¿Pero quién ha dicho que yo deba morir? ¿Morir? ¿También yo, pues, debería en un momento dado dejar de respirar, de ver, de moverme, de sufrir? ¿Debería hacer como los demás? ¿Como todos? Todos los hombres mueren. ¡Muchas gracias! Pero, ¿os parece ésta una buena razón? Que se muera el que quiera morirse. Yo soy yo y no soy los demás.
Pues no: ¡fuera! Aquí debe haber una equivocación, un colosal desatino. ¿Qué razón hay para que deba desaparecer también yo, estúpidamente, como un cualquiera? Pero ¿acaso no sabéis que si muero ya no existirá ni la lluvia que cae y rebota en las hojas, ni el hermoso sol ardiente que abrasa la piel, ni el prado verde y blanco que forma caballones de sombra al ser mecido por el viento, ni el espléndido cielo azul, ni el buey tranquilo y blanco, ni las Vírgenes entre el oro de sus altares al fondo de las iglesias oscuras, ni las joyas que relucen en los escaparates, al anochecer, bajo potentes lámparas eléctricas?
Todo el mundo con sus bellezas y sus horrores, con sus ideas y sus cuerpos, todo el mundo está aquí, dentro de mí, y sería aniquilado si yo muriese.
¿Cómo? ¿Mi cuerpo se convertiría como el de los demás en un cadáver helado, en una carroña pestilente, en un criadero de gusanos, en un puñado de polvo, en una pella de barro? ¿Es posible que yo imagine de mí semejante cosa? ¿Puede suceder que el mundo muera de repente conmigo? ¿Es justo que todo cuanto anida en mi cerebro y en mi corazón, todo ese infinito pulular de pensamientos y de recuerdos, de imágenes y de afanes, debe acabar y detenerse para siempre? ¿Cómo puedo imaginar que el mundo siga existiendo, si no puedo concebirlo más que con mi pensamiento?
¡Fuera de aquí, pues, embaucadores insidiosos y malignos, bestias hambrientas de muertos! ¡Yo no puedo morir! ¡Yo no quiero morir! ¡No moriré jamás!
¿Creéis tal vez que tengo apego a la vida porque soy feliz, dichoso, alegre, vivo cómodamente y dispongo de dinero? ¡Ni lo soñéis! Soy el más desgraciado y miserable del mundo entero: no tengo amor, ni riquezas, ni amigos: no soy agraciado ni vigoroso. Pocas alegrías he conocido en la tierra, rara vez he gozado de algo; he llorado a menudo; he sufrido casi siempre. Y sin embargo no quiero morir. No, absolutamente no: quiero vivir aún, vivir siempre.
Es inútil que me prometan otras vidas en otros mundos, una vida hermosa, más tranquila, más luminosa. Conozco este mundo, esta tierra, esta vida, fea, agitada, tenebrosa; pues ésta quiero, ésta deseo, ésta pido para siempre. Yo quiero precisamente ésta mi vida desgraciada, descontenta, melancólica, triste -ésta mi vida dolorosa-. Que al menos pueda ver el cielo por un ventanillo, que al menos oiga cantar a un pajarillo en primavera al amanecer; que al menos pueda escribir unas palabras para quien bien me quiere; que al menos pueda seguir la inquieta sombra de un árbol sobre el muro enjalbegado de la luna de agosto.
Extraído de Obras completas, tomo V, pp. 869-870
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