domingo, 10 de enero de 2021

Fragmento de "Los funerales de Mamá Grande" de Gabriel García Márquez

Un día de estos

    El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos. 

   Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa, rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella. 

   Después de las ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción. 

—Papá. 

—Qué. 

—Dice el alcalde que si le sacas una muela. 

—Dile que no estoy aquí. 

   Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo. 

—Dice que sí estás porque te está oyendo. 

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo: 

—Mejor. 

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro. 

—Papá. 

—Qué. Aún no había cambiado de expresión. 

—Dice que si no le sacas la muela te pega un tiro. 

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver. 

—Bueno —dijo—. Dile que venga a pegármelo. 

   Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente: 

—Siéntese. 

—Buenos días —dijo el alcalde. 

—Buenos —dijo el dentista. 

    Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la si-lla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, afirmó los talones y abrió la boca. 

   Don Aurelio Escovar le movió la cara hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una cautelosa presión de los dedos. 

—Tiene que ser sin anestesia —dijo. 

—¿Por qué? 

—Porque tiene un absceso. 

El alcalde lo miró en los ojos. 

—Está bien —dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

   Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, más bien con una amarga ternura, dijo: 

—Aquí nos paga veinte muertos, teniente. 

   El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio. 

—Séquese las lágrimas —dijo. 

   El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielo raso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose las manos. 

—Acuéstese —dijo— y haga buches de agua de sal. 

   El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera. 

—Me pasa la cuenta —dijo. 

—¿A usted o al municipio? 

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica: 

—Es la misma vaina.


Márquez, G. G., Los funerales de Mamá Grande, Bruguera editorial, pp. 19-23.

sábado, 2 de enero de 2021

Fragmento de "Historia de Cristo" de Papini

    "Y ya tenemos en acción a un equipo de iluminadores y adornistas del espíritu lanzados a fabricar religiones para el consumo de los irreligiosos. Durante todo el siglo XIX las fueron sacando del horno a pares y a medias docenas. La religión de la Verdad, del Espíritu, del Proletariado, del Héroe, de la Humanidad, de la Patria, del Imperio, de la Razón, de la Belleza, de la Naturaleza, de la Solidaridad, de la Fuerza, de la Acción, de la Paz, del Dolor, de la Piedad, del Yo, del Porvenir y otras por el estilo. Las había que no eran otra cosa que reajustes del Cristianismo sin Dios; aunque, por lo general, se trataba de sistemas políticos y filosóficos que intentaban convertirse en místicas. (...) Entonces se intentó barajar unos facsímiles de religión que tuviesen, en mayor cantidad que aquellas otras, lo que el hombre busca en la religión. Los francmasones, los espiritistas, los teósofos, los ocultistas, los ciencia-cristianos, creyeron haber dado con el sustitutivo del Cristianismo. Pero tales guisados insulsos de supersticiones mohosas y de cabalística agusanada, de simbolismo simiesco y de agrio humanitarismo; tales remiendos toscos del budismo de exportación y del cristianismo fraudulento solo proporcionaron satisfacción a algunos millares (....).

    Afirman que Cristo es el profeta de los débiles cuando, por el contrario, viene a dar fuerzas a los languidecientes y a elevar a los pisoteados por encima de los reyes. Aseguran que es la suya una religión de enfermos y de moribundos, cuando, por el contrario, cura a los dolientes y resucita a los que duermen. Aseguran que va contra la vida, y la realidad es que vence a la muerte; que es el Dios de la tristeza, y la realidad es que exhorta a los suyos a la alegría y promete a sus amigos un festín eterno de gozo. Aseguran que ha traído al mundo la renuncia y la mortificación, y, lejos de eso, mientras perteneció al mundo de los vivos, comía y bebía, se dejaba perfumar los pies y los cabellos, y le causaban enfado los ayunos hipócritas y las penitencias vanidosas. Muchos lo han abandonado porque jamás lo conocieron. A estos, de manera especial, desearía ayudar este libro."


Papini, G., Historia de Cristo, Tomo IV de obras completas, pp.14-29, Aguilar.