miércoles, 31 de julio de 2019

"La otra parte" de Alfred Kubin

   Que las buenas obras se cocinan, las más de las veces, con grandes zambullidas en la soledad y el silencio, es algo que a nadie se le oculta. El rico mundo interno se fertiliza con el poco apego al mundo, como certifica el caso de Julio Verne que, sin apenas salir de su morada, descubrió las entrañas del mar y la tierra en aventuras bordadas en mañanas y tardes de escritura. Alfred Kubin (1877-1959) podemos colocarlo en la estela de aquellos que renuncian al mundo para abrazar los mares de la imaginación. Desde 1906 hasta su muerte habitó el castillo de Zwickdledt dedicándose a ilustrar, pintar y escribir. Con periódicas crisis internas y tendencias depresivas se rebozó en su mundo de ecos oníricos y truculentos, pariendo dibujos y escritos oscuros. En 1909 terminó la escritura de su novela más célebre La otra parte, que cosechó fortuna dentro del género fantástico, siendo sus contornos tan finos que abrazan la fantasía tanto como el terror, la historia tanto como el absurdo. No en vano, Kafka se inspiró en ella para El castillo


   La novela de Kubin está escrita con algún eco biográfico, que rápido puede uno advertir en el personaje protagonista, dibujante de carácter melancólico y taciturno. Un buen día un señor educado le pone sobre aviso de que su antiguo amigo del colegio, Klaus Patera, ha entrado en posesión de una ingente fortuna, con la cual ha creado un reino en el oriente: el país de los sueños. En tan recóndita región, donde los geógrafos no han ejercitado todavía sus artes, se sitúa su dominio. La consistencia del reino, rodeado de inmensas murallas, consiste en no dejar que nada nuevo ni moderno entre en sus fronteras. Cualquier objeto traído ha de ser antiguo y se niega la introducción de nuevos descubrimientos. "Aquí solo hay antigüedades; la gente vive como nuestros abuelos antes de la revolución del 48 y el progreso nos tiene sin cuidado" (p. 103) dice un personaje en un determinado momento. Seducido por la noticia de territorio tan singular, el protagonista, del que no llegamos a saber su nombre, empaca todas sus pertenencias, avisa a su esposa y marcha con premura al reino de los sueños. 

   El personaje principal es sobre todo nuestra mirilla para otear el reino de los sueños, en el que hace las veces de nudo central de la narración y de antropólogo. Con él descubrimos una sociedad desnortada, sin rumbo y que, renqueante, pasa por los días sin propósito ni sentido de la trascendencia, manejada por hilos ocultos e invisibles pues resulta que, Klaus Patera, tiene poderes mentales con los que hipnotizar a los habitantes del reino de los sueños. Mediante ellos puede causar el sueño u otros estados a sus inquilinos. Patera, a la manera de un Dios, gobierna todo con su invisible mano, presidiendo, de un modo que no llegamos a conocer del todo, una extraña religión en la que todo ciudadano se coloca, ensimismado, frente a las torres con reloj en la capital. 
   Todo el país de los sueños vivía bajo los efectos de un hechizo, y en nuestras vidas los planos terroríficos alternaban con otros de innegable estirpe humorística. El amo se ocultaba en realidad detrás de todo y, manera misteriosa, solía manifestarse con una frecuencia superior a la deseable. La idea de que él manejaba a casi sesenta y cinco mil soñadores no podía desecharse tan fácilmente, por monstruosa que pareciera. (p.195)
   Todo el libro aflora misterios no resueltos (como es el auténtico misterio), personajes inquietante y escenas que intercalan lo asombroso y lo terrorífico. Particular atención reclaman una sociedad de eremitas a la que se refiere siempre como "ojizarcos". Pese a todo lo extraño que rodea la nueva existencia del protagonista, este rejuvenece en un primer momento y consigue aumentar su producción artística. Pero no todo puede continuar eternamente. En un determinado momento entra en escena un americano en la historia. Su nombre es Hércules Bell, y desde el primer momento sospecha que él, y sólo él, puede hacer que el reino de los sueños funcione como es debido. No soporta lo que el reino de los sueños significa y abomina que sus gentes no se plieguen al progreso. Por eso en una proclama contra Klaus Patera, les dice a sus conciudadanos: "¡Protegeos contra el sueño!" (p. 225). Con todas las artimañas de que es capaz intenta cambiar el devenir del reino, pero este, cuya sustancia es etérea, resulta impermeable a los cambios, y antes de cambiar estará llamado a la muerte. La segunda mitad de la novela nos cuenta todo ese proceso, con muchas escenas que ya quisieran mostrar nuestras modernas películas de terror.

    Con prosa contenida, Kubin, arrastra esta historia y su personaje a Europa, donde todo empezó y donde todo ha de terminar, pero con su personaje transfigurado y marcado de por vida, constantemente invadido por sueños, espejo de realidades pasadas, pues los sueños: "me hacían revivir hechos y aventuras ocurridos tiempo atrás, lo que me lleva a pensar que dichas imágenes oníricas se hallaban íntimamente ligadas a ciertas vivencias de mis antepasados, cuyas convulsiones psíquicas  lograron tal vez plasmarse orgánicamente, tornándose hereditarias. Ante mí  se abrieron planos oníricos mucho más profundos, que me permitieron diluirme en existencias animales o vegetar, en un estado de letárgica semiconsciencia, entre los elementos primarios" (p. 367).



   La historia de Kubin está plagada de simbolismos difíciles de dilucidar, probablemente fruto de un lenguaje icónico privado en el que trabajó, siempre solitario, en el castillo de Zwickdledt. ¿Qué es "la otra parte"? ¿El reino de los sueños?¿El inconsciente en el que habita lo onírico? ¿Klaus Patera como contrapartida del protagonista? No lo sabemos a ciencia cierta. Este rompecabezas simbólico está bañado con la tinta de la imaginación y merece que se lea con más prontitud que modernas noveluchas. Las ediciones españolas suelen incluir los cincuenta dibujos que Kubin ideó para acompañar la novela, y muchas son muy interesantes. Kubin plasmó en todos sus dibujos -los de esta novela y los que no son de ella- una realidad oscura que sirve de contrapunto a los futuristas. Ajeno a una realidad cada vez más burocratizada y tecnológica, vivió un incógnito glorioso -verdadera vida del reaccionario- en su castillo, trabajando incesantemente mientras el mundo enloquecía y mataba. Si su obra fue parábola del siglo anterior, con más justicia lo es del siglo XXI. Hará una buena compra quien adquiera la novela. 


martes, 23 de julio de 2019

"La fábula de la alforja robada" Bahiyyih Nakhjavani

    La literatura está llena de obras que no alcanzan la originalidad y que resultan algo parecido a esos hijos que, aun patosos y problemáticos, podemos querer con toda nuestra alma. O no. La fábula de la alfombra robada de Bahiyyih Nakhjavani es un vástago de aquellos libros de raigambre musulmana que contienen una cascada de historias independientes, acumuladas a cientos. Las mil y una noches Kalila y Dimna son clara muestra de este género. Algo parecido a ellas pretende el libro moderno de Bahiyyih traicionando, claro está, el sabor original, introduciendo nuevas técnicas, nuevos propósitos. 

    El libro dibuja un escenario común en la primera de las historias que encuentra el lector. En ella el protagonista es un ladronzuelo que se gana la vida aprovechándose de los incautos que peregrinan a la Meca para cumplir sus propósitos religiosos rodeando la Caaba. Tras encontrar una presa fácil, no dudará en asaltarla, intentando alcanzar fortuna al robar una alforja. Su disgusto está garantizado cuando descubre el contenido: papiros rellenados de fina caligrafía y llamativos colores. Junto a esta historia inicial encontramos una segunda: la de una chica visionaria capaz de ver y dialogar con ángeles a punto de ser casada con un hombre rico. Para su boda ha de viajar hacia los terrenos cercanos a la Meca, lugar donde confluyen las historia del asaltador y de la doncella. Con estos dos hilos se trenza un tapiz general,  pues aparecen todos los personajes que, más tarde, encarnan las páginas: el jefe de una caravana, una esclava, un peregrino, un clérigo, un derviche y un muerto. A cada uno les dedica un premeditado espacio (alrededor de 40 páginas). 

