lunes, 28 de enero de 2019

"Vivir: tratado de la desesperanza y la felicidad" de André Compte Sponville

"No debemos perder los bienes presentes por el deseo de los ausentes" (Epicuro, citado en Vivir, p. 267)
   Han pasado cuatro años  y medio desde que leí el primer libro de André Compte Sponville, del que este es continuación y fin. El preludio que aquel tomo suponía iba, supuestamente a hallar su acabamiento en el segundo tomo: "Vivir". Un par de años separaron la creación del primer libro del segundo. El autor mismo reconoce al principio del segundo tomo que este fue una ardua labor, más difícil que la primera y que por esa razón tardó más de lo esperado.¿Ese trabajo en qué quedó? ¿Cómo se articula el materialismo que estaba por llegar, aquel que, desinfectado de trazas platónicas, fuera verdadero y puro? Bien, pues a lo largo de 370 páginas podemos verlo. En ese espacio se preocupa de dos flancos: la moral y el sentido (semántica). Hablaremos solamente del primero, para proceder con mayor rapidez a la inspección del ensayo y a la consiguiente opinión.
"Las reticencias de nuestra época respecto de la moral son en primer lugar de vocabulario. El bien, el mal, la culpa... ¡Todo eso parece tan anticuado! Y muchos creen haber resuelto el problema porque han renunciado a las palabras que servían en otro tiempo para plantearlo. Según ellos la virtud es una lengua muerta."                              (Vivir, p. 14)
. ¿Cómo ha de afrontar la ética un materialista? Todos pensaremos, indefectiblemente, que a un cuestionamiento de la ética, de cualquier ética, además. Seguro que alguna frase de Nietzsche sobrevuela la imaginación de alguno. Un materialismo parece llevar necesariamente a la abolición de la moral, porque la moral siempre es el bastón de la religión: sin él no camina. No es eso lo que uno aprende leyendo a Sponville, sino más bien lo contrario. Históricamente, Nietzsche y su crítica a la moral han ejercido el peso de una losa y cubierto nuestros ojos con una venda. Esa venda nos impide decir el nombre Spinoza que, sin embargo, no para de estar en la boca del filósofo francés que hoy consideramos. Más de la mitad de las notas (y hay unas 300-400) tributan respeto y honor al pensador judío. Partiendo de él y llegando a él, la ética se piensa no como una ilusión (aunque lo sea), sino como un ejercicio en el que el sujeto tiene un mayor grado de implicación. Expliquemos esto: es ilusión, porque parten de la premisa de que no hay Dios o, que en caso de haberlo, no es nada distinto a la naturaleza (Deus sive natura, que dijera Spinoza). En ese momento aceptar la moral comporta un grado de arrojo, un acto de valentía y un ejercicio de la voluntad mucho mayor que el de un creyente. Cuando se actúa por un valor (templanza, valentía, industriosidad, liberalidad, etc) no se hace con vistas a ganar méritos en otra vida y, el hecho de que no haya ganancia, redunda en la calidad de la acción emprendida, pues la ética se compromete, no lo olvidemos, con la buena acción, no con la buena voluntad. ¿De qué nos sirve tener buena voluntad hacia alguien si luego en nuestras acciones provocamos un mal a ese alguien? Pero continuemos con el tratamiento que hace Sponvile: la ética es una ilusión, pero no su ejercicio; la ética se compone de ideas, y estas no son nada del mundo. El mundo es mera materia. Y lo que no sea materia no es nada, sino ilusión. El hombre está plagado de ellas: cuando pasa de lo particular a lo universal ya está imaginando y sufriendo la ilusión de sus imaginaciones. La ilusión por excelencia para Sponville es el platonismo y las religiones. Sólo existe el deseo de cada uno de nosotros. Yo deseo mi bienestar, el de mi cuerpo (porque la conciencia es otro fantasma, otra ilusión para este autor, como explicaba en el primer libro Sponville) y, por extensión, el de mi vecino. Esa es la base: la materia, el bienestar de este cuerpo que soy yo, que se extiende al resto de cuerpos. Es un movimiento ascendente. Justo al revés que las religiones: tras de lo divino se atisba una larga escalinata hacia realidades más humildes. En ese orden descendente se halla la moral, porque se impone desde arriba, no desde el cuerpo, que está abajo, en el plano de la materia, sino desde lo divino, que es trascendente.
"(...) el problema consiste entonces en saber cómo conciliar esta crítica con las múltiples  reglas que Spinoza no cesa de enunciar -'certa vida dogmata', como él dice-, reglas que deben gobernar nuestra vida (ellas constituyen una recta ratio vivendi), que en su mayoría apenas se oponen, es lo menos que se puede decir, a los mandamientos tradicionales de la moral" (p.118)

