sábado, 29 de febrero de 2020

Fragmento de "El giro" de Stephen Greenblatt

Sobre las relaciones entre Poggio Bracciolini y Niccoló Niccoli



   En el círculo de jóvenes que se disputaban el reconocimiento de Salutati, habría cabido esperar que Poggio se identificara sobre todo con el ambicioso Bruni, serio y trabajador, un advenedizo de provincias sin un céntimo como él dotado solo de una inteligencia agudísima. Pero aunque admiraba a Bruni -que acabó ejerciendo como canciller de Florencia con brillantez y profundo patriotismo, y componiendo, entre otras obras, la primera gran historia de la ciudad-, el joven Poggio trabó los lazos de amistad más profundos con otro de los estudiantes de Salutati, el esteta Niccoló Niccoli, hipersensible y propenso a la polémica.
 
    Unos dieciséis años mayor que Poggio, Niccolò había nacido en el seno de una de las familias más ricas de la ciudad. Su padre había hecho fortuna en la fabricación de paños de lana, así como con el préstamo de dinero, los contratos de futuros en el mercado del grano y otros negocios. Los registros de la contribución a la década de 1390 indican que Niccolò Niccoli y sus cinco hermanos eran más ricos que casi todos los residentes de su barrio, incluidas familias dirigentes como Brancacci o los Pitti.

   Por la época en la que Poggio lo conoció, la fortuna de Niccolò y la de sus hermanos estaban en declive. Aunque seguían siendo muy ricos, los hermanos se pelearon unos con otros, y parece que la familia como tal no quiso o no pudo participar del juego político, siempre imprescindible en Florencia si se deseaba proteger y aumentar la riqueza acumulada. Solo los que ejercían activamente el poder político en la ciudad y permanecían atentos a la prosperidad de sus intereses podían evitar los impuestos aplastantes y a menudo vengativos que gravaban las fortunas vulnerables. En Florencia los impuestos eran usados, como señalaría con agudeza el historiador Guicciardini un siglo más tarde, como un puñal.

   Niccolò Niccoli gastó todo cuanto tenía en una pasión avasalladora que lo mantuvo alejado de las disputas políticas que le habrían ayudado a conservar parte de la riqueza de su familia. El comercio de la lana y la especulación en los bienes de consumo no estaban hechos para él, como tampoco lo estaba servir a la República en la Signoria, el órgano ejecutivo de gobierno, o en los importantes consejos llamados de los Doce hombres buenos y los Dieciséis gonfaloneros de la milicia. En mayor medida aún que su mentor y sus amigos humanistas, Niccoli estaba obsesionado con los vestigios de la antigüedad romana y no tenía tiempo para nada más. Decidió, probablemente a una edad muy temprana, no hacer carrera y renunciar a los cargos públicos, o, mejor dicho, decidió utilizar la fortuna que había heredado a  vivir una vida hermosa y plena conjurando los fantasmas del pasado. 

Edición aldina de Virgilio (1501)
   Niccoli fue uno de los primeros europeos que coleccionó antigüedades entendidas como obras de arte, posesiones preciosas de las que se rodeaba en sus aposentos florentinos. Las colecciones de este tipo son una práctica tan habitual hoy en día entre los ricos que resulta fácil perder de vista el hecho de que en otro tiempo supuso una idea nueva. En la Edad media los peregrinos que iban a Roma habían tenido durante mucho tiempo la costumbre de quedarse pasmados contemplando el Coliseo y otras 'maravillas' del paganismo cuando se dirigían a postrarse ante los lugares que verdaderamente importaban, los venerados templos cristianos de los santos y los mártires. La colección de Niccoli en Florencia representaba un impulso muy distinto: no la acumulación de trofeos, sino la amorosa apreciación de unos objetos estéticos. 

   Cuando corrió el rumor de que un individuo excéntrico estaba dispuesto a pagar sumas importantes de dinero por cabezas y torsos antiguos, los agricultores que en otro tiempo habrían quemado cualquier fragmento de mármol que hubieran encontrado mientras araban por la cal que pudieran extraer de él o que habrían utilizado las viejas piedras talladas para poner los cimientos de una pocilga nueva, empezaron a ofrecerlos a la venta. Expuestas en los elegantes salones de Niccoli, junto con copas romanas antiguas, piezas de vidrio, medallas, camafeos y otros tesoros de la Antigüedad, las esculturas inspiraron también en otros el afán de coleccionar obras del pasado.

   Lo más probable es que Poggio no pudiera esperar nunca que le sirvieran comida, como a su amigo, en viejos platos romanos ni pagar como él monedas de oro por algún camafeo antiguo que casualmente vislumbrara en el cuello de cualquier pilluelo de la calle. Pero podía compartir y sentir con la misma profundidad el deseo que se ocultaba tras las adquisiciones de Niccoli, anhelo de comprender y de revivir imaginariamente el mundo cultural que había fabricado los hermosos objetos de los que se rodeaban. Los dos amigos estudiaban juntos, se intercambiaban anécdotas históricas acerca de la Roma de la república y del imperio, reflexionaban sobre la religión y la mitología representada por las estatuas de los dioses y los héroes, medían los cimientos de las villas en ruinas, discutían la topografía y la organización de las ciudades antiguas, y sobre todo enriquecían su pormenorizado conocimiento de la lengua latina, que ambos amaban y que habitualmente utilizaban en sus cartas personales y quizá también en la conversación privada.

   A través de esas cartas queda patente que había una cosa por la que Niccolò Niccoli se preocupaba todavía más que por las esculturas antiguas que eran exhumadas del subsuelo: los textos de la literatura clásica y patrística que los otros humanistas localizaban en las bibliotecas de los monasterios.A Niccoli le encantaba poseer esos textos, estudiarlos y copiarlos lentamente, muy lentamente, con una letra todavía más hermosa que la de Poggio. A decir verdad es probable que su amistad se forjara al menos tanto alrededor de las distintas formas de las letras -Niccoli comparte con Poggio la fama de haber inventado la caligrafía humanista-  como alrededor de las distintas formas de pensamiento antiguo.

   Los manuscritos de los textos antiguos constituían una adquisición costosa, pero al coleccionista ávido ningún precio le parecía demasiado alto. La biblioteca de Niccoli  era célebre entre los humanistas de Italia y de otros países y aunque él se mostrara a menudo propenso al aislamiento, y fuera arisco y terriblemente testarudo, acogía con generosidad en su casa a los estudiosos que deseaban consultar su colección. Cuando murió en 1437 a los setenta y tres años de edad, dejó ochocientos manuscritos, con diferencia la mejor colección de Florencia, además de la más numerosa. (pp. 114-117)

viernes, 21 de febrero de 2020

Fragmento de "Ramón y las vanguardias" de Francisco Umbral

    La universalidad literaria no existe, salvo a nivel de símbolos, y el símbolo está ya muy desacreditado en literatura. La única universalidad posible consiste en universalizar sitios muy concretos. Proust habla de París, Joyce habla de Dublín, Ramón habla de Madrid. El escritor -incluso el filósofo, como sería fácil de demostrar- es más auténtico en la medida en que esté más incardinado en un núcleo humano y obtenga sus verdades generales de fuentes particulares. De ahí el peligro que el exilio, el desarraigo, la trashumancia, el nomadismo internacionalista y todo eso suponen para cualquier escritor, como se aprende hoy recordando el caso de Paul Morand, Hemingway y Blasco Ibáñez, de tan dudoso recuerdo para el lector actual.

   El hombre es infinito a condición de que se limite y Voltaire es más infinito que nunca cuando se decide a cultivar su huerto, como Montaigne lo es desde su pueblo. Con el escritor internacionalista de verdad, como pudiera ser el caso de Malraux, ocurre, sencillamente, que ha hecho del mundo su pueblo. Universal es todo lo contrario de internacional. (pp.132-134)