    A tenor de lo dicho, el libro se mueve dentro de una perspectivismo moderno. Con cada uno de los personajes Bahiyyih Nakhjavani cuenta algo nuevo y, a veces, cambia algunas cosas. La estructura acaba siendo rígida: a ciertos hechos que se mantienen como los pilares de la narración se añaden aguas distintas tanto al principio como al final. Cuando uno avanza un par de relatos disfruta estos cambios; cuando prosigue, se cansa. No es raro esto: una estructura rígida con tan solo aparentes cambios se repite nueve veces (porque hay nueve personajes). Esto, raramente, nos reporta un conocimiento profundo de los personajes, pues la autora se centra en el momento que les une, dando la impresión de que la biografía de cada personaje es un relleno que no alcanza a dotar de profundidad a sus personalidades.

   Junto a unos personajes cuyo interior es semejante al de un globo de aire, observamos un estilo rebuscado, en ocasiones tan hueco de significado como los personajes y que tiene como fin la mera conquista de juegos verbales. En ocasiones las acrobacias verbales son afortunadas, pero casi siempre aterrizan de mal modo en el suelo del texto. Rasgo a mencionar es el empleo artificial de ciertos términos de lengua musulmana, con la intención, seguramente, de teñir con un halo de veracidad e historicismo la novela, pero que resulta pedante, pretencioso e innecesario. Así, para decir "litera" emplea docenas de veces el término "takhteravan". No estoy en contra del empleo de términos especiales, siempre y cuando sea necesario, cuando no haya equivalentes en lenguas modernas. Al igual que ocurre con "litera", el lector podrá observar la misma operación con otras palabras que no son especiales.

   La novela, a pesar de que no destaque en demasía, se muestra inteligente, y está dispuesta para jugar con una serie de intuiciones muy arraigadas en nuestro tiempo, y que hacen que el lector promedio se halle pre-dispuesto a la narración. Uno de los juegos ilusorios resulta de disfrazarse "a la oriental", de querer imitar libros como los que mencionamos arriba. Sin embargo, esta novela es invención moderna, y por su estructura, lenguaje y propósito no bebe de aquella literatura. Sólo hace falta recordar que tanto Las mil y una noches o el Calila y Dimna son literatura esencialmente pedagógica, depósitos de sabiduría práctica y de instrucción dispuestos en una narrativa. Narrativa, por otra parte, que proviene de manos distintas, de las que no sabemos nada y sin un propósito que englobe el conjunto de las historias. Esto último, claramente, no se da en la novela, pero tampoco el  componente pedagógico. Bahiyyih Nakhjavani, sin embargo, juega con el imaginario que muchos tienen con el término "oriente" para hacerles pensar que están ante algo parecido a su literatura, historia y espíritu. Pero a esos lectores hay que recordarles que el "oriente" no existe, que es una invención moderna. Nadie mejor que Borges lo dijo en un poema titulado Lo nuestro:

Amamos lo que no conocemos, lo ya perdido. El barrio que fue las orillas. Los antiguos, que ya no
pueden defraudarnos
porque son mito y esplendor.
Los seis volúmenes de Schopenhauer,
que no acabaremos de leer.
El recuerdo, no la lectura, de la segunda parte del Quijote.
El oriente, que sin duda no existe para el afhgano, el persa o el tártaro. 

    Junto al disfraz del oriente podemos, también, intuir una religiosidad vaga en la que confluyen el zoroastrismo, el islam y el budismo, con el propósito de esmaltar el texto de una espiritualidad vacía, empaquetada de modo conveniente para consumo moderno: los personajes que no tienen ninguna pretensión trascendente hallan la trascendencia. El único que la busca, un clérigo, se esboza como el más intrascendente, como un perturbado con frustraciones. Así, los que no buscan lo divino lo hallan, y aquellos que lo buscan no son sino unos mezquinos, de lo que emana una religiosidad sin mandatos ni constricciones, un espiritualismo de café con iphone y Mac, ese al que dan forma esbirros como Joseph Campbell.

   Lo conseguido por Nakhjavani, en fin, es un libro subsidiario de antigua y bella literatura, pero que no nos aporta eso, sino una sombra que simula antigüedad y belleza. Cascaruja literaria para ignaros risueños que, ciertamente, no está mal para pasar el rato


    

jueves, 11 de julio de 2019

"Las naves de la locura" y "Las naves del destino" de Robin Hoob.