   Lo dicho hasta ahora explica por qué un materialista no claudica a la mera inmoralidad, pero no da asiento a la moral. No lo hay. La moral no es sino el gusto y el deseo que se han modelado a lo largo de las épocas. De nuevo una explicación que parte de realidades humildes: deseo, gusto, nunca trascendencia. Este punto es insuficientemente tratado por Sponville pero en el recorrido global del asunto moral transitamos grandes nombres: Kant, Sartre, Simon Weil, Descartes, Epicuro, Hobbes, Platón... Es curioso que no emplee a Hume porque este ya desarrolló una ética que partía de las emociones. Muchos autores son puestos sobre la mesa y diseccionado como cuerpos que se estudian. No siempre con fortuna, como no siempre con fortuna se hace en la segunda parte, que trata en torno al significado, el lenguaje, el tiempo y la memoria. Por su amplitud, es realmente difícil exponer el libro de Sponville. Y más todavía es hacerlo sin contar con el trasfondo del primer libro (para el lector que se tope con esto sin haberlo leído). Me limitaré a señalar algunos puntos débiles a mi parecer:

  1. El incapié que se pone durante todo el ensayo sobre lo que es real deriva en algo demasiado limitado. En todo momento se establece que la realidad no es otra cosa que la materia pero, en tal caso, no existe lo posible, que en filosofía se ha llamado, tradicionalmente, "potencia". Sponville identifica la posibilidad con la ilusión, pero no son lo mismo: algo ilusorio nunca podrá llegar a ser, mientras que algo posible puede llegar a ser. En pocas palabras: lo ilusorio es imposible en la realidad (un pegaso), pero lo posible puede implementarse en la realidad (una semilla se puede transformar en un árbol, o no).
  2. Hay cierta apariencia de criticar todas las religiones, pero eso está lejos de la verdad. El libro carece de real conocimiento de las religiones. No hay apenas bibliografía especializada en torno a ellas. Los politeismos no tienen mención. Apenas la tiene el islam y sí, y bastante, el crisitianismo. Además Sponville coquetea con el budismo y el zen, lo cual nos lleva a una conclusión: no critica a las religiones por crear todo el entramado de ilusiones; solamente critica aquellas que le placen. Cuando se ensaña con el cristianismo lo hace desde una perspectiva reducida porque emplea un par de escritos de San Agustín, la Biblia y, con mucha rareza, a Sto Tomás. Esto degenerará en lo que señalaremos en el punto 4.
  3. Cuando tilda la moral de ilusoria no ahorra palabras para calificar a los moralistas: "Antes y mejor que Nietzsche, según mi opinión, Spinoza había desenmascarado las trampas de la tristeza y del resentimiento  que habitan en el corazón de la moral. Como por ejemplo los que condenan al amor a la gloria, al dinero o a las mujeres por impotencia interior, cuando son lo que más desean. Tristeza de misántropos, de avaros y de misóginos: tristeza de moralistas. Beatos, devotos, censores... Hombres viles. Pero más necios (Spinoza lo da a entender) o más ignorantes que malvados. Pues solo se juzga, en uno mismo como en otro, lo que no se comprende. (...) Juzgar es confundirse" (pp. 117-118). Que bajo el manto de la virtud se esconden muchos sinvergüenzas (unos Tartufos de la moralidad) no es nada nuevo. Pero uno se pregunta al leer estos pasajes si no cae el autor en lo que critica, pues juzga a los que juzgan.
  4. Al estudio le falta profundidad histórica y eso permite numerosas, graves y horribles deformaciones. No distingue, por ejemplo entre el platonismo, el neoplatonismo ni el cristianismo. Con ello fomenta un zurriburri muy conveniente a sus intereses: pliega los conceptos de tal manera que se avienen a lo que él quiere criticar. Conceptos como materia, cuerpo, realidad y presencia divina cambian considerablemente en las tres corrientes mencionadas, pero en el zurriburri que presenta eso no se hace de notar. Es particularmente grave en el caso del cuerpo. Si bien Platón dijo que el cuerpo podía llegar a ser una cárcel, basta con leer La República para ver cómo nos exhorta a su cuidado porque, como decían los antiguos, mens sana in corpore sano. El neoplatonismo sí tendió al desprecio del cuerpo, pero ni mucho menos el cristianismo (el que venció de entre los distintos tipos de cristianismo). Pocas religiones han hecho que su Dios se hiciera "carne", ni tampoco han dado tanta importancia al cuerpo en la escatología (el dogma de la resurrección). San Agustín, haciendo un guiño a la "cárcel" de Platón dijo: 
"No es el cuerpo tu cárcel, sino la corrupción de tu cuerpo. Tu cuerpo hízolo Dios bueno, porque Él es bueno; la corrupción viene de su justicia, porque es juez. Aquel es fruto del beneficio; éste, consecuencia de un castigo." (Enarrationes in Psalmos 141)
   Todos estos aspectos que me parecen deficientes están sujetos al peligro de haber malinterpretado algo. Debería haber releído el primer libro, pero no he podido. Basten estas consideraciones sobre el libro.

