Hace algún tiempo que leí y reseñé el primer tomo de la trilogía de Las leyes del mar de Robin Hoob. Apenas unos días atrás puse fin a la lectura de dicha serie, habiéndome tragado bulímicamente los dos tomos que la terminan. Tras este empacho me dispongo a dedicarle unas palabras al hacer literario de esta señora, que siempre se materializa en ladrillos de literatura con grosor de 600 páginas, en un juego de proporciones simétricas. Estos ladrillos seguramente tengan que ver muy poco con la simetría, y seguramente tengan que ver más con conseguir duros por palabra. Cada uno se gana la vida como puede.
Las naves de la locura nos deja reposar en el escenario que nos preparó el primer tomo Las naves de la magia. Con los mismos personajes, y casi las mismas pretensiones, Hobb nos marea página tras página la perdiz, desplazando la solución de los problemas, creando otros, dejando latentes algunos para que luego afloren... El lector apenas se apercibe de esto, porque buena maga es esta Hobb, pero así culmina el segundo tomo: sin resolver nada y sin decir mucho. Aprendemos en sus líneas cosas sobre el mundo mágico que lo ornamenta. Los vetulus son un gran engaño. Se presentaron previamente como una sociedad casi de ensueño, descubridores de artefactos mágicos, pero lo cierto es que son saqueadores de ciudades en las que habitó un pueblo verdaderamente mágico, hermanado en sangre y propósito con dragones. De estos últimos, los dragones, descubrimos que antes de serlo tiene una forma biológica primitiva, que son serpientes enormes que se deslizan por las aguas hasta formar crisálidas en las que adquieren su forma. Con estos leves luces se deja paso al tercer tomo, Las naves del destino, tomo en el que asistimos al desmantelamiento de toda calidad verdadera en la obra. Bien escrito, pero pésimamente dispuesto, nos deja descubrir que tras 1900 páginas pocas cosas sabremos del mundo mágico, dejando a las claras al pobre lector que ha tenido el valor de leer todo este fárrago literario que la fantasía en esta serie es ornamento, no fundamento.
Una de las razones por las que esta trilogía tenía cierto encanto era gracias a la aguda profundidad de algunos pero pocos personajes. Sorprende a menudo al lector cuando lo dirige a cierta disposición emocional (como desearle lo peor a algún personaje) para luego hacerle cambiar de opinión. Estas emboscadas emocionales se le dan particularmente bien a Hobb, como particularmente bien se le dan crear algunos personajes de talla. Ronica Vestrit, por ejemplo, es una expresión constante de sabiduría práctica: cuando no puede procurar un bien se cuida de ocasionar mal alguno, y siempre tiene la inteligencia, la prudencia y la elocuencia para saber llevar todo tipo de circunstancias. Su voz, que es de las que más brillo atesora en la serie, se apaga cerca del final, dejándonos huérfanos con una patulea de personajes que pudieron tener su interés, pero que se deshacen con el paso de las páginas. Casi todos los personajes masculinos sufren dicho desgaste, y las mujeres de relieve que protagonizaban interesantes pasajes se convierten en poca cosa. Serilla, que prometía mucho, la vemos en el poco interesante papel de reyezuela; Wintrow, que daba mucho de sí, acaba siendo un piltrafa; Althea, por su parte, sigue siendo una tozuda con poco talento para los sentimiento; Ámbar, ¡qué lástima su desaprovechamiento! Es particularmente dañino el caso de Malta, forzada a cambiar de un modo tan brusco como poco creíble. Este devenir de los personajes está ocasionado (en el caso de Malta es muy claro) por cierto propósito venenoso de la autora, instilando cierta ideología. Personajes como Shelden o Clave, que sufren sueños en los que descubren cómo funcionaba la antigua sociedad hermanada con dragones son esquinados sin tiento, perdiendo un filón de literatura fantástica enorme. Y parte de las páginas que podría haberse empleado en eso se emplean, sin embargo, en hacer pitufos a los varones que aparecen. Para el último tomo el único personaje masculino de importancia es un mentiroso, asesino y violador, con el que juega a acercar o alejar nuestras simpatías. En el caso de personajes femeninos, Hobb es particularmente obstinada en hacer que dichos personajes superen adversidades muy duras, cosa que está muy bien, pero que explotado en exceso muestra un recio desconocimiento del corazón humano, porque muchos son miserables, no grandiosos, cuando se les trata miserablemente.
Junto a este mal desarrollo y la desazón de acabar por no decir nada de lo que verdaderamente importa, encontramos en la saga varios sesgos que denotan contaminación, porque la realidad es a la fantasía lo que el veneno a la vida: a mayor cantidad de veneno, menos vida; a mayor cantidad de realidad, menos fantástica es una novela. El primero de los errores lo hemos apuntado arriba, con un feminismo licuado; el segundo, guarda relación con el hecho de que la novela se distribuye entre buenos y malos, donde generalmente los buenos pertenecen a sistemas representativos (como las asambleas del Mitonar y los territorios del río Pluvia) mientras los malos, por lo general, se hallan en los sistemas jerárquicos, esbozando así ideas muy modernas a la par que peregrinas. De esto último deriva otro error, que no tiene que ver con una fantasía contaminada por un exceso de realidad, sino con una mala disposición de los personajes. Toda novela "coral" se suele emplear para que se conozcan todos los puntos de vista, todas las circunstancias. Hobb hace una novela coral, pero no dispone del todo bien su "coro". Los malos de la historia, los piratas chalazos, no tienen ningún tipo de personaje que nos permita entender su mundo, aspiraciones y dolencias. Simple y llanamente son los malos, cosa que, supuestamente, no ha de pasar en una novela coral, donde hasta los malos resplandecen con ecos momentáneos de bondad (véase George Martin, por ejemplo).
Mi último disparo a la trilogía será comentar su supuesta "novedad" al ambientar un mundo fantástico en el mar, pues si bien se pueden encontrar algún que otro ejemplo del género fantástico, es más calamitoso descubrir la carencia absoluta de conocimiento náuticos. No es que cometa errores Robin Hoob. Simplemente es que no explota el potencial que brinda el mar. Cuando se desarrolla una batalla no encontramos nada digno. Aquí los aficionados a la náutica se verán muy decepcionados, porque todas las artes del "marear" -como decían los castellanos antiguos- son completamente olvidadas por la escritora.
En fin, que sin más observaciones os exhorto a leer cosas más dignas. 1900 páginas son muchas para que la cosa acabe en un chusco empapado en mandangas "reivindicativas" que entorpecen las más elementales verdades del corazón (haciendo giros toscos de personajes) y en una narrativa "entretenida", que no resuelve nada del meollo de la cuestión. Quizá el meollo lo desplace a la siguiente trilogía (El profeta blanco), pero yo no gastaré más tiempo en indagar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario