domingo, 25 de diciembre de 2016

"Los oráculos paganos"/ "Los últimos días de Enmanuel Kant y otros relatos" de Quincey



    Hay autores que por una fortuna u otra, ven deslumbrar su nombre gracias a otros, aunque no les falte mérito para relumbrar por su propia valía. Quizá a Quincey le ocurre algo similar, de quien sospecho que debe sus modernas ediciones al gusto que tenía Borges por sus historias, anécdotas y, en general, estilo. Es esta una impresión propia que no he podido confirmar viendo el número de ediciones de las que ha gozado el autor inglés. Sea como fuere, Quincey tiene méritos propios que le hacen ser disfrutado (y quizá también aborrecido en algunos momentos). Al menos es lo que creo que puedo decir tras leerme dos libros que recopilan diversos escritos de él. No suelo reseñar más de un libro en la misma reseña pero en este caso haré una excepción: puesto que los leí juntos, juntos los reseñaré.

    Hombre de cejas algo pobladas y aspecto encorvado, algo anodino incluso, podríamos decir, Thomas de Quincey nació en Inglaterra. En el seno de una familia acaudalada parece ser que no tuvo excesivos problemas para recibir una educación del todo privilegiada, que más tarde aprovecharía en su carrera literaria. A pesar de un futuro prometedor parece que no se llevó del todo bien con su familia, de la que huyó en sus años mozos. Sin centrarnos en demasiados avatares vitales, como sus relaciones con Coleridge y otras afinidades que nos llevarían algo de tiempo, nos centraremos sin demora en los escritos que he podido leer en estos dos libros.

     Ante todo estamos frente a una gama de artículos que versan sobre muchas materias, unas históricas, biográficas, pedagógicas y de otras índoles, unas más entretenidas y otras no tanto. Las recopilaciones que me he encontrado, por tanto, no tienen un carácter sistemático. Pese a la dispersión de las piezas en conjunto, cada pieza, tomada en sí misma, presenta una estructura interna sólida, que nunca se va por los cerros de úbeda y que nos expone las distintas opiniones de Quincey de forma ordenada y lógica. Así son tratados las sutilezas de Heródoto y sus modernos críticos -con palabrejos griegos incluídas-, la comparación de las obras de Goethe o algunos de los aspectos de filosofía y ciencia. Se podría decir que leer a Quincey es sinónimo del "Prodesse et delectare" ("Enseñar deleitando") de Horacio. Nunca falta alguna observación útil en sus páginas, y estas no están nunca desprovistas de la amenidad de un estilo prolijo, atemperado gracias a la maestría. No solo son útiles en muchos casos: sus observaciones, escritas a caballo de los siglos XVIII y XIX, resultan, en ocasiones, sorprendentes:

"De esta Babel planetaria que usted y yo habitamos se dice que tiene unas tres mil lenguas y dialectos (...) tenga la certeza de que en los dos próximos siglos todas las lenguas bárbaras de la tierra (es decir, aquellas sin literatura) serán una a una estranguladas y exterminadas por cuatro lenguas europeas, a saber, la inglesa, la española, la portuguesa y la rusa" (Los oráculos paganos y otro escritos, pág. 192-193).
    Es evidente que esto ha sido así, si bien no con esta o aquella lengua, lo cierto es que las lenguas europeas se han extendido por el mundo y multitud de dialectos y lenguas sin literatura se han perdido. Esta precisión y espíritu previsor lo podemos hallar también en Cartas a un joven cuya educación ha sido descuidada, cuando nos aconseja no lanzarnos al estudio de multitud de lenguas, pues según él, esta actividad "produce la putrefacción de la mente humana".  Aconseja que más allá de la propia se estudie el griego, el latín y una de tres: el inglés, el español y el alemán. Pide al lector que selecciones en función de su campo de intereses. Quien desee aprender química debería aprender aquella lengua en la que más tratados de tal materia se hayan escrito. Vemos que, ante todo, guarda cierto espíritu pragmático, ese por el que son tan célebres algunos ingleses. El alemán lo recomienda especialmente si alguien quiere estar versado en filosofía, pues de Quincey, alejándose de pensamiento insular de su país, no duda en decir que la filosofía alemana es la que mejor voz propia tiene, con Kant a la cabeza. A este lo admira particularmente, dedicándole una narración donde nos cuenta los dramáticos últimos días de su vida. consiguiendo conmover al lector, aun cuando este no hubiera tenido ningún interés en ese filósofo -como es mi caso-.