   Sobre todo el libro sobrevuelan las palabras del Evangelio de san Juan: "(...) solo la verdad os hará libres" (Jn 8, 32), que creo que no menciona, pero que es de evidente presencia. Así, desveladas todas las ilusiones (las religiones,la conciencia, el platonismo en el arte, la política y la ética, etc), se puede "Vivir". "No se trata pues de cambiar la vida (...) sino de vivirla sin mentira y sin ilusión (...)"  (p. 335). El trabajo de Sponville se presenta, entonces, como un grimorio con todo tipo de surtidos, para combatir todo lo que para él no son más que cosas ilusorias. La verdad, la suya, nos hace libres. Pero no le basta con descubrir la verdad, pues se exhibe como una nueva Biblia, una "Buena nueva" (Novum testamentum).
"Así es la buena nueva de la desesperanza, aunque temo -porque es desesperada y justamente desesperante- que no satisfaga a nadie (...), pero sin embargo es una buena nueva, tanto más cuanto más desesperante. Es bueno acabar anunciándola, tanto más cuanto más desesperante. Es bueno acabar anunciándola, precisamente porque no anuncia nada. ¿De qué tienes miedo? ¿Qué aguardas? ¿Qué esperas? Ya estás salvado." (p. 343
   Como su "nuevo testamento" no anuncia nada  ahí encuentra el punto de conciliación con el zen, que pretende no pretender nada en el orden del pensar, es decir, no pensar. 700 páginas (los dos libros juntos) apuntan en una dirección antiintelectualista y antiracionalista: "El fin no es ser sabio, sino vivir" (p. 347). Recodemos la frase de Epicuro que puse al principio de la reseña: "No debemos perder los bienes presentes por el deseo de los ausentes". En Sponville lo presente es la vida, el mundo; lo ausente es el más allá, las ideas de Platón, la escatología, etc. Hace un uso muy bueno de esa frase, tan certera como imposible de cumplir, totalmente, al menos.

   Creo que es el primer libro que al aplicar  la etiqueta "ensayístico" entrevero una clasificación y un ligero desprecio. Es delicia leer a Sponville, es cierto, pero no me parece riguroso, ni tampoco tiene el espíritu histórico que este proyecto (un materialismo que se despega de otros materialismo) necesita. Independientemente de que no comparta muchos de sus razonamiento es de sospechar que, por ambiciosa, la empresa de Sponville no revista del empaque necesario a toda gran obra. Sin embargo, léanlo quienes se sientan interesados, porque ciertamente es interesante su trabajo, y muy bello.



miércoles, 16 de enero de 2019

"La superstición del divorcio" de Chesterton


"El problema de demasiado capitalismo no son demasiados capitalistas, sino demasiado pocos" (La superstición del divorcio, p. 50)

 Hace 99 años Gilbert Keith Chesterton reunió una serie de artículos que ya había escrito, corrigió algunos detalles y les dio unidad para publicar un pequeño libro que ha sobrevivido hasta nuestros días. Aunados los artículos bajo el nombre La superstición del divorcio no es difícil adivinar el asunto que tratan. Al ensayista británico le interesaron muchos asuntos, y pocos fueron los que quedaron sin alguna bella pero paradójica reflexión. Al divorcio dedica este librito, que él consideró un panfleto, y que ya desde el principio incrusta su título en nuestra mente.

    Lo cierto es que Chesterton pertenece a una estirpe de triunfadores: la de aquellos que, sin acudir a prolijos pensamientos, dotan de gracia a sus razones (un Montaigne, Voltaire, Zweig...). La gracia y el pensamiento se mantiene en un ligero desequilibrio en los vástagos de este linaje: la frase busca más la gracia que la verdad; pero no es el caso del ensayista británico, que sobrecarga ambos elementos. No hay argumento que esté orientado a la mera apariencia de conocimiento o a la mera galanura, pero ninguno carece de grácil aderezo: una analogía graciosa, un juego de palabras, una inteligente paradoja. Destaca con mucho entre los miembros de su linaje.

   La superstición del divorcio es un cargamento de dinamita, acaso hoy más que hace 99 años, por los argumentos que se plantean. En 1920 la cuestión del divorcio era un tema palpitante en Inglaterra. Como todo asunto discutido se midieron muchos intelectuales. A Chesterton le pilló en la trinchera católica (en un país de mayoría protestante), línea de resistencia que compartían intelectuales hoy muy conocidos, como Tolkien, C. S. Lewis o Hillaire Belloc. Si en aquel momento el escrito fue polémico hoy es poco menos que herético. El divorcio lo vivimos como algo natural. A nadie (o a muy pocos) le resulta repelente. Es por eso que quizá hoy miremos con más dureza el libro, porque hoy tenemos asumido algo que en 1920 era tan solo imaginado.
"Y, ¿por qué tienen tantas ganas de que sea libre de conseguirse el divorcio, y en absoluto que sea libre cualquier otra cosa? (...) El destino de su dinero, el destino de sus hijos, dónde trabaja, cuándo deja de trabajar, cada vez escapan más a su control. Las oficinas de empleo, las aseguradoras, los servicios sociales, y cien formas de inspección y supervisión policial se han aliado, para bien o para mal, para fijarlo cada vez más estrictamente a un determinado lugar de la sociedad. (...) ¿Por qué ha de amar cómo le plazca, cuando ni siquiera puede vivir como le plazca? (pp. 40-41)
    Chesterton propone sin ambages que el concitador lo encontramos en el capitalismo, que entrado en una fase de creciente concentración de la riqueza, anhela debilitar a la población. La manera más fácil, nos dice, es incitar la destrucción de las uniones y, sobre todo, las familias. Quien no tiene familia carece del lujo de poder negarse a trabajar como un negrero. Ha de asentir y dar las gracias, porque si no no tiene donde caerse muerto. El desguace de la familia es un objetivo para tener una clase obrera débil y suplicante, a la que es fácil contentar con el "estado servil".
"Sin familia estamos indefensos ante el estado, que en nuestro caso moderno es el estado servil." (p. 42)
   Cuando Chesterton menciona el estado servil se refiere a esa idea de Hillaire Belloc que apunta que los estados se estaban limitando a repartir migajas (subvenciones) para mantener al pueblo en  una situación de conformidad. Se daba (y se da) pan, pero no se ponen los medios para que las personas tengan una vida realmente digna. Con ese proceder el estado servil es fiel escudero de la gran plutocracia y se asegura el orden social, para que los plutócratas puedan seguir con sus correrías. Pero no se dirige por esta línea Chesterton. La menciona, pero su tratamiento es oblicuo. Su preocupación es clara: una vez que el estado es servil el siguiente paso al que procede el capitalismo es el desguazamiento de la familia. El divorcio es una herramienta para ello. Y una vez que se ha creado tal herramienta se procura dar lustre y auspiciar su uso o, mejor todavía, su abuso. Es necesario a tal fin promocionar un ideario que se aproveche de circunstancias ciertamente desgraciadas para así venderse como la solución final. A ese marketing maquillado de buenas intenciones Chesterton no duda en llamarlo superstición. Del mismo modo que un ritual chamánico no cura, Chesterton mantiene que el divorcio raramente es la solución. La magulladora en el alma que deja tal suceso deja tan débiles a quienes lo padecen que difícilmente puede llamarse solución. El pensador británico lanza algunas opiniones sobre este punto que nos pueden hacer enarcar una ceja, pero no ahondaré en ellas. Sin embargo, dice cosas tan ciertas como que el divorcio tiene lugar muchas veces por un decisión incorrecta y apresurada, por una mala elección de pareja. En ciertos casos sin duda es así. La banalización del matrimonio ayuda a apuntar a la solución que para él no es tal: se entiende como contrato lo que en realidad son unos votos, un juramento. Así, uno entiende que se puede rescindir el contrato, pero lo que ha hecho es un juramento, y eso no es algo rescindible. Muchas de las razones que llevan a un matrimonio infeliz son consideradas por Chesterton, unas veces con fortuna y otras metiendo la pata, pero siempre con gracia (a pesar del asunto), porque con él uno se ríe mucho. 


    El libro se cierra profundizando en la idea de que el divorcio es una solución imaginaria, una superstición, porque quienes recurren a él como moneda de cambio se encuentran con una lista de relaciones vacías. El capitalismo convierte las relaciones en otro bien de consumo, que puede adquirirse en varias ocasiones y, lo que es más importante, lo convierte en producto de deseo, no sólo de consumo. ¿Por qué conformarse con una pareja cuando se pueden tener más? Ahí opera ya la lógica del consumo que se traduce en varios matrimonios con sucesivos divorcios:
"Preguntaba, en el último capítulo, qué esperaban, para sí y para sus hijos los que más locamente se meten en la danza del divorcio, tan fantástica como la danza de la muerte. Y en el sentido más profundo, creo que esta es la respuesta: que esperan lo imposible, es decir, lo universal. No están pidiendo la luna, que sería un deseo definido y, como tal, defendible. Están pidiendo el mundo; y cuando lo tuvieran, desearían otro. En última instancia quisieran probar toda situación, no en su fantasía sino de verdad, pero no pueden decidirse por ninguna. (...) Lo que se necesita vitalmente en todas partes, en el arte tanto como en la ética, en la poesía tanto como en la política, es la elección; un poder creativo en la voluntad tanto como en la mente. Sin esa autolimitación de alguien, ningún ser vivo podrá ver la luz." (p. 137)  

   Todas estas cuestiones, y algunas que no menciono por peliagudas, hoy seguramente serán consideradas como heréticas, producto de un reaccionario chupacirios. ¿Pero no es acaso interesante la idea del estado servil? ¿Nada nos dice esa idea de que el capitalismo aplique con rotundidad la máxima "divide et impera"? Estas y otras preguntas tiene que responder cada lector, y sacar sus conclusiones. El libro es poco extenso y de tamaño grácil. En una tarde puede leerse con facilidad. No será la última vez que lea a Chesterton. Sólo por los toques de humor ya merece la pena, porque si con tan serio asunto consigue hacer humor, ¿qué no podrá conseguir con otros temas?