    Hace algún tiempo que leí y reseñé el primer tomo de la trilogía de Las leyes del mar de Robin Hoob. Apenas unos días atrás puse fin a la lectura de dicha serie, habiéndome tragado bulímicamente los dos tomos que la terminan. Tras este empacho me dispongo a dedicarle unas palabras al hacer literario de esta señora, que siempre se materializa en ladrillos de literatura con grosor de 600 páginas, en un juego de proporciones simétricas. Estos ladrillos seguramente tengan que ver muy poco con la simetría, y seguramente tengan que ver más con conseguir duros por palabra. Cada uno se gana la vida como puede.

    Las naves de la locura nos deja reposar en el escenario que nos preparó el primer tomo Las naves de la magia. Con los mismos personajes, y casi las mismas pretensiones, Hobb nos marea página tras página la perdiz, desplazando la solución de los problemas, creando otros, dejando latentes algunos para que luego afloren... El lector apenas se apercibe de esto, porque buena maga es esta Hobb, pero así culmina el segundo tomo: sin resolver nada y sin decir mucho. Aprendemos en sus líneas cosas sobre el mundo mágico que lo ornamenta. Los vetulus son un gran engaño. Se presentaron previamente como una sociedad casi de ensueño, descubridores de artefactos mágicos, pero lo cierto es que son saqueadores de ciudades en las que habitó un pueblo verdaderamente mágico, hermanado en sangre y propósito con dragones. De estos últimos, los dragones, descubrimos que antes de serlo tiene una forma biológica primitiva, que son serpientes enormes que se deslizan por las aguas hasta formar crisálidas en las que adquieren su forma. Con estos leves luces se deja paso al tercer tomo, Las naves del destino,  tomo en el que asistimos al desmantelamiento de toda calidad verdadera en la obra. Bien escrito, pero pésimamente dispuesto, nos deja descubrir que tras 1900 páginas pocas cosas sabremos del mundo mágico, dejando a las claras al pobre lector que ha tenido el valor de leer todo este fárrago literario que la fantasía en esta serie es ornamento, no fundamento.

    Una de las razones por las que esta trilogía tenía cierto encanto era gracias a la aguda profundidad de algunos pero pocos personajes. Sorprende a menudo al lector cuando lo dirige a cierta disposición emocional (como desearle lo peor a algún personaje) para luego hacerle cambiar de opinión. Estas emboscadas emocionales se le dan particularmente bien a Hobb, como particularmente bien se le dan crear algunos personajes de talla. Ronica Vestrit, por ejemplo, es una expresión constante de sabiduría práctica: cuando no puede procurar un bien se cuida de ocasionar mal alguno, y siempre tiene la inteligencia, la prudencia y la elocuencia para saber llevar todo tipo de circunstancias. Su voz, que es de las que más brillo atesora en la serie, se apaga cerca del final, dejándonos huérfanos con una patulea de personajes que pudieron tener su interés, pero que se deshacen con el paso de las páginas. Casi todos los personajes masculinos sufren dicho desgaste, y las mujeres de relieve que protagonizaban interesantes pasajes se convierten en poca cosa. Serilla, que prometía mucho, la vemos en el poco interesante papel de reyezuela; Wintrow, que daba mucho de sí, acaba siendo un piltrafa; Althea, por su parte, sigue siendo una tozuda con poco talento para los sentimiento; Ámbar, ¡qué lástima su desaprovechamiento! Es particularmente dañino el caso de Malta, forzada a cambiar de un modo tan brusco como poco creíble. Este devenir de los personajes está ocasionado (en el caso de Malta es muy claro) por cierto propósito venenoso de la autora, instilando cierta ideología. Personajes como Shelden o Clave, que sufren sueños en los que descubren cómo funcionaba la antigua sociedad hermanada con dragones son esquinados sin tiento, perdiendo un filón de literatura fantástica enorme. Y parte de las páginas que podría haberse empleado en eso se emplean, sin embargo, en hacer pitufos a los varones que aparecen. Para el último tomo el único personaje masculino de importancia es un mentiroso, asesino y violador, con el que juega a acercar o alejar nuestras simpatías. En el caso de personajes femeninos, Hobb es particularmente obstinada en hacer que dichos personajes superen adversidades muy duras, cosa que está muy bien, pero que explotado en exceso muestra un recio desconocimiento del corazón humano, porque muchos son miserables, no grandiosos, cuando se les trata miserablemente.

