Un atenuante de la enfermedad que es desconocer el latín, y por tanto de sufrir la amputación cultural que supone no poder acceder a la literatura latina tan fecunda desde el siglo II a.C. hasta bien entrado el XVIII d.C., son las biografías, estudio y ensayos. Uno que me ha ocupado en los últimos tiempos pertenece al historiador holandés Johan Huizinga, de sobra conocido por El otoño de la Edad Media. Su lectura ha sido grata, pues uno percibe el trabajo de un historiador. Mucho más grata, desde luego, que otra biografía que leí recientemente sobre Erasmo, de la mano de Zweig. Zweig, que no era historiar ni biógrafo, porque para ser lo segundo hay que tener algo del espíritu del primero, regurgitaba sus ideales y vivencias a colación de Erasmo. Lo empleaba para hablar de sí mismo, de la mítica Europa de la que él hablaba y que es objeto de consumo para tantos mastuerzos del presente. Después de la desilusión de esta (auto)biografía, bien me ha sentado descubrir a Huizinga.
El libro de Johan Huizinga comienza con los años juveniles de Erasmo, contándonos de su formación con la "devotio moderna", del ingreso que haría poco después en un monasterio agustino, los primeros experimentos con la lengua latina y la huida enmascarada de aquel convento al que nunca volvería. Comienza la saga de viajes, cartas y estrecheces que Erasmo padeció. Porque, sí, Erasmo padeció en sus primeros tiempos la precariedad. Pertenecía a esa rara clase de los humanistas, sabios sin riqueza (la mayoría), que por no ser clero ni nobleza tenía que conseguir algún patrón, o varios, para salir a flote. El hombre culto que no quisiera quedar al reguardo y protección de la Iglesia tenía un futuro incierto y deambulante. Los humanistas eran "desclasados" -como gustan decir hoy algunos- que trabajaban por dinero. Haciendo elogio de sus patrones, escribiendo la historia de alguna ciudad, traduciendo textos o trabajando como secretario o instructor se ganaban la vida. Lo cierto es que sobrevivían sobre todo gracias a la lisonja, con la caricia de su verbo grácil dirigida a los hombres de poder y dinero. Más o menos todas estas cosas tuvo que hacer Erasmo: fue profesor en varias ocasiones, tradujo textos, lisonjeó a más de alguno y sólo tras un éxito editorial pudo ganar cierta autonomía. El éxito editorial saldría de la imprenta veneciana de Aldo Manucio: los "Adagia". Tal libro haría su nombre conocido en todo el continente y consistía en una recopilación de adagios de la Antigüedad, explicados, comentando la fortuna que habían sufrido en la literatura. Tal trabajo no fue fácil: requería el conocimiento pormenorizado, puntilloso y cabal de toda la literatura antigua.
Lo cierto es que Huizinga no entra en demasiadas profundidades acerca de la obra de Erasmo. Y no deja de sorprender tal hecho, porque para Erasmo su obra era su vida. No decimos esto porque el humanista diera importancia y valor desmedido a su obra, sino porque Erasmo fue un hombre que desde que despertaba hasta que se recostaba en sus silenciosas noches leía y escribía sin fin. El historiador holandés desplaza rápidamente su interés de la vida de Erasmo y sus escritos al goloso asunto de su relación con la Reforma luterana. Erasmo, como todo el mundo sabe, incubó los males de la Reforma. Tanto su Manual del caballero cristiano (1503) como El elogio de la locura (1511) preanunciaron el puritanismo y el irracionalismo del luteranismo, porque el primer escrito rechaza los ritualismos de la Iglesia por mor de una purificación del individuo; el segundo es una sátira que ríe y burla todos los saberes, pretendiendo ser el ácido que corroe la racionalidad implícita que toda filosofía y toda teología llevan de suyo.
Erasmo, queriendo ser amigo de todos, no lo fue de ninguno. En el contexto de la Reforma se debía ser católico o luterano, sin posilidad de otra cosa. Erasmo prefirió no rechazar el luteranismo y adoptó la estrategia de criticar solo uno de sus aspectos. En De libero arbitrio diatribe (1524) da libre curso a una crítica a la forma de concebir la libertad en el luteranismo, esto es, de socavar el más burdo determinismo que Lutero postuló. Esto hizo que desde Roma se le reprochase tibieza; desde alemania, se le escupió pus, directamente. Hoy nos hace enarcar la ceja esta situación. ¿Por qué debía depender su opinión de otros? Se empiezan ya escuchar las proclamas de libertad y otros flatus vocis modernos. Y la respuesta es, básicamente, que porque vivía de unos y de otros. Al hombre culto de entonces se le pedía, para poder acceder a la ayuda del mecenazgo, respetar unos mínimos filosóficos y teológicos. Hoy mucha gente se escandaliza demasiado de estas cosas, de este pacto, pero lo cierto es que se sigue dando. Hoy, en vez de respetar unos mínimos filosóficos y teológicos, se le pide al pensador que se dedique a temas como "los otros", las fronteras, el género y otras paparruchadas (no porque esos temas no tengan interés, sino porque lo dicho suele ser una mera hojarasca verbal) para conseguir subvenciones. Su pensamiento, si no es encauzado en la dirección prescrita, simplemente no se le paga nada, no se subvenciona. Hay que decir en defensa de Erasmo, si es que esto es una defensa, que siempre fue tibio en sus opiniones y amistades. No es que fuera un mero lisonjero (que algo de ello tenía, al parecer). El carácter del humanista nunca se comprometió con nadie ni con algo. Elogiaba a todos y, cuando era manifiesto que el elogio no era posible, exhortaba con una elegante proclama moral, desprovista de todo filo. Por sus tibiezas naturales, Huizinga dice de Eramo:
"A veces, Erasmo aparece ante nosotros como un hombre que no era lo suficientemente fuerte para su tiempo. En ese rudo siglo XVI se necesitaba la dureza de roble de Lutero, el filo de acero de Calvino y llama de Loyola, pero no la aterciopelada dulzura de Erasmo. Se necesitaba la fuerza y el ardor de aquellos, y también su profundidad, su lógica, su sinceridad y su franqueza que no tenía consideraciones ante nadie y no se asustaba de nada"(Erasmo, p. 325)
Tras el repaso de toda la vida de este hombre de letras, y de su semblanza, Huizinga cierra la biografía con una consideración sobre los distintos retratos que a Erasmo se le hicieron. Es un mero apéndice que no añade mucho al conjunto de la obra. Obra que es interesante, pero incompleta. Le falta a esta biografía la solidez propia de aquellas que nos pintan toda una vida, toda una obra y toda una época. Con todo, es un ejercicio entretenido pasar la vista por las páginas del historiador holandés, que no carece de gracia en su expresión ni de cierto interés en sus consideraciones.
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