"El problema de demasiado capitalismo no son demasiados capitalistas, sino demasiado pocos" (La superstición del divorcio, p. 50)
Hace 99 años Gilbert Keith Chesterton reunió una serie de artículos que ya había escrito, corrigió algunos detalles y les dio unidad para publicar un pequeño libro que ha sobrevivido hasta nuestros días. Aunados los artículos bajo el nombre La superstición del divorcio no es difícil adivinar el asunto que tratan. Al ensayista británico le interesaron muchos asuntos, y pocos fueron los que quedaron sin alguna bella pero paradójica reflexión. Al divorcio dedica este librito, que él consideró un panfleto, y que ya desde el principio incrusta su título en nuestra mente.
Lo cierto es que Chesterton pertenece a una estirpe de triunfadores: la de aquellos que, sin acudir a prolijos pensamientos, dotan de gracia a sus razones (un Montaigne, Voltaire, Zweig...). La gracia y el pensamiento se mantiene en un ligero desequilibrio en los vástagos de este linaje: la frase busca más la gracia que la verdad; pero no es el caso del ensayista británico, que sobrecarga ambos elementos. No hay argumento que esté orientado a la mera apariencia de conocimiento o a la mera galanura, pero ninguno carece de grácil aderezo: una analogía graciosa, un juego de palabras, una inteligente paradoja. Destaca con mucho entre los miembros de su linaje.
La superstición del divorcio es un cargamento de dinamita, acaso hoy más que hace 99 años, por los argumentos que se plantean. En 1920 la cuestión del divorcio era un tema palpitante en Inglaterra. Como todo asunto discutido se midieron muchos intelectuales. A Chesterton le pilló en la trinchera católica (en un país de mayoría protestante), línea de resistencia que compartían intelectuales hoy muy conocidos, como Tolkien, C. S. Lewis o Hillaire Belloc. Si en aquel momento el escrito fue polémico hoy es poco menos que herético. El divorcio lo vivimos como algo natural. A nadie (o a muy pocos) le resulta repelente. Es por eso que quizá hoy miremos con más dureza el libro, porque hoy tenemos asumido algo que en 1920 era tan solo imaginado.
La superstición del divorcio es un cargamento de dinamita, acaso hoy más que hace 99 años, por los argumentos que se plantean. En 1920 la cuestión del divorcio era un tema palpitante en Inglaterra. Como todo asunto discutido se midieron muchos intelectuales. A Chesterton le pilló en la trinchera católica (en un país de mayoría protestante), línea de resistencia que compartían intelectuales hoy muy conocidos, como Tolkien, C. S. Lewis o Hillaire Belloc. Si en aquel momento el escrito fue polémico hoy es poco menos que herético. El divorcio lo vivimos como algo natural. A nadie (o a muy pocos) le resulta repelente. Es por eso que quizá hoy miremos con más dureza el libro, porque hoy tenemos asumido algo que en 1920 era tan solo imaginado.
"Y, ¿por qué tienen tantas ganas de que sea libre de conseguirse el divorcio, y en absoluto que sea libre cualquier otra cosa? (...) El destino de su dinero, el destino de sus hijos, dónde trabaja, cuándo deja de trabajar, cada vez escapan más a su control. Las oficinas de empleo, las aseguradoras, los servicios sociales, y cien formas de inspección y supervisión policial se han aliado, para bien o para mal, para fijarlo cada vez más estrictamente a un determinado lugar de la sociedad. (...) ¿Por qué ha de amar cómo le plazca, cuando ni siquiera puede vivir como le plazca? (pp. 40-41)Chesterton propone sin ambages que el concitador lo encontramos en el capitalismo, que entrado en una fase de creciente concentración de la riqueza, anhela debilitar a la población. La manera más fácil, nos dice, es incitar la destrucción de las uniones y, sobre todo, las familias. Quien no tiene familia carece del lujo de poder negarse a trabajar como un negrero. Ha de asentir y dar las gracias, porque si no no tiene donde caerse muerto. El desguace de la familia es un objetivo para tener una clase obrera débil y suplicante, a la que es fácil contentar con el "estado servil".
