sábado, 28 de diciembre de 2013

"El alquimista" de Jorge Luis Borges

Lento en el alba un joven han gastado 
la larga reflexión y las avaras 
vigilias considera braseros y alquitaras.

Sabe que el oro, ese Proteo, acecha
bajo cualquier azar, como el destino;
sabe que está en el polvo del camino,
en el arco, en el brazo y en la flecha.

En su oscura visión de un ser secreto
que se oculta en el astro y en el lodo,
late aquel otro sueño de que todo
es agua, que vio Tales de Mileto.

Otra visión habrá; la de un eterno
Dios cuya ubicua faz es cada cosa,
que explicará el geométrico Spinoza
en un libro más arduo que el averno...

En los vastos confines orientales
del azul palidecen los planetas,
el alquimista piensa en las secretas
leyes que unen planetas y metales.

Y mientras cree tocar enardecido
el oro aquel que matará la Muerte,
Dios, que sabe de alquimia, lo convierte
en polvo, en nadie, en nada y en olvido.




viernes, 6 de diciembre de 2013

Historicismo y existencialismo de Eduardo Nicol


   Eduardo Nicol es un pensador del que no he oído hablar (y probablemente siga siendo así) en los pocos años en que estoy en la universidad. El encuentro completamente casual con su pensamiento me ha generado un gran impacto: por primera vez me he encontrado algo de pensamiento español que no es Ortega, o lo que es lo mismo, que no es una ejercitación constante del pleonasmo. Sé que mis palabras son muy fuertes y desde luego no dan cuenta del pensamiento español: está claro que más allá de Ortega siempre suenan nombres: María Zambrano, Gustavo Bueno, Manuel García Morente, Xavier Zubiri... La lista podría continuarse, pero difícilmente encontraríamos a más de unos tres o cuatro que aparecen en los planes de estudio (siquiera de forma marginal). Ante esta discriminación no es difícil que los "neófitos" de la filosofía lleguemos a la conclusión de que España (y el mundo hispano hablante) no solo ha llegado tarde a la modernidad, sino que también su pensamiento no es lo suficientemente interesante o importante. Ante esta situación es normal que se produzca una sorpresa al descubrir un "pensador" español al leer "Historicismo y existencialismo" de Eduardo Nicol.

   Eduardo Nicol es uno de los pensadores que vivieron el conflicto armado de nuestro país, en el que los fascistas (el ejército de Marruecos y muchos españoles de la península) lucharon contra los republicanos para defender lo que el ejército español siempre defendió: sus intereses, el de los grandes terratenientes y los de la iglesia. Ante esta tesitura optó, como otros, por el exilio en 1938. Su nueva residencia sería México, lugar donde ocuparía una cátedra en la universidad nacional de México. Aquí fue donde escribiría la mayor parte de su obra filosófica, incluido el libro del que vamos a hablar: "Historicismo y existencialismo".

   El libro comienza como su título indica examinando brevemente las dos corrientes de pensamiento más importante de su momento: el historicismo y el existencialismo. No obstante no se centrará tan solo en el estudio de estas. Entender estas corrientes conlleva tener plena conciencia de los problemas que han encaminado al pensamiento moderno a esas soluciones, o esas tentativas de soluciones. El problema que se ha planteado es el de si "el ser" es histórico como más o menos dijeron Dilthey y Bergson. El ser no tiene que ver con conocer una serie de entelequias situadas en un plano trascendente (como proponía Platón por ejemplo), que es lo mismo que decir que existe un conocimiento objetivo, es decir, no histórico. Ante esta propuesta y la crisis general de las ciencias de nuestro tiempo surge la necesidad de elaborar una respuesta conciliadora que rescate la temporalidad del conocimiento. Aquí comienza nuestro filósofo español a relatarnos la historia del pensamiento filosófico con mirada atenta, dispuesto a descubrir los errores que nos han llevado a nuestro problema actual. Volviendo su mirada a Grecia detecta el problema: los presocráticos tenían una concepción más acertada "del ser" y esta manera de entender "el ser" fue cambiada por otra, raíz de nuestros problemas. Esa manera de entender el ser de los presocráticos tenía que ver con un ser ante todo móvil, cambiente y al mismo tiempo material. Este ser es un ser temporal,  que se desarrolla en el tiempo presenta problemas concebirlo. La mentalidad humana siente vértigo de ver la realidad como algo constantemente cambiante, sin regularidades, sin causalidad. Zenón de Elea, con sus aporías mostraba el problema de concebir un ser temporal y proponía elegir: el tiempo o el ser, pero no los dos juntos. Y efectivamente se optó por el ser, olvidando el tiempo. Nicol lo expresa de la siguiente manera:

   "La ontología, entonces, prescindió de uno de ellos: se quedó con el ser y proscribió el tiempo. El tiempo solo aparecía en la filosofía cuando el ser no estaba en ella: en las doctrinas críticas, o en esos aledaños de la filosofía, como el saber del hombre, tenidos por poco dignos de una posición más favorecida. El tiempo no era el ser, y si acaso tenía que explicarse, se explicaba por el ser, por una subordinación al ser. Y esto ha ocurrido así porque desde el principio, fue la razón misma la que se incapacitó para captar la temporalidad del ser, o el ser en tanto que temporal."

