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miércoles, 31 de julio de 2019

"La otra parte" de Alfred Kubin

   Que las buenas obras se cocinan, las más de las veces, con grandes zambullidas en la soledad y el silencio, es algo que a nadie se le oculta. El rico mundo interno se fertiliza con el poco apego al mundo, como certifica el caso de Julio Verne que, sin apenas salir de su morada, descubrió las entrañas del mar y la tierra en aventuras bordadas en mañanas y tardes de escritura. Alfred Kubin (1877-1959) podemos colocarlo en la estela de aquellos que renuncian al mundo para abrazar los mares de la imaginación. Desde 1906 hasta su muerte habitó el castillo de Zwickdledt dedicándose a ilustrar, pintar y escribir. Con periódicas crisis internas y tendencias depresivas se rebozó en su mundo de ecos oníricos y truculentos, pariendo dibujos y escritos oscuros. En 1909 terminó la escritura de su novela más célebre La otra parte, que cosechó fortuna dentro del género fantástico, siendo sus contornos tan finos que abrazan la fantasía tanto como el terror, la historia tanto como el absurdo. No en vano, Kafka se inspiró en ella para El castillo


   La novela de Kubin está escrita con algún eco biográfico, que rápido puede uno advertir en el personaje protagonista, dibujante de carácter melancólico y taciturno. Un buen día un señor educado le pone sobre aviso de que su antiguo amigo del colegio, Klaus Patera, ha entrado en posesión de una ingente fortuna, con la cual ha creado un reino en el oriente: el país de los sueños. En tan recóndita región, donde los geógrafos no han ejercitado todavía sus artes, se sitúa su dominio. La consistencia del reino, rodeado de inmensas murallas, consiste en no dejar que nada nuevo ni moderno entre en sus fronteras. Cualquier objeto traído ha de ser antiguo y se niega la introducción de nuevos descubrimientos. "Aquí solo hay antigüedades; la gente vive como nuestros abuelos antes de la revolución del 48 y el progreso nos tiene sin cuidado" (p. 103) dice un personaje en un determinado momento. Seducido por la noticia de territorio tan singular, el protagonista, del que no llegamos a saber su nombre, empaca todas sus pertenencias, avisa a su esposa y marcha con premura al reino de los sueños. 

   El personaje principal es sobre todo nuestra mirilla para otear el reino de los sueños, en el que hace las veces de nudo central de la narración y de antropólogo. Con él descubrimos una sociedad desnortada, sin rumbo y que, renqueante, pasa por los días sin propósito ni sentido de la trascendencia, manejada por hilos ocultos e invisibles pues resulta que, Klaus Patera, tiene poderes mentales con los que hipnotizar a los habitantes del reino de los sueños. Mediante ellos puede causar el sueño u otros estados a sus inquilinos. Patera, a la manera de un Dios, gobierna todo con su invisible mano, presidiendo, de un modo que no llegamos a conocer del todo, una extraña religión en la que todo ciudadano se coloca, ensimismado, frente a las torres con reloj en la capital. 
   Todo el país de los sueños vivía bajo los efectos de un hechizo, y en nuestras vidas los planos terroríficos alternaban con otros de innegable estirpe humorística. El amo se ocultaba en realidad detrás de todo y, manera misteriosa, solía manifestarse con una frecuencia superior a la deseable. La idea de que él manejaba a casi sesenta y cinco mil soñadores no podía desecharse tan fácilmente, por monstruosa que pareciera. (p.195)
   Todo el libro aflora misterios no resueltos (como es el auténtico misterio), personajes inquietante y escenas que intercalan lo asombroso y lo terrorífico. Particular atención reclaman una sociedad de eremitas a la que se refiere siempre como "ojizarcos". Pese a todo lo extraño que rodea la nueva existencia del protagonista, este rejuvenece en un primer momento y consigue aumentar su producción artística. Pero no todo puede continuar eternamente. En un determinado momento entra en escena un americano en la historia. Su nombre es Hércules Bell, y desde el primer momento sospecha que él, y sólo él, puede hacer que el reino de los sueños funcione como es debido. No soporta lo que el reino de los sueños significa y abomina que sus gentes no se plieguen al progreso. Por eso en una proclama contra Klaus Patera, les dice a sus conciudadanos: "¡Protegeos contra el sueño!" (p. 225). Con todas las artimañas de que es capaz intenta cambiar el devenir del reino, pero este, cuya sustancia es etérea, resulta impermeable a los cambios, y antes de cambiar estará llamado a la muerte. La segunda mitad de la novela nos cuenta todo ese proceso, con muchas escenas que ya quisieran mostrar nuestras modernas películas de terror.

