Toca las campanas al revés: abandona las armas de fuego
Recordando a los samuráis que en el siglo
XVI tiraron la pólvora y volvieron a la espada
¡Durante 300 años!
Adiós a las armas de fuego.
Adiós a los disparos al amanecer
y al traqueteo de los mosquetes por la ciudad.
En este instante, todo se abandona y se tira
a los ríos, donde esas máquinas de ensueño
se ahogan y desaparecen rápido.
Ceremoniosamente, desde los puentes
y orillas de los arroyos
se arrojan cuernos de pólvora
que llegan hasta el mar, y con ellos, las fantasías
de los hombres cuyas manos transformarán otra vez
el acero en espadas
y esconderán las guerras por venir.
Que sean katanas,
dicen los señores samuráis, y se cumple.
De regreso a las llamas, el acero de ruidosas bocas
experimenta un cambio: renace el filo;
y todos los fantasmas de futuros combates descansan
y se apartan a un lado durante 300 años o más.
¡Guerra, un paso atrás! Obediente, la guerra
así la hace. Y la katana ocupa el puesto del arcabuz.
Alcanzaron este logro y no aprendimos su lección.
La escuela samurái responde a los temerarios.
Nosotros, anhelantes, lo vemos viajando en el tiempo,
y deseamos esa ausencia que era su ausencia.
Cogeríamos nuestro armamento y lo perderíamos en las profundidades,
donde duermen las armas de fuego de aquellos hombres
que ordenaron el sueño a las armas.
¿Podemos hacer lo mismo con los reactores, las bombillas y el fuego?
No, y mil veces no; imposible.
Sin embargo, nuestras almas agónicas, a media noche
admiran
cómo los señores feudales en formación
abandonan las armas, el fuego del mosquete
retrocede diez pasos,
y empuñan sus katanas.
Con amor
Para Leonard Bradbury
Mi padre, que no yo, anuda mi corbata.
Una noche hace tiempo, en junio,
realizaba un intento:
mi primera corbata revuelta sobre el chaleco,
las manos torpes,
cuando de pronto, entró en escena lo inesperado:
Algo terrible está por suceder.
Mi padre se acercó en silencio
y me observó y se puso detrás de mí.
No mires -dijo-.
Mantente alejado de los espejos.
Que tus dedos aprendan
cómo se hace.
Su enseñanza perdura. Lo que dijo era cierto.
Con los ojos cerrados,
gracias a su ayuda (arriba, vuelta y abajo)
no se cómo surgió un nudo milagroso.
- No tiene nada -dijo mi padre-.
Ahora tú, hijo. No, con los ojos cerrados.
Y con una última cariñosa y ciega observación
enseñó a mis dedos inútiles
el arte de tejer. Entonces, se marchó.
Bueno, hasta hoy, ¿cómo podría presumir de nudos?
Imposible.
Invoco a ese fantasma de dulce aroma a tabaco, que se marchó hace tiempo,
para que me ayude.
Y es que lo hace:
en mi cuello su aliento, la fragancia de su último cigarrillo.
La muerte no existe, pues la tarde de ayer
sus dedos fantasmales vinieron y me ayudaron a anudar y enlazar.
Si esto es verdad (¡lo es!), no morirá jamás.
Mi padre, que no yo, anuda mi corbata.
No hay comentarios:
Publicar un comentario