   Quienes no se sientan seducidos solo por los consejos del autor o sus disquisiciones sobre ciertos temas, podrán gozar de las narraciones que conservan un toque aventurero, incluso épico diría. La monja alférez destaca en este apartado. Catalina de Erauso, una española destinada a la vida casta de los monasterios, protagoniza una historia en la que escapa del monasterio y se alista en los ejércitos de su real majestad en sudamérica, atesorando numerosos éxitos mientras oculta su género. De sus múltiples vicisitudes da cuenta Thomas de Quincey con una particular defensa de la mayoría de los actos de esta monja que se convirtió en un gran soldado. A parte de esta historia, mi favorita fue, casualmente, la primera que leí, La rebelión de los tártaros, donde Quincey nos cuenta la huida de un pueblo entero, los calmucos, perseguidos por el terrible sable ruso hasta las fronteras mismas de China. Esta narración es sin duda la que más carácter épico alberga de todas las que he leído del autor. Nada más que por esta historia ya les recomiendo la lectura de De Quincey.


jueves, 15 de diciembre de 2016

"Discarded image" o "La imagen del mundo" de C. S. Lewis


    La inspiración para muchas de nuestras obras de fantasía reciente hunden sus raíces en las muy antiguas historias del medievo. Tolkien o Lady Gregory son algunos de los que quedaron cautivados por el mundo encantado de aquellos poemas. Relatan estas obras las gestas de algún caballero, los suspiros de una doncella o los temores de algún rey por el porvenir del reino... Esto es una simplificación que no hace justicia a la literatura medieval pero es más o menos lo que todo el mundo piensa. Cautivado por Calímaco y Crisórroe emprendí la lectura de este libro, escrito por el novelista de Las crónicas de Narnia, con la esperanza de familiarizarme un poco más con el mundo medieval y sus historias. No me importó mucho que estuviera en inglés pese a que no conozco esa lengua en profundidad. Pensé, ingenuamente, que sería más sencillo de lo que en realidad fue...

    En el transcurso de la primera a la última página, Lewis va esbozando algo que defrauda a los que nos acercamos pensando que encontraremos una suerte de historia de la literatura, como parece prometer el subtítulo. Muy al contrario, se nos avisa en las primeras páginas que el objetivo es ver cómo el medievo crea una cosmología propia, deudora con el pasado pagano, pero que ha echado amarras en pos de nuevos horizontes. Esa cosmología se conforma gracias a fuentes del mundo antiguo, pero perdida la transmisión directa con esa etapa, se comienza a insinuar una "nueva imágen del mundo". No hablamos de filosofía, sino de la imagen del mundo que se da en la literatura. Así, transitando el ensayo histórico, la filosofía y la literatura, Lewis escribe un libro que no es ni un tratado filosófico, ni una historia de la literatura, ni tampoco un estudio meramente histórico. Es, pues, difícil de clasificar y en ocasiones parece que podemos recriminarle que nos diga que no hablará de forma directa de filosofía pero sin embargo nos explique las diferencias entre intellectus y ratio en Sto. Tomás. O también los tres tipos de alma de alma (vegetal, animal y racional) que, se pensaba entonces, existían. 


    A pesar de los etéreos límites por lo que vaga el autor, creo que le podemos perdonar eso habida cuenta de la cantidad de cosas curiosas e interesantes que nos cuenta. Me resultó muy gracioso cuando habla de las artes liberales y, en lo tocante a la retórica, nos menciona las estrategias que urdía y enseñaba Chaucer en su Amplificatio para hacer que la obra fuera más extensa. En una de ellas decía "In order to leghten the work dont call things by theyr names" (Discarded image, pág. 192)... lo que se transforma en que para referirnos a Venus no la mencionamos, sino que escribimos cinco versos describiendo sus atributos. Quitando esta anécdota, más curiosa que relevante, nos habla de la concepción que los escritores medievales tenían acerca de la historia, del orden del reino animal e incluso de los seres fantásticos. De estos últimos nos aclara una entera genealogía que va desde Platón a los medievales gracias a Calcidio y Apuleyo. Los orígenes están en el pensador ateniense, quien estableció claramente que entre dos extremos debe haber un intermedio para su conexión. Así, entre los dioses inmortales y los hombres, debe haber unos seres intermedios que Platón llamó daemones, demonios. El tiempo haría que estos seres cobraran hechura propia, haciéndolos seres corpóreos e incorpóreos, grandes o pequeños en los poemas medievales. Esto debería recordarnos lo que alguna cabra descarriada del redil ha dicho hace poco. El medievo barajó varias teorías para estos seres, muy interesantes todas ellas, pero que no relataré aquí. Cuestiones como la geografía y las criaturas fantásticas de los viajes de Marco Polo hallan mención y análisis en el libro. 

    A veces parece que se aparta del tema del libro pues nos lleva a las repercusiones que la cosmología literaria del medievo lega a la poesía y literatura posterior. Cabe destacar que siempre que aduce alguna de las huellas que ha quedado impresa en las obras modernas, lo hace con autores del entorno anglosajón. Wordsworth, Coleridge, John Milton o William Blake son, en consecuencia, mencionados. Aspecto este parcialmente negativo, en la medida que muestra cierta incompletitud, pues una obra que examina la cosmología medieval y su inflluencia debería examinar lo segundo teniendo en cuenta al menos obras del entorno francés o alemán. 

    Ignorando aquella falta que mencionamos, tenemos un libro que presenta un ideario común a diversos escritos antiguos, con múltiples datos que van desde la filosofía, la física y la geografía, en un estilo florido que pondrá en dificultades a los que, como yo, no están familiarizados con la lengua inglesa. Discarded image, haciendo gala de su naturaleza incierta, saca a relucir el valor de la cosmología medieval diciéndonos:

We must recognise that what has been called "a taste in universe" is not only a pardonable but inevitable. We can no longer dissmiss the change of Models as a simple progress from error to truth. No model is a catalogue of ultimate realities, and none is a mere fantasy. Each is a serious attemp to get in all phenomena known at a given period, and each succeeds in getting in a great many. But also, no less surely, each reflects the state of that ages´s knowledge. Hardly any battery of new facts could have persuaded a greek that the universe had an attribute so repugnant to him as infinity; hardly any such battery could persuade a modern that it is hierarchical" (Discarded image, pág. 222).
    En otras palabras: la cosmología medieval no puede ser descartada (ni despreciada) como falsa porque los caminos por los que explicamos el mundo y el universo atienden a inclinaciones, al menos en parte, psicológicas. Un griego no aceptará el infinito, del mismo modo que un moderno no aceptará las jerarquías, como dice al final. En un caso y otro, uno con la cosmología ptolemaica y otro con la resultante de Copérnico y Galileo, hará cálculos precisos y exactos sobre el movimiento de los astros. En esto quizá resuene algo de La estructura de las revoluciones científicas de Kuhn, publicada en 1962, dos años antes que el libro de Lewis. No puedo saber si mi intuición es certera... No pondría la mano en el fuego pero quizá sí la acercaría un poco. Si alguien se anima a leerlo tengo buenas noticias para él: hay traducción. Como me resultó imposible encontrarla tuve que recurrir al original, que puede encontrarse sin problemas en la red.



jueves, 1 de diciembre de 2016

"Calímaco y Crisórroe"

    Los infortunios del exiguo imperio romano de oriente, ese superviviente de un antaño y colosal imperio no nos han sido del todo ajenos. Sin embargo, en varios sentidos su cultura nos resulta ajena y sus obras son más libros de eruditos que objeto de lectura por inquietos lectores. Quizá influyera en ello que toda su cultura se basara en el empleo del griego, lengua casi olvidada en su totalidad en el occidente latino. Recordemos las lágrimas de Petrarca cuando tuvo unas copias de Platón en griego y, ante su ignorancia en esa lengua, no le quedó sino un gran pesar.

   Para cuando en occidente comenzara a haber academias y una amplia difusión de la enseñanza griega, el imperio bizantino sería ya una sombra de lo que fue. Sus fronteras se reducían a las de las mismas murallas de Bizancio, incólumes durante un milenio y tan altas que hasta los cielos tocaban. El fulgor de su antigua e ilustrada cultura comenzaba a menguar, sus pensadores emigraban a Italia, donde el turco amenazador no molestaría sus eruditas tareas. Todo ello vino a resultar en una menor difusión de la cultura de Bizancio, especialmente de obras que no atrajeran la atención de los especialistas, como es el caso de la breve narración titulada Calímaco y Crisórroe.

