jueves, 1 de diciembre de 2016

"Calímaco y Crisórroe"

    Los infortunios del exiguo imperio romano de oriente, ese superviviente de un antaño y colosal imperio no nos han sido del todo ajenos. Sin embargo, en varios sentidos su cultura nos resulta ajena y sus obras son más libros de eruditos que objeto de lectura por inquietos lectores. Quizá influyera en ello que toda su cultura se basara en el empleo del griego, lengua casi olvidada en su totalidad en el occidente latino. Recordemos las lágrimas de Petrarca cuando tuvo unas copias de Platón en griego y, ante su ignorancia en esa lengua, no le quedó sino un gran pesar.

   Para cuando en occidente comenzara a haber academias y una amplia difusión de la enseñanza griega, el imperio bizantino sería ya una sombra de lo que fue. Sus fronteras se reducían a las de las mismas murallas de Bizancio, incólumes durante un milenio y tan altas que hasta los cielos tocaban. El fulgor de su antigua e ilustrada cultura comenzaba a menguar, sus pensadores emigraban a Italia, donde el turco amenazador no molestaría sus eruditas tareas. Todo ello vino a resultar en una menor difusión de la cultura de Bizancio, especialmente de obras que no atrajeran la atención de los especialistas, como es el caso de la breve narración titulada Calímaco y Crisórroe.

    Narración de 2600 versos que ha sobrevivido únicamente gracias a que fue recogida en el Codex Scaligeranus 55 de la biblioteca de Leiden, este libro presenta una historia algo corriente pero con cierto encanto. Tomando motivos de la novela caballeresca, nos emplaza en un escenario irreal en el que tenemos el típico el reino hubicado en algún lugar de un vasto dominio imaginario. Aquí, cierto rey incapaz de decidir a quién dará su corona una vez sus fuerzas declinen, lanza un reto a sus tres vástagos: que demuestren mediante hazaña y aventura el mérito para que la corona se pose sobre su cabeza. Los hermanos parten de forma fraterna entre ellos, sin fricciones de ningún tipo, en pos de aventura y riqueza. Los dos mayores, temerosos a las inclemencias del tiempo y los lugares más escarpados, avandonan prontamente la empresa que el padre les encomendó. El menor, de caracter más aventurero, continúa la aventura hasta encontrar un gran castillo ricamente dotado de cuanto uno pueda desear. Así nos dice el protagonista maravillado:

    "Aun cuando contemplara ante mis ojos la efigie de la muerte, aun si tal riesgo fuera manifiesto y se me apareciera el mismo Caronte... No por ello dejaría de tratar de explorar la gran hermosura del castillo, el vasto encanto de su construcción, sus pedrerías, perlas de oro, la incandescencia de sus rubíes. Pues, si la muralla ya por fuera presenta tanta maravilla, ¿qué ánimo dejará de asombrarse ante los encantos de su anterior?" (p. 61)
    No, no tienen que apostar demasiado para adivinar que lo que encierra el castillo es un dragón y una dama torturada y en apuros. Una dama, sin embargo, excepcional, pues muestra más inteligencia y astucia que su salvador. Caracterización esta algo rara a las obras de corte caballeresco. Sí se ajustará más, en cambio, a la profundidad psicológica de aquellas obras, más bien pobre y siempre motivada en las mismas tendencias (la nobleza y las buenas intenciones). Tanto esta princesa, cuyo nombre es Crisórroe, como el resto de personajes adolecen de una simpleza introspectiva considerable. Son personajes sencillos, con roles muy específicos y planos que hacen que la atención se deslice no tanto en ellos como en la trama y los elementos mágicos que esta contiene, que son unos cuantos: una bruja aviesa, el dragón, objetos mágicos y algún que otro encantamiento fatídico. Los roles de los personajes y los aspectos mágicos de la trama resultan en una historia breve, sin muchos recovecos, muy dada a lo criticable por su simplicidad, pero que nos habla  de forma interesante sobre las intrincadas relaciones que se dan entre el azar y el amor. Eros y Tyche son realmente los pilares de la narración bien sencilla que tenemos en mano.

    Como lo fantástico existe más para ser admirado que descrito, el autor anónimo se nos confiesa a menudo incapaz de relatar las maravillas que pueblan las andanzas de Calímaco. "Callo porque me falta el lenguaje" (p. 71) nos dice... En realidad no se calla, pero sí que resuelve más o menos la tensión entre lo que puede imaginar y lo que puede expresar dándonos una novela curiosa, de atractivo insinuante más que manifiesto.

    Respecto al aparato de notas diremos que el lector no se halla en posición muy distinta a la de la dama torturada por el dragón, pues las notas suponen un castigo. De esto nos avisa el incio de la novela, cuando en el subtítulo de la misma ya encontramos una nota. Para más indicios de tortura al lector hemos de mencionar aquellas notas que nos avisan cuando un nombre aparece por primera vez... desconfiando por completo en la atención del lector y pensando que será incapaz de ver cuándo se emplea por vez primera un nombre. El resto de notas son de índole filológica y para el lector medio no revisten importancia alguna. A pesar de este aparato de notas, Carlos García Gual se redime con una buena aunque breve introducción donde nos desmenuza los porvenires de la novela bizantina y otras cuestiones. Todo ello con el estilo siempre agradable que le caracteriza y que nos hace desear leer algo más de él.

    He señalado a lo largo de estas breves palabras varios aspectos como la simpleza de trama y de personajes, pero esto, espero, no irá en menoscabo de la obra. Debemos ser indulgentes con obras menores que presentan, aun con todo, algo que les da encanto. Si gustáis del género fantástico puede ser una lectura amena.
    

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