sábado, 29 de diciembre de 2018

"La locura de Dios" de Juan Miguel Aguilera

"La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres"
                                                      (Corintios 1, 25)

   La frase de San Pablo ha tenido tantos usos que no es de extrañar que hasta en el género del fantástico haya sido mencionada. Nos es recordada nada más abrir el libro de Juan Miguel Aguilera, que viene muy bien para el lector despistado (mea culpa), pues a partir de cierta generación (los 80, principalmente) ya no reconocemos, porque no conocemos, los lugares comunes de la Biblia. Con el título La locura de Dios se nos recuerda la afirmación de San Pablo, de la cual han bebido todas las vertientes irracionalistas del cristianismo (Tertuliano, San Bernardo, Erasmo, etc). Bajo esa referencia, hoy culta y antes de ayer común, el escritor español ha pergeñado un libro que consigue aunar historia, fantasía, terror y ciencia ficción. Nada menos, porque todos esos géneros los acoge y abraza de modo respetuoso, haciendo que encajen unos con otros, y de un modo que no chirríe, por artificial, al lector. Y es que eso es, sin duda, muy difícil. Al propio autor sólo le ha salido bien la jugada en una ocasión, según sé. Ya hablé del engendro que fue Rihla en este blog hace tiempo. Me resta acercarme a La edad de la razón para certificar los méritos y fracasos que Juan Miguel Aguilera ha conseguido con estas amalgamas. Detengámonos, en esta ocasión, en La locura de Dios.

   La locura de Dios vio la luz en el tranquilo año de 1998 y toma como como marco de acción el agitado siglo XII en Aragón. Escogido Raimundo Lulio (filósofo y poeta de aquel tiempo) como personaje principal, se cubren algunos acontecimientos históricos para luego, libremente, montar sobre ellos una fantasía literaria. Aprovechando los viajes del filósofo por el oriente bizantino descubrimos la alborada aragonesa: la conformación del imperio mediterráneo de Aragón, que se extiende por la península ibérica, las islas baleares, Sicilia y el ducado de Atenas. Junto al filósofo aragonés se nos presenta la figura carismática de Roger de la Flor, jefe de una fuerza armada de varios miles de hombres que sería contratada por el emperador bizantino para enfrentar a los turcos. En el momento de mayor éxito, Roger de la Flor derrota con un contingente de 6000 hombres a una tropa turca de 30000 soldados. Sobre estos hechos iniciales se destapa una historia paralela, ya que el aire cruzado que se respira en las 100 primeras páginas (al mítico grito de "!Desperta ferro, Arago, Arago!"), deriva en la singladura de un grupo de almogávares junto a Lulio en el más lejano oriente cuyo fin es una ciudad mítica: la ciudad del preste Juan.


Roger de la Flor ante el emperador de Bizancio
    En la búsqueda de esa ciudad, que no se sabe si es más imaginada que real, se pierden en las arenas del desierto. Encuentran a no mucho tardar los rastros de una especia distinta a la humana, aunque muy parecida. Una especie de engendros sucios y malolientes que peinan los prados arrasando todo tras de sí y que les dificultarán cada uno de los pasos que den. Hasta que por fortuna dan con la ciudad del preste Juan, que les parece más una ciudad de brujería que sagrada. Raimundo, con su mente filosófica, llega a atisbar que nada hay de brujería en la ciudad, sino que todo se puede conseguir por manos del hombre. Simplemente, los hombres que residen en tal ciudad, ostentan una tecnología mucho más avanzada. Una tecnología basada en el vapor que les permite disfrutar de aviones, cultivos avanzados en medio del desierto y mil comodidades imposibles de imaginar para cualquier hombre del siglo XII. Aquí la novela de aventuras y la histórica se integra con el steampunk de toda la vida. En un ejercicio de maestría imaginaria se concilia, con estos tres elementos, unas gotitas de terror cósmico, de impronta lovecraftiana en el fondo, aunque no en la forma.

Una de las ilustraciones de Rafa Fonteriz para el libro 
   Además de la mezcolanza de tan diversos elementos, es de destacar la correcta elección de datos biográficos de Lulio para hacer guiños literarios. En este caso a la gran obra de Dante. Raimundo Lulio dejó a su mujer e hijos, así como títulos y riquezas para dedicarse a la predicación y la conversión. Juan Miguel Aguilera explota el hecho de que Lulio se separara de su mujer  y juguetea con el peso que eso tendría en su futuro, bajo la forma de la melancolía, el recuerdo y el sueño. Y así, en la novela descubrimos una suerte de Divina comedia invertida, porque nos muestra a un poeta desvelado por un antiguo amor, que primero cruza el cielo (la ciudad del preste Juan) y termina en el infierno, que en este caso son las entrañas de la tierra. La dirección no sólo es invertida sino también el objetivo: Dante despliega su saber escolástico para mostrar un orden, una inteligibilidad que penetra tanto lo natural como lo sobrenatural; Juan Miguel Aguilera, de un modo humilde (esto es, sin conocimiento de teología o filosofía), emplea a Lulio para triturar el orden de lo real y sentenciar que ese orden es una locura; una locura que un hombre sabio, formado y filósofo, como es Lulio, es incapaz de comprender. De nuevo aquella frase del principio ronda el libro: "La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres".

   Pero dejando interpretaciones libres, que bien pueden estar erradas o mal fundamentadas hay que señalar los méritos o deméritos de que hace gala el autor en la novela. El libro es adictivo y sorprende, pero no tiene un cierre completamente perfecto. Algunos personajes son poco explotados, o no se ahonda en demasía su profundidad psicológica. Es particularmente  irritante (por falso) el tópico de lucha entre fe y razón, entre religión y ciencia. También es irritante que se convierta a Lulio en una especia de ecuménico. Jamás fue Lulio eso. Él quería convertir a musulmanes y judíos, no convivir con ellos. Él anduvo caminos que le dirigían a todas las cortes importantes de Europa para pedir una nueva cruzada, una nueva guerra, contra el islam. Por lo tanto estas desfiguraciones pueden resultar algo molestas, pero no hay que dejar caer sobre el autor peso alguno de culpa. La literatura no debe cuentas a la realidad, porque en tal caso no sería literatura sino crónicas. Basta con advertir al lector que no tome todo lo que se le muestra tal y como se le muestra. La novela reúne sobre sí méritos suficientes que hacen necesaria su lectura. Lean este libro.


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