    Narración de 2600 versos que ha sobrevivido únicamente gracias a que fue recogida en el Codex Scaligeranus 55 de la biblioteca de Leiden, este libro presenta una historia algo corriente pero con cierto encanto. Tomando motivos de la novela caballeresca, nos emplaza en un escenario irreal en el que tenemos el típico el reino hubicado en algún lugar de un vasto dominio imaginario. Aquí, cierto rey incapaz de decidir a quién dará su corona una vez sus fuerzas declinen, lanza un reto a sus tres vástagos: que demuestren mediante hazaña y aventura el mérito para que la corona se pose sobre su cabeza. Los hermanos parten de forma fraterna entre ellos, sin fricciones de ningún tipo, en pos de aventura y riqueza. Los dos mayores, temerosos a las inclemencias del tiempo y los lugares más escarpados, avandonan prontamente la empresa que el padre les encomendó. El menor, de caracter más aventurero, continúa la aventura hasta encontrar un gran castillo ricamente dotado de cuanto uno pueda desear. Así nos dice el protagonista maravillado:

    "Aun cuando contemplara ante mis ojos la efigie de la muerte, aun si tal riesgo fuera manifiesto y se me apareciera el mismo Caronte... No por ello dejaría de tratar de explorar la gran hermosura del castillo, el vasto encanto de su construcción, sus pedrerías, perlas de oro, la incandescencia de sus rubíes. Pues, si la muralla ya por fuera presenta tanta maravilla, ¿qué ánimo dejará de asombrarse ante los encantos de su anterior?" (p. 61)
    No, no tienen que apostar demasiado para adivinar que lo que encierra el castillo es un dragón y una dama torturada y en apuros. Una dama, sin embargo, excepcional, pues muestra más inteligencia y astucia que su salvador. Caracterización esta algo rara a las obras de corte caballeresco. Sí se ajustará más, en cambio, a la profundidad psicológica de aquellas obras, más bien pobre y siempre motivada en las mismas tendencias (la nobleza y las buenas intenciones). Tanto esta princesa, cuyo nombre es Crisórroe, como el resto de personajes adolecen de una simpleza introspectiva considerable. Son personajes sencillos, con roles muy específicos y planos que hacen que la atención se deslice no tanto en ellos como en la trama y los elementos mágicos que esta contiene, que son unos cuantos: una bruja aviesa, el dragón, objetos mágicos y algún que otro encantamiento fatídico. Los roles de los personajes y los aspectos mágicos de la trama resultan en una historia breve, sin muchos recovecos, muy dada a lo criticable por su simplicidad, pero que nos habla  de forma interesante sobre las intrincadas relaciones que se dan entre el azar y el amor. Eros y Tyche son realmente los pilares de la narración bien sencilla que tenemos en mano.

    Como lo fantástico existe más para ser admirado que descrito, el autor anónimo se nos confiesa a menudo incapaz de relatar las maravillas que pueblan las andanzas de Calímaco. "Callo porque me falta el lenguaje" (p. 71) nos dice... En realidad no se calla, pero sí que resuelve más o menos la tensión entre lo que puede imaginar y lo que puede expresar dándonos una novela curiosa, de atractivo insinuante más que manifiesto.

    Respecto al aparato de notas diremos que el lector no se halla en posición muy distinta a la de la dama torturada por el dragón, pues las notas suponen un castigo. De esto nos avisa el incio de la novela, cuando en el subtítulo de la misma ya encontramos una nota. Para más indicios de tortura al lector hemos de mencionar aquellas notas que nos avisan cuando un nombre aparece por primera vez... desconfiando por completo en la atención del lector y pensando que será incapaz de ver cuándo se emplea por vez primera un nombre. El resto de notas son de índole filológica y para el lector medio no revisten importancia alguna. A pesar de este aparato de notas, Carlos García Gual se redime con una buena aunque breve introducción donde nos desmenuza los porvenires de la novela bizantina y otras cuestiones. Todo ello con el estilo siempre agradable que le caracteriza y que nos hace desear leer algo más de él.

    He señalado a lo largo de estas breves palabras varios aspectos como la simpleza de trama y de personajes, pero esto, espero, no irá en menoscabo de la obra. Debemos ser indulgentes con obras menores que presentan, aun con todo, algo que les da encanto. Si gustáis del género fantástico puede ser una lectura amena.