    Con prosa contenida, Kubin, arrastra esta historia y su personaje a Europa, donde todo empezó y donde todo ha de terminar, pero con su personaje transfigurado y marcado de por vida, constantemente invadido por sueños, espejo de realidades pasadas, pues los sueños: "me hacían revivir hechos y aventuras ocurridos tiempo atrás, lo que me lleva a pensar que dichas imágenes oníricas se hallaban íntimamente ligadas a ciertas vivencias de mis antepasados, cuyas convulsiones psíquicas  lograron tal vez plasmarse orgánicamente, tornándose hereditarias. Ante mí  se abrieron planos oníricos mucho más profundos, que me permitieron diluirme en existencias animales o vegetar, en un estado de letárgica semiconsciencia, entre los elementos primarios" (p. 367).



   La historia de Kubin está plagada de simbolismos difíciles de dilucidar, probablemente fruto de un lenguaje icónico privado en el que trabajó, siempre solitario, en el castillo de Zwickdledt. ¿Qué es "la otra parte"? ¿El reino de los sueños?¿El inconsciente en el que habita lo onírico? ¿Klaus Patera como contrapartida del protagonista? No lo sabemos a ciencia cierta. Este rompecabezas simbólico está bañado con la tinta de la imaginación y merece que se lea con más prontitud que modernas noveluchas. Las ediciones españolas suelen incluir los cincuenta dibujos que Kubin ideó para acompañar la novela, y muchas son muy interesantes. Kubin plasmó en todos sus dibujos -los de esta novela y los que no son de ella- una realidad oscura que sirve de contrapunto a los futuristas. Ajeno a una realidad cada vez más burocratizada y tecnológica, vivió un incógnito glorioso -verdadera vida del reaccionario- en su castillo, trabajando incesantemente mientras el mundo enloquecía y mataba. Si su obra fue parábola del siglo anterior, con más justicia lo es del siglo XXI. Hará una buena compra quien adquiera la novela. 


jueves, 11 de julio de 2019

"Las naves de la locura" y "Las naves del destino" de Robin Hoob.


    Hace algún tiempo que leí y reseñé el primer tomo de la trilogía de Las leyes del mar de Robin Hoob. Apenas unos días atrás puse fin a la lectura de dicha serie, habiéndome tragado bulímicamente los dos tomos que la terminan. Tras este empacho me dispongo a dedicarle unas palabras al hacer literario de esta señora, que siempre se materializa en ladrillos de literatura con grosor de 600 páginas, en un juego de proporciones simétricas. Estos ladrillos seguramente tengan que ver muy poco con la simetría, y seguramente tengan que ver más con conseguir duros por palabra. Cada uno se gana la vida como puede.

    Las naves de la locura nos deja reposar en el escenario que nos preparó el primer tomo Las naves de la magia. Con los mismos personajes, y casi las mismas pretensiones, Hobb nos marea página tras página la perdiz, desplazando la solución de los problemas, creando otros, dejando latentes algunos para que luego afloren... El lector apenas se apercibe de esto, porque buena maga es esta Hobb, pero así culmina el segundo tomo: sin resolver nada y sin decir mucho. Aprendemos en sus líneas cosas sobre el mundo mágico que lo ornamenta. Los vetulus son un gran engaño. Se presentaron previamente como una sociedad casi de ensueño, descubridores de artefactos mágicos, pero lo cierto es que son saqueadores de ciudades en las que habitó un pueblo verdaderamente mágico, hermanado en sangre y propósito con dragones. De estos últimos, los dragones, descubrimos que antes de serlo tiene una forma biológica primitiva, que son serpientes enormes que se deslizan por las aguas hasta formar crisálidas en las que adquieren su forma. Con estos leves luces se deja paso al tercer tomo, Las naves del destino,  tomo en el que asistimos al desmantelamiento de toda calidad verdadera en la obra. Bien escrito, pero pésimamente dispuesto, nos deja descubrir que tras 1900 páginas pocas cosas sabremos del mundo mágico, dejando a las claras al pobre lector que ha tenido el valor de leer todo este fárrago literario que la fantasía en esta serie es ornamento, no fundamento.

    Una de las razones por las que esta trilogía tenía cierto encanto era gracias a la aguda profundidad de algunos pero pocos personajes. Sorprende a menudo al lector cuando lo dirige a cierta disposición emocional (como desearle lo peor a algún personaje) para luego hacerle cambiar de opinión. Estas emboscadas emocionales se le dan particularmente bien a Hobb, como particularmente bien se le dan crear algunos personajes de talla. Ronica Vestrit, por ejemplo, es una expresión constante de sabiduría práctica: cuando no puede procurar un bien se cuida de ocasionar mal alguno, y siempre tiene la inteligencia, la prudencia y la elocuencia para saber llevar todo tipo de circunstancias. Su voz, que es de las que más brillo atesora en la serie, se apaga cerca del final, dejándonos huérfanos con una patulea de personajes que pudieron tener su interés, pero que se deshacen con el paso de las páginas. Casi todos los personajes masculinos sufren dicho desgaste, y las mujeres de relieve que protagonizaban interesantes pasajes se convierten en poca cosa. Serilla, que prometía mucho, la vemos en el poco interesante papel de reyezuela; Wintrow, que daba mucho de sí, acaba siendo un piltrafa; Althea, por su parte, sigue siendo una tozuda con poco talento para los sentimiento; Ámbar, ¡qué lástima su desaprovechamiento! Es particularmente dañino el caso de Malta, forzada a cambiar de un modo tan brusco como poco creíble. Este devenir de los personajes está ocasionado (en el caso de Malta es muy claro) por cierto propósito venenoso de la autora, instilando cierta ideología. Personajes como Shelden o Clave, que sufren sueños en los que descubren cómo funcionaba la antigua sociedad hermanada con dragones son esquinados sin tiento, perdiendo un filón de literatura fantástica enorme. Y parte de las páginas que podría haberse empleado en eso se emplean, sin embargo, en hacer pitufos a los varones que aparecen. Para el último tomo el único personaje masculino de importancia es un mentiroso, asesino y violador, con el que juega a acercar o alejar nuestras simpatías. En el caso de personajes femeninos, Hobb es particularmente obstinada en hacer que dichos personajes superen adversidades muy duras, cosa que está muy bien, pero que explotado en exceso muestra un recio desconocimiento del corazón humano, porque muchos son miserables, no grandiosos, cuando se les trata miserablemente.

   Junto a este mal desarrollo y la desazón de acabar por no decir nada de lo que verdaderamente importa, encontramos en la saga varios sesgos que denotan contaminación, porque la realidad es a la fantasía lo que el veneno a la vida: a mayor cantidad de veneno, menos vida; a mayor cantidad de realidad, menos fantástica es una novela. El primero de los errores lo hemos apuntado arriba, con un feminismo licuado; el segundo, guarda relación con el hecho de que la novela se distribuye entre buenos y malos, donde generalmente los buenos pertenecen a sistemas representativos (como las asambleas del Mitonar y los territorios del río Pluvia) mientras los malos, por lo general, se hallan en los sistemas jerárquicos, esbozando así ideas muy modernas a la par que peregrinas. De esto último deriva otro error, que no tiene que ver con una fantasía contaminada por un exceso de realidad, sino con una mala disposición de los personajes. Toda novela "coral" se suele emplear para que se conozcan todos los puntos de vista, todas las circunstancias. Hobb hace una novela coral, pero no dispone del todo bien su "coro". Los malos de la historia, los piratas chalazos, no tienen ningún tipo de personaje que nos permita entender su mundo, aspiraciones y dolencias. Simple y llanamente son los malos, cosa que, supuestamente, no ha de pasar en una novela coral, donde hasta los malos resplandecen con ecos momentáneos de bondad (véase George Martin, por ejemplo). 

   Mi último disparo a la trilogía será comentar su supuesta "novedad" al ambientar un mundo fantástico en el mar, pues si bien se pueden encontrar algún que otro ejemplo del género fantástico, es más calamitoso descubrir la carencia absoluta de conocimiento náuticos. No es que cometa errores Robin Hoob. Simplemente es que no explota el potencial que brinda el mar. Cuando se desarrolla una batalla no encontramos nada digno. Aquí los aficionados a la náutica se verán muy decepcionados, porque todas las artes del "marear" -como decían los castellanos antiguos- son completamente olvidadas por la escritora.

   En fin, que sin más observaciones os exhorto a leer cosas más dignas. 1900 páginas son muchas para que la cosa acabe en un chusco empapado en mandangas "reivindicativas" que entorpecen las más elementales verdades del corazón (haciendo giros toscos de personajes) y en una narrativa "entretenida", que no resuelve nada del meollo de la cuestión. Quizá el meollo lo desplace a la siguiente trilogía (El profeta blanco), pero yo no gastaré más tiempo en indagar.


domingo, 9 de junio de 2019

"La isla de las tres naranjas" de Jaume Fuster


   La inundación de nombres y autores abarrotan las lejas de cualquiera, y suelen predominar nombres extranjeros. Esto es especialmente destacable en géneros como el fantástico. Las causas de tal cosa no nos preocupan, aunque de ello resulte que los autores autóctonos no se comen, en la mayor parte de los casos, ni medio churro. No es el caso de Jaume Fuster, que entre letras y politiqueo consiguió cierto éxito hace algún tiempo, cosa que tampoco nos interesa, porque vamos a hablar de La isla de las tres naranajas, una novela publicada por Planeta hace algunos lustros.

   Si podéis imaginar una novela que entremezcle lo caballeresco, lo fantástico y la costa catalana y balear os podréis hacer idea de lo que materializa Fuster. Sólo por estas características merece decirse que tiene cierta particularidad, al menos que se nos presenta una atmósfera muy distinta a los bosquecitos con seres de orejas picudas o las protervas escenas "de adultos" de la novelería fantástica actual -ejem, ejem Martin-. No destaca la novela por la abundancia de seres fantásticos pues, aunque los hay, no se hace uso excesivo de ellos. Su presencia se halla en un segundo plano. Vemos alguna que otra sirena, una raza anfibia, medio terrestre medio acuática, un dragoncillo poco digno y poco más. Todos ellos son los dedos de la mano del destino, pues como novela de fantasía no podía faltar a esta cita el destino.

    La novela comienza con un gesto propio de las epopeyas antiguas: con un poeta invocando a fuerzas naturales y sobrenaturales con que inspirar el canto de su poema, poema que refleja hazañas recientes, gestas destacables, en las que "hace punto" lo ordinario y lo extraordinario, como dos hilos con los que hacer costura. Este inicio tan impersonal se adereza de un estilo pretendidamente arcaico que, con más cojera que soltura, acompaña el relato. Se relata, tras este inicio, los momentos en que el poeta cantor, Guiamón, conoce a un soldado errante, Roger, y también a su escudero Poncet. Con muy pocos preparativos son avisados de que en las islas Baleares, la isla de las tres naranjas, antiguo reino de prosperidad y paz, se han sumido en guerra civil, que los piratas llegan a ellas y que las pobres gentes se hallan en indefensión, necesitados de un brazo fuerte que los defienda. No hace falta que digamos mucho más, pues los que todavía no son héroes parten hacia allá para cumplir gestas. 

   En general, la narración es entretenida, aunque desde un aspecto psicológico los personajes son más simples que la arena, la prosa cojea entre estilo arcaico y expresiones modernas, y tampoco es que destile excesiva imaginación. Sin embargo, tiene cierto encanto, y a muy de destacar es la introducción de elementos caballerescos, cosa de la que hacen ayuno la mayoría de las novelas fantásticas "adultas" actuales: las armas especiales son portadas únicamente por las manos que se muestras dignas, las pociones curativas discriminan entre los buenos de corazón y los malvados y encontramos un sutil recubrimiento moral de la historia:
"El combate entre Garidaina y Bajac había sido el enfrentamiento entre la gracia y la fealdad, entre la agilidad y la fuerza, entre la brutalidad y a inteligencia; la lucha entre el portador y el caudillo fue entre el bien y el mal, entre la luz y la sombra, entre el futuro y el pasado". (p. 219)
   Quizá porque estemos cansados de la prosa moderna de los tibios, que hacen a los malos bondadosos y a los bondadosos malvados -véase la fantasía que está arrasando actualmente en librerías y pantallas- nos ha gustado el eco medieval de la caballería, por más que se nos presente con bondades literarias modestas.


sábado, 29 de diciembre de 2018

"La locura de Dios" de Juan Miguel Aguilera

"La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres"
                                                      (Corintios 1, 25)

   La frase de San Pablo ha tenido tantos usos que no es de extrañar que hasta en el género del fantástico haya sido mencionada. Nos es recordada nada más abrir el libro de Juan Miguel Aguilera, que viene muy bien para el lector despistado (mea culpa), pues a partir de cierta generación (los 80, principalmente) ya no reconocemos, porque no conocemos, los lugares comunes de la Biblia. Con el título La locura de Dios se nos recuerda la afirmación de San Pablo, de la cual han bebido todas las vertientes irracionalistas del cristianismo (Tertuliano, San Bernardo, Erasmo, etc). Bajo esa referencia, hoy culta y antes de ayer común, el escritor español ha pergeñado un libro que consigue aunar historia, fantasía, terror y ciencia ficción. Nada menos, porque todos esos géneros los acoge y abraza de modo respetuoso, haciendo que encajen unos con otros, y de un modo que no chirríe, por artificial, al lector. Y es que eso es, sin duda, muy difícil. Al propio autor sólo le ha salido bien la jugada en una ocasión, según sé. Ya hablé del engendro que fue Rihla en este blog hace tiempo. Me resta acercarme a La edad de la razón para certificar los méritos y fracasos que Juan Miguel Aguilera ha conseguido con estas amalgamas. Detengámonos, en esta ocasión, en La locura de Dios.

   La locura de Dios vio la luz en el tranquilo año de 1998 y toma como como marco de acción el agitado siglo XII en Aragón. Escogido Raimundo Lulio (filósofo y poeta de aquel tiempo) como personaje principal, se cubren algunos acontecimientos históricos para luego, libremente, montar sobre ellos una fantasía literaria. Aprovechando los viajes del filósofo por el oriente bizantino descubrimos la alborada aragonesa: la conformación del imperio mediterráneo de Aragón, que se extiende por la península ibérica, las islas baleares, Sicilia y el ducado de Atenas. Junto al filósofo aragonés se nos presenta la figura carismática de Roger de la Flor, jefe de una fuerza armada de varios miles de hombres que sería contratada por el emperador bizantino para enfrentar a los turcos. En el momento de mayor éxito, Roger de la Flor derrota con un contingente de 6000 hombres a una tropa turca de 30000 soldados. Sobre estos hechos iniciales se destapa una historia paralela, ya que el aire cruzado que se respira en las 100 primeras páginas (al mítico grito de "!Desperta ferro, Arago, Arago!"), deriva en la singladura de un grupo de almogávares junto a Lulio en el más lejano oriente cuyo fin es una ciudad mítica: la ciudad del preste Juan.


Roger de la Flor ante el emperador de Bizancio
    En la búsqueda de esa ciudad, que no se sabe si es más imaginada que real, se pierden en las arenas del desierto. Encuentran a no mucho tardar los rastros de una especia distinta a la humana, aunque muy parecida. Una especie de engendros sucios y malolientes que peinan los prados arrasando todo tras de sí y que les dificultarán cada uno de los pasos que den. Hasta que por fortuna dan con la ciudad del preste Juan, que les parece más una ciudad de brujería que sagrada. Raimundo, con su mente filosófica, llega a atisbar que nada hay de brujería en la ciudad, sino que todo se puede conseguir por manos del hombre. Simplemente, los hombres que residen en tal ciudad, ostentan una tecnología mucho más avanzada. Una tecnología basada en el vapor que les permite disfrutar de aviones, cultivos avanzados en medio del desierto y mil comodidades imposibles de imaginar para cualquier hombre del siglo XII. Aquí la novela de aventuras y la histórica se integra con el steampunk de toda la vida. En un ejercicio de maestría imaginaria se concilia, con estos tres elementos, unas gotitas de terror cósmico, de impronta lovecraftiana en el fondo, aunque no en la forma.