   El primero en llevar este cambio de la concepción del ser fue Parménides al postular un ser idéntico a sí mismo. Al establecer dicha identidad del ser consigo mismo se impedía el cambio o la temporalidad. El problema que se deriva de esto es cómo explicar el movimiento. Parménides diría que el movimiento es una ilusión. Esto que, evidentemente, es tremendamente chocante hizo que los pensadores intentaran hallar una solución. Y la respuesta de Platón y Aristóteles fue la misma: explicar el movimiento a través del ser, es decir, derivarlo de un ser que no cambia. La forma sería distinta en la medida en que el "Ser" en Platón eran las formas o esencias (me resisto a utilizar la palabra "idea"), mientras que en Aristóteles sería un Dios ensimismado en sí mismo. El resultado de todas estas reflexiones tuvo un efecto inmediato: el ser dejó de concebirse como algo material, como algo unido a las cosas que vemos. Se postula, por tanto, un plano trascendente en el cual se encuentra el Ser. Y esto llega hasta una época muy reciente puesto que incluso Kant hablaba de una realidad nouménica, una realidad que no se nos daba en las cosas aparentes del mundo. Lo que Nicol plantea es que ese plano trascendente en el cual se sitúa el Ser es una invención, un error que lo que quería es eliminar el problema de la temporalidad del ser. Expresa kantianamente que en el fenómeno ya está el noúmeno (o lo que es lo mismo, el ser), es decir, el ser está está en las cosas mismas, no fuera de ellas, en una plano trascendente.

   Tanto el historicismo como el existencialismo han puesto sobre la mesa considerar el ser como ser temporal y por eso después de su relato histórico se centra en ellas concediéndoles mucha atención y planteando ciertos reparos. Entre esos reparos encontramos que la epistemología ha entendido la relación del conocimiento como sujeto-objeto (al igual que la epistemología tradicional), mientras que él entiende que debe ser sujeto-objeto-sujeto. Esta última da cuenta del hecho de que el conocimiento es algo que se da "entre hombres". La manera tradicional insinúa que el hombre, el individuo es como una mónada que no se relaciona con el resto y que se enfrenta solitariamente al problema que plantea explicar el ser (temporal) o la realidad.

   Libro extenso, aunque no oscuro, requiere un mínimo de conocimientos. Al menos hay que ser neófito (como yo mismo me confieso) para poder entender el libro y los planteamientos interesantes que se plasman en las 425 páginas del texto. Como dije más arriba: un auténtico hallazgo.





lunes, 2 de diciembre de 2013

Fragmento de Historicismo y existencialismo de Eduardo Nicol(I)

Fragmento págs 37-40:

    El problema central de la ontología es el divorcio tradicional del ser y el tiempo. Este divorcio parecía completo; sus dos términos parecían irreconciliables, y por esto en la historia del pensamiento metafísico presenta a grandes rasgos, más que el intento de resolver el problema, el secreto afán de eliminarlo, suprimiendo de su campo uno de los dos términos. La conjunción de los dos tenía carácter aporético, como se vio ya desde Zenón de Elea. La ontología, entonces, prescindió de uno de ellos: se quedó con el ser y proscribió el tiempo. El tiempo solo aparecía en la filosofía cuando el ser no estaba en ella: en las doctrinas críticas, o en esos aledaños de la filosofía, como el saber del hombre, tenidos por poco dignos de una posición más favorecida. El tiempo no era el ser, y si acaso tenía que explicarse, se explicaba por el ser, por una subordinación al ser. Y esto ha ocurrido así porque desde el principio, fue la razón misma la que se incapacitó para captar la temporalidad del ser, o el ser en tanto que temporal. Fue ella la que moduló el ser, en vez de que el ser modulara la razón. A su vez, esta peculiar razón, que es la de Parménides, quedó recíprocamente  tan consagrada en su forma por la forma misma del ser que ella ideó, que ya en el futuro se vino creyendo que la razón era tan constituvivamente, tan inalterablemente esquemática y homogénea como el ser mismo. Sus caracteres propios, o sea los que presentó de hecho en su primera función noética, fueron considerados esenciales, y no históricos. Y así, todo intento de atender al aspecto temporal de la realidad, al devenir, al cambio, e inclusas en este, a la acción humana y la historia, implicaba esa supuesta degradación del conocimiento, como en Manetti, como en Montaigne; o una reducción de lo temporal a lo inmóvil, como en Platón y Aristóteles; o una crítica de la razón en cuanto tal, como en Dilthey y en Bergson. De cualquier modo, el ser estuvo desde antiguo reñido con el tiempo, y ante este antagonismo se imponía una opción, y por ello una renuncia: o con el ser, o con el tiempo, pero jamás con los dos juntos. 

   El hombre empezó a filosofar partiendo del dato de la diversidad y el cambio, y en busca de un principio de unidad. Su actitud no era tan ingenua como puede parecer a la excesiva malicia de los críticos posteriores, cuando llamaban realidad a lo que se le presentaba como visible y tangible. Tampoco iba muy descaminado al suponer la existencia de un principio unitario de la pluralidad, y de un principio permanente de lo mutable. Pues la necesidad de un firme punto de apoyo no deriva solamente de ese horror que nos infunde la noción de una realidad que fuera pura fluencia, sin estructura ni contorno, sin principios ni dirección señalada. Esta repugnancia íntima la sentimos todos, e imaginar que el universo fuera una total delicuescencia es una experiencia tan angustiosa como la que vivimos tratando de imaginar la infinitud del espacio celeste. Somos limitados, y lo que no tiene límites o está fuera de los límites es un misterio para nosotros. Nuestra existencia misma, incluso en sus aspectos prácticos, tenemos que sentirla en un principio firme: verdad, fe, opinión, creencia, ilusión, ideal o esperanza. Pero esta explicación subjetiva no fuera por sí sola suficiente. Es aquella realidad evanescente no sería realidad; es que el supuesto mundo de fluencia no sería mundo o cosmos, sino caos; es que la realidad no se nos presenta en tal forma, es decir, sin forma alguna sino con órdenes y coherencias y regularidades manifiestas. En suma, es que junto al dato primario de la diversidad y el cambio hay el dato no menos primario del mundo como mundo, de la realidad como cosmos, o sea como orden. El caos no es dato de experiencia en ningún caso. El hombre no forja el cosmos; no lo crea, no lo inventa. Nadie abrió los ojos de la razón por vez primera y se encontró con una niebla turbia y opaca, a la cual tuviera que imponer las formas y los órdenes coherentes, como el escultor obtiene sus figuras modelando un barro informe. Esta operación creadora de los humanos la atribuyen a la divinidad. Lo mismo da que el filósofo sea realista o idealista: el orden se lo encuentra como algo primario en sí y fuera de sí; jamás queda sumergido en otras nieblas que las producidas por él mismo artificialmente, como la niebla cartesiana de la duda metódica, o la epojé husserliana. E inclusive estas nieblas facticias no intentan en el fondo sino encubrir en su densidad las cosas ya presentes, ocultarlas provisionalmente a nuestra mirada, para luego hacerlas reaparecer, cuando el soplo de un hallazgo fundamental consigue desvanecer las brumas. Un cierto orden de la realidad es, pues, tan aparente como lo son su variedad y su cambio. Lo que no es aparente es el principio de este orden. Así, al tratar de encontrarle a la realidad cambiante su recóndito principio inmutable, no hacemos sino adelantar por una vía que se muestra abierta y propicia ya en la primera en la primera presentación de la realidad misma. 
   
   De este modo procedieron los milesios, y con más sagacidad que ellos Heráclito. Hasta que Parménides invirtió la dirección natural del pensamiento. No fue en busca de un principio de unidad, sino que partió de él; mejor dicho, de él tuvieron que partir quienes filosofaron después. Aunque no lo parezca, ni suele decirse, la experiencia y la razón, que no la razón sola, concurrieron ambas en este descubrimiento de la inmovilidad del ser. La primera no fue peculiar de Parménides; era la experiencia común, asentada, primitiva de la mente griega, para la cual el ser es corpóreo, es decir, objeto de evidencia inmediata, objeto de visión. En primer término, no lo llamaban ser, haciendo como nosotros una muy simbólica generalización de lo existente, mediante una substantivación del infinitivo que equivale a una paralización de lo que es esencialmente dinámico y denota acción, como es el verbo. Lo llamaban "to on", que traducimos por "lo que es". En segundo lugar, lo que es para ellos es corpóreo, sólido, visible y tangible. La idea filosófica de una realidad espiritual no aparece sino hasta los atomistas, como idea del vacío, y hasta Platón, como idea de realidad espiritual. Además de corpóreo, "lo que es" era móvil. De suerte que la operación que hace Parménides con el ser consiste simplemente en privarlo de su dinamicidad; pero el carácter de corporeidad persiste, y como consecuencia de ello el ser queda petrificado, como una masa de roca compacta, homogénea e inmovil.