Hay autores que por una fortuna u otra, ven deslumbrar su nombre gracias a otros, aunque no les falte mérito para relumbrar por su propia valía. Quizá a Quincey le ocurre algo similar, de quien sospecho que debe sus modernas ediciones al gusto que tenía Borges por sus historias, anécdotas y, en general, estilo. Es esta una impresión propia que no he podido confirmar viendo el número de ediciones de las que ha gozado el autor inglés. Sea como fuere, Quincey tiene méritos propios que le hacen ser disfrutado (y quizá también aborrecido en algunos momentos). Al menos es lo que creo que puedo decir tras leerme dos libros que recopilan diversos escritos de él. No suelo reseñar más de un libro en la misma reseña pero en este caso haré una excepción: puesto que los leí juntos, juntos los reseñaré.
Hombre de cejas algo pobladas y aspecto encorvado, algo anodino incluso, podríamos decir, Thomas de Quincey nació en Inglaterra. En el seno de una familia acaudalada parece ser que no tuvo excesivos problemas para recibir una educación del todo privilegiada, que más tarde aprovecharía en su carrera literaria. A pesar de un futuro prometedor parece que no se llevó del todo bien con su familia, de la que huyó en sus años mozos. Sin centrarnos en demasiados avatares vitales, como sus relaciones con Coleridge y otras afinidades que nos llevarían algo de tiempo, nos centraremos sin demora en los escritos que he podido leer en estos dos libros.
Ante todo estamos frente a una gama de artículos que versan sobre muchas materias, unas históricas, biográficas, pedagógicas y de otras índoles, unas más entretenidas y otras no tanto. Las recopilaciones que me he encontrado, por tanto, no tienen un carácter sistemático. Pese a la dispersión de las piezas en conjunto, cada pieza, tomada en sí misma, presenta una estructura interna sólida, que nunca se va por los cerros de úbeda y que nos expone las distintas opiniones de Quincey de forma ordenada y lógica. Así son tratados las sutilezas de Heródoto y sus modernos críticos -con palabrejos griegos incluídas-, la comparación de las obras de Goethe o algunos de los aspectos de filosofía y ciencia. Se podría decir que leer a Quincey es sinónimo del "Prodesse et delectare" ("Enseñar deleitando") de Horacio. Nunca falta alguna observación útil en sus páginas, y estas no están nunca desprovistas de la amenidad de un estilo prolijo, atemperado gracias a la maestría. No solo son útiles en muchos casos: sus observaciones, escritas a caballo de los siglos XVIII y XIX, resultan, en ocasiones, sorprendentes:
"De esta Babel planetaria que usted y yo habitamos se dice que tiene unas tres mil lenguas y dialectos (...) tenga la certeza de que en los dos próximos siglos todas las lenguas bárbaras de la tierra (es decir, aquellas sin literatura) serán una a una estranguladas y exterminadas por cuatro lenguas europeas, a saber, la inglesa, la española, la portuguesa y la rusa" (Los oráculos paganos y otro escritos, pág. 192-193).
Es evidente que esto ha sido así, si bien no con esta o aquella lengua, lo cierto es que las lenguas europeas se han extendido por el mundo y multitud de dialectos y lenguas sin literatura se han perdido. Esta precisión y espíritu previsor lo podemos hallar también en Cartas a un joven cuya educación ha sido descuidada, cuando nos aconseja no lanzarnos al estudio de multitud de lenguas, pues según él, esta actividad "produce la putrefacción de la mente humana". Aconseja que más allá de la propia se estudie el griego, el latín y una de tres: el inglés, el español y el alemán. Pide al lector que selecciones en función de su campo de intereses. Quien desee aprender química debería aprender aquella lengua en la que más tratados de tal materia se hayan escrito. Vemos que, ante todo, guarda cierto espíritu pragmático, ese por el que son tan célebres algunos ingleses. El alemán lo recomienda especialmente si alguien quiere estar versado en filosofía, pues de Quincey, alejándose de pensamiento insular de su país, no duda en decir que la filosofía alemana es la que mejor voz propia tiene, con Kant a la cabeza. A este lo admira particularmente, dedicándole una narración donde nos cuenta los dramáticos últimos días de su vida. consiguiendo conmover al lector, aun cuando este no hubiera tenido ningún interés en ese filósofo -como es mi caso-.
Quienes no se sientan seducidos solo por los consejos del autor o sus disquisiciones sobre ciertos temas, podrán gozar de las narraciones que conservan un toque aventurero, incluso épico diría. La monja alférez destaca en este apartado. Catalina de Erauso, una española destinada a la vida casta de los monasterios, protagoniza una historia en la que escapa del monasterio y se alista en los ejércitos de su real majestad en sudamérica, atesorando numerosos éxitos mientras oculta su género. De sus múltiples vicisitudes da cuenta Thomas de Quincey con una particular defensa de la mayoría de los actos de esta monja que se convirtió en un gran soldado. A parte de esta historia, mi favorita fue, casualmente, la primera que leí, La rebelión de los tártaros, donde Quincey nos cuenta la huida de un pueblo entero, los calmucos, perseguidos por el terrible sable ruso hasta las fronteras mismas de China. Esta narración es sin duda la que más carácter épico alberga de todas las que he leído del autor. Nada más que por esta historia ya les recomiendo la lectura de De Quincey.
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