Una de las ilustraciones de Rafa Fonteriz para el libro 
   Además de la mezcolanza de tan diversos elementos, es de destacar la correcta elección de datos biográficos de Lulio para hacer guiños literarios. En este caso a la gran obra de Dante. Raimundo Lulio dejó a su mujer e hijos, así como títulos y riquezas para dedicarse a la predicación y la conversión. Juan Miguel Aguilera explota el hecho de que Lulio se separara de su mujer  y juguetea con el peso que eso tendría en su futuro, bajo la forma de la melancolía, el recuerdo y el sueño. Y así, en la novela descubrimos una suerte de Divina comedia invertida, porque nos muestra a un poeta desvelado por un antiguo amor, que primero cruza el cielo (la ciudad del preste Juan) y termina en el infierno, que en este caso son las entrañas de la tierra. La dirección no sólo es invertida sino también el objetivo: Dante despliega su saber escolástico para mostrar un orden, una inteligibilidad que penetra tanto lo natural como lo sobrenatural; Juan Miguel Aguilera, de un modo humilde (esto es, sin conocimiento de teología o filosofía), emplea a Lulio para triturar el orden de lo real y sentenciar que ese orden es una locura; una locura que un hombre sabio, formado y filósofo, como es Lulio, es incapaz de comprender. De nuevo aquella frase del principio ronda el libro: "La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres".

   Pero dejando interpretaciones libres, que bien pueden estar erradas o mal fundamentadas hay que señalar los méritos o deméritos de que hace gala el autor en la novela. El libro es adictivo y sorprende, pero no tiene un cierre completamente perfecto. Algunos personajes son poco explotados, o no se ahonda en demasía su profundidad psicológica. Es particularmente  irritante (por falso) el tópico de lucha entre fe y razón, entre religión y ciencia. También es irritante que se convierta a Lulio en una especia de ecuménico. Jamás fue Lulio eso. Él quería convertir a musulmanes y judíos, no convivir con ellos. Él anduvo caminos que le dirigían a todas las cortes importantes de Europa para pedir una nueva cruzada, una nueva guerra, contra el islam. Por lo tanto estas desfiguraciones pueden resultar algo molestas, pero no hay que dejar caer sobre el autor peso alguno de culpa. La literatura no debe cuentas a la realidad, porque en tal caso no sería literatura sino crónicas. Basta con advertir al lector que no tome todo lo que se le muestra tal y como se le muestra. La novela reúne sobre sí méritos suficientes que hacen necesaria su lectura. Lean este libro.


lunes, 20 de agosto de 2018

"La princesa en llamas" de Ru Emerson

   Todos tenemos viejas añoranzas. En mi caso siempre estuvo el poder conseguir los tomos de la colección de Nova fantasía. Algún tomo (dos o tres) pude ver de pequeño, y era muy difícil no quedar fascinado por sus portadas. Eran una promesa silenciosa, pero llamativa, de continentes adornados con mitologías y monstruos diversos, esos libros con los que se podía escuchar a algún padre regañón: "¡eso te va a dar de comer!".


   Hoy por hoy se pueden conseguir a muy buen precio esos tomitos, y en ello me hallo, cuando mis maltrechas arcas me lo permiten. Uno de los que así obtuve es de autora poco publicada en España. Ru Emerson es su nombre. En el mundo anglosajón tuvo su éxito, pero aquí apenas se publicaron dos o tres novelas, entre las que podemos contar este libro de portada que destila cierta influencia de Luis Royo -sin tetas ni culo, lo que advierte que no es de él-. La atractiva portada debemos atribuirla, sin embargo, a Juan Giménez, nombre que rápido despierta el recuerdo de "La Casta de los metabarones" . Pero volvamos a lