgar como un enemigo temible; hablo del proscrito cartaginés que, después de haber armado contra Roma el occidente, había sublevado todo el oriente, fracasando solo en una y otra empresa por las faltas de una aristocracia desleal en Cartago, y en Asia por la estupidez política de las camarillas de los reyes. Al hacer Antíoco la paz, prometió, sin duda, entregar al grande hombre, y este fue a refugiarse primero en Creta y después en Bitinia. En la actualidad vivía en la corte de Prusias, prestándole su concurso en sus luchas con Eumenes y, como siempre, victorioso por mar y por tierra. Se ha dicho que intentaba lanzar al rey bitinio en una guerra contra Roma; absurdo cuya verosimilitud salta a la vista de cualquiera. El Senado hubiera creído seguramente rebajar su dignidad mandando coger al ilustre anciano en su último asilo, y no creo en la tradición que le acusa; lo que parece verosímil es que Flaminio, en su insaciable vanidad, siempre en busca de proyectos y de nuevas hazañas, después de hacerse el liberador de Grecia, quisiera también librar a Roma de sus terrores. Si el derecho de gentes prohibía entonces hundir el puñal en el pecho de Aníbal, no impedía aguzar el arma ni señalar a la víctima. Prusias, el más miserable de los miserables príncipes de Asia, tuvo un placer en conceder al enviado romano la satisfacción que este no se había atrevido a a pedir más que a medias palabras. Aníbal vio un día asaltada su casa repentinamente por una banda de asesinos, y tomó veneno. Hacía mucho tiempo, decía un escritor romano, que lo tenía preparado, conociendo a Roma y la palabra de los reyes. No se sabe fijo el año de su muerte, pero debió ocurrir, sin duda, a mediados del año 571 (183 a. C.), y a la edad de setenta años. En la época de su nacimiento luchaba Roma, con éxito dudoso, por la conquista de Sicilia; y vivió bastante para ver sometido a su yugo todo el Occidente, para encontrar delante de sí, en su último combate contra Roma, los buques de su ciudad natal, avasallada ya por los romanos; para ver a Roma arrastrar en pos de sí el Oriente, como arrastra el huracán la nave sin piloto, y hacer ver que sólo él hubiera sido bastante fuerte para conducirla. El día de su muerte se habían desvanecido ya todas sus esperanzas; pero en su lucha de cincuenta años, había cumplido al pie de la letra el juramento que siendo niño había hecho a su padre al pie de los altares.

                                                                            (Mommsen, Figuras de la historia de Roma, p. 41-42)

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