"Sin familia estamos indefensos ante el estado, que en nuestro caso moderno es el estado servil." (p. 42)
Cuando Chesterton menciona el estado servil se refiere a esa idea de Hillaire Belloc que apunta que los estados se estaban limitando a repartir migajas (subvenciones) para mantener al pueblo en una situación de conformidad. Se daba (y se da) pan, pero no se ponen los medios para que las personas tengan una vida realmente digna. Con ese proceder el estado servil es fiel escudero de la gran plutocracia y se asegura el orden social, para que los plutócratas puedan seguir con sus correrías. Pero no se dirige por esta línea Chesterton. La menciona, pero su tratamiento es oblicuo. Su preocupación es clara: una vez que el estado es servil el siguiente paso al que procede el capitalismo es el desguazamiento de la familia. El divorcio es una herramienta para ello. Y una vez que se ha creado tal herramienta se procura dar lustre y auspiciar su uso o, mejor todavía, su abuso. Es necesario a tal fin promocionar un ideario que se aproveche de circunstancias ciertamente desgraciadas para así venderse como la solución final. A ese marketing maquillado de buenas intenciones Chesterton no duda en llamarlo superstición. Del mismo modo que un ritual chamánico no cura, Chesterton mantiene que el divorcio raramente es la solución. La magulladora en el alma que deja tal suceso deja tan débiles a quienes lo padecen que difícilmente puede llamarse solución. El pensador británico lanza algunas opiniones sobre este punto que nos pueden hacer enarcar una ceja, pero no ahondaré en ellas. Sin embargo, dice cosas tan ciertas como que el divorcio tiene lugar muchas veces por un decisión incorrecta y apresurada, por una mala elección de pareja. En ciertos casos sin duda es así. La banalización del matrimonio ayuda a apuntar a la solución que para él no es tal: se entiende como contrato lo que en realidad son unos votos, un juramento. Así, uno entiende que se puede rescindir el contrato, pero lo que ha hecho es un juramento, y eso no es algo rescindible. Muchas de las razones que llevan a un matrimonio infeliz son consideradas por Chesterton, unas veces con fortuna y otras metiendo la pata, pero siempre con gracia (a pesar del asunto), porque con él uno se ríe mucho.
El libro se cierra profundizando en la idea de que el divorcio es una solución imaginaria, una superstición, porque quienes recurren a él como moneda de cambio se encuentran con una lista de relaciones vacías. El capitalismo convierte las relaciones en otro bien de consumo, que puede adquirirse en varias ocasiones y, lo que es más importante, lo convierte en producto de deseo, no sólo de consumo. ¿Por qué conformarse con una pareja cuando se pueden tener más? Ahí opera ya la lógica del consumo que se traduce en varios matrimonios con sucesivos divorcios:
"Preguntaba, en el último capítulo, qué esperaban, para sí y para sus hijos los que más locamente se meten en la danza del divorcio, tan fantástica como la danza de la muerte. Y en el sentido más profundo, creo que esta es la respuesta: que esperan lo imposible, es decir, lo universal. No están pidiendo la luna, que sería un deseo definido y, como tal, defendible. Están pidiendo el mundo; y cuando lo tuvieran, desearían otro. En última instancia quisieran probar toda situación, no en su fantasía sino de verdad, pero no pueden decidirse por ninguna. (...) Lo que se necesita vitalmente en todas partes, en el arte tanto como en la ética, en la poesía tanto como en la política, es la elección; un poder creativo en la voluntad tanto como en la mente. Sin esa autolimitación de alguien, ningún ser vivo podrá ver la luz." (p. 137)
Todas estas cuestiones, y algunas que no menciono por peliagudas, hoy seguramente serán consideradas como heréticas, producto de un reaccionario chupacirios. ¿Pero no es acaso interesante la idea del estado servil? ¿Nada nos dice esa idea de que el capitalismo aplique con rotundidad la máxima "divide et impera"? Estas y otras preguntas tiene que responder cada lector, y sacar sus conclusiones. El libro es poco extenso y de tamaño grácil. En una tarde puede leerse con facilidad. No será la última vez que lea a Chesterton. Sólo por los toques de humor ya merece la pena, porque si con tan serio asunto consigue hacer humor, ¿qué no podrá conseguir con otros temas?
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