Fragmento págs 37-40:
El problema central de la ontología es el divorcio tradicional del ser y el tiempo. Este divorcio parecía completo; sus dos términos parecían irreconciliables, y por esto en la historia del pensamiento metafísico presenta a grandes rasgos, más que el intento de resolver el problema, el secreto afán de eliminarlo, suprimiendo de su campo uno de los dos términos. La conjunción de los dos tenía carácter aporético, como se vio ya desde Zenón de Elea. La ontología, entonces, prescindió de uno de ellos: se quedó con el ser y proscribió el tiempo. El tiempo solo aparecía en la filosofía cuando el ser no estaba en ella: en las doctrinas críticas, o en esos aledaños de la filosofía, como el saber del hombre, tenidos por poco dignos de una posición más favorecida. El tiempo no era el ser, y si acaso tenía que explicarse, se explicaba por el ser, por una subordinación al ser. Y esto ha ocurrido así porque desde el principio, fue la razón misma la que se incapacitó para captar la temporalidad del ser, o el ser en tanto que temporal. Fue ella la que moduló el ser, en vez de que el ser modulara la razón. A su vez, esta peculiar razón, que es la de Parménides, quedó recíprocamente tan consagrada en su forma por la forma misma del ser que ella ideó, que ya en el futuro se vino creyendo que la razón era tan constituvivamente, tan inalterablemente esquemática y homogénea como el ser mismo. Sus caracteres propios, o sea los que presentó de hecho en su primera función noética, fueron considerados esenciales, y no históricos. Y así, todo intento de atender al aspecto temporal de la realidad, al devenir, al cambio, e inclusas en este, a la acción humana y la historia, implicaba esa supuesta degradación del conocimiento, como en Manetti, como en Montaigne; o una reducción de lo temporal a lo inmóvil, como en Platón y Aristóteles; o una crítica de la razón en cuanto tal, como en Dilthey y en Bergson. De cualquier modo, el ser estuvo desde antiguo reñido con el tiempo, y ante este antagonismo se imponía una opción, y por ello una renuncia: o con el ser, o con el tiempo, pero jamás con los dos juntos.
El hombre empezó a filosofar partiendo del dato de la diversidad y el cambio, y en busca de un principio de unidad. Su actitud no era tan ingenua como puede parecer a la excesiva malicia de los críticos posteriores, cuando llamaban realidad a lo que se le presentaba como visible y tangible. Tampoco iba muy descaminado al suponer la existencia de un principio unitario de la pluralidad, y de un principio permanente de lo mutable. Pues la necesidad de un firme punto de apoyo no deriva solamente de ese horror que nos infunde la noción de una realidad que fuera pura fluencia, sin estructura ni contorno, sin principios ni dirección señalada. Esta repugnancia íntima la sentimos todos, e imaginar que el universo fuera una total delicuescencia es una experiencia tan angustiosa como la que vivimos tratando de imaginar la infinitud del espacio celeste. Somos limitados, y lo que no tiene límites o está fuera de los límites es un misterio para nosotros. Nuestra existencia misma, incluso en sus aspectos prácticos, tenemos que sentirla en un principio firme: verdad, fe, opinión, creencia, ilusión, ideal o esperanza. Pero esta explicación subjetiva no fuera por sí sola suficiente. Es aquella realidad evanescente no sería realidad; es que el supuesto mundo de fluencia no sería mundo o cosmos, sino caos; es que la realidad no se nos presenta en tal forma, es decir, sin forma alguna sino con órdenes y coherencias y regularidades manifiestas. En suma, es que junto al dato primario de la diversidad y el cambio hay el dato no menos primario del mundo como mundo, de la realidad como cosmos, o sea como orden. El caos no es dato de experiencia en ningún caso. El hombre no forja el cosmos; no lo crea, no lo inventa. Nadie abrió los ojos de la razón por vez primera y se encontró con una niebla turbia y opaca, a la cual tuviera que imponer las formas y los órdenes coherentes, como el escultor obtiene sus figuras modelando un barro informe. Esta operación creadora de los humanos la atribuyen a la divinidad. Lo mismo da que el filósofo sea realista o idealista: el orden se lo encuentra como algo primario en sí y fuera de sí; jamás queda sumergido en otras nieblas que las producidas por él mismo artificialmente, como la niebla cartesiana de la duda metódica, o la epojé husserliana. E inclusive estas nieblas facticias no intentan en el fondo sino encubrir en su densidad las cosas ya presentes, ocultarlas provisionalmente a nuestra mirada, para luego hacerlas reaparecer, cuando el soplo de un hallazgo fundamental consigue desvanecer las brumas. Un cierto orden de la realidad es, pues, tan aparente como lo son su variedad y su cambio. Lo que no es aparente es el principio de este orden. Así, al tratar de encontrarle a la realidad cambiante su recóndito principio inmutable, no hacemos sino adelantar por una vía que se muestra abierta y propicia ya en la primera en la primera presentación de la realidad misma.
De este modo procedieron los milesios, y con más sagacidad que ellos Heráclito. Hasta que Parménides invirtió la dirección natural del pensamiento. No fue en busca de un principio de unidad, sino que partió de él; mejor dicho, de él tuvieron que partir quienes filosofaron después. Aunque no lo parezca, ni suele decirse, la experiencia y la razón, que no la razón sola, concurrieron ambas en este descubrimiento de la inmovilidad del ser. La primera no fue peculiar de Parménides; era la experiencia común, asentada, primitiva de la mente griega, para la cual el ser es corpóreo, es decir, objeto de evidencia inmediata, objeto de visión. En primer término, no lo llamaban ser, haciendo como nosotros una muy simbólica generalización de lo existente, mediante una substantivación del infinitivo que equivale a una paralización de lo que es esencialmente dinámico y denota acción, como es el verbo. Lo llamaban "to on", que traducimos por "lo que es". En segundo lugar, lo que es para ellos es corpóreo, sólido, visible y tangible. La idea filosófica de una realidad espiritual no aparece sino hasta los atomistas, como idea del vacío, y hasta Platón, como idea de realidad espiritual. Además de corpóreo, "lo que es" era móvil. De suerte que la operación que hace Parménides con el ser consiste simplemente en privarlo de su dinamicidad; pero el carácter de corporeidad persiste, y como consecuencia de ello el ser queda petrificado, como una masa de roca compacta, homogénea e inmovil.
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