   Junto a este mal desarrollo y la desazón de acabar por no decir nada de lo que verdaderamente importa, encontramos en la saga varios sesgos que denotan contaminación, porque la realidad es a la fantasía lo que el veneno a la vida: a mayor cantidad de veneno, menos vida; a mayor cantidad de realidad, menos fantástica es una novela. El primero de los errores lo hemos apuntado arriba, con un feminismo licuado; el segundo, guarda relación con el hecho de que la novela se distribuye entre buenos y malos, donde generalmente los buenos pertenecen a sistemas representativos (como las asambleas del Mitonar y los territorios del río Pluvia) mientras los malos, por lo general, se hallan en los sistemas jerárquicos, esbozando así ideas muy modernas a la par que peregrinas. De esto último deriva otro error, que no tiene que ver con una fantasía contaminada por un exceso de realidad, sino con una mala disposición de los personajes. Toda novela "coral" se suele emplear para que se conozcan todos los puntos de vista, todas las circunstancias. Hobb hace una novela coral, pero no dispone del todo bien su "coro". Los malos de la historia, los piratas chalazos, no tienen ningún tipo de personaje que nos permita entender su mundo, aspiraciones y dolencias. Simple y llanamente son los malos, cosa que, supuestamente, no ha de pasar en una novela coral, donde hasta los malos resplandecen con ecos momentáneos de bondad (véase George Martin, por ejemplo). 

   Mi último disparo a la trilogía será comentar su supuesta "novedad" al ambientar un mundo fantástico en el mar, pues si bien se pueden encontrar algún que otro ejemplo del género fantástico, es más calamitoso descubrir la carencia absoluta de conocimiento náuticos. No es que cometa errores Robin Hoob. Simplemente es que no explota el potencial que brinda el mar. Cuando se desarrolla una batalla no encontramos nada digno. Aquí los aficionados a la náutica se verán muy decepcionados, porque todas las artes del "marear" -como decían los castellanos antiguos- son completamente olvidadas por la escritora.

   En fin, que sin más observaciones os exhorto a leer cosas más dignas. 1900 páginas son muchas para que la cosa acabe en un chusco empapado en mandangas "reivindicativas" que entorpecen las más elementales verdades del corazón (haciendo giros toscos de personajes) y en una narrativa "entretenida", que no resuelve nada del meollo de la cuestión. Quizá el meollo lo desplace a la siguiente trilogía (El profeta blanco), pero yo no gastaré más tiempo en indagar.


miércoles, 10 de julio de 2019

Fragmento "Sobre los deberes" de Marco Tulio Cicerón


No hay género de injusticia peor que la de quienes en el preciso momento en que están engañando simulan ser hombres de bien. 
(I, 13, 41)

jueves, 4 de julio de 2019

Frases ilustres de Aurelio Agustín en "Las confesiones"

"Tú has ordenado, y así es, que todo ánimo desordenado sea castigo en sí mismo" (I, 12)

"Hay, pues, algún dolor que merece aprobación, ninguno que merezca ser amado" (III, 2, 4)

"Tú eres grande, Señor, y miras las cosas humildes, y conoces de lejos las elevadas, y no te acercas sino a los contritos de corazón, ni serás hallado de los soberbios, aunque con pericia cuenten las estrellas del cielo y arenas del mar y midan las regiones del cielo e investiguen el curso de los astros" (V, 3, 3)

"El que es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho" ( VI, 10, 16)

"Muchas veces los amigos nos pervierten adulando, así como los enemigos nos corrigen insultando" (IX, 8, 18)

"Por la continencia, en efecto, somos juntados y reducidos a la unidad, de la que nos habíamos apartado, derramándonos en muchas cosas. Porque menos te ama quien ama algo contigo y no lo ama por ti" (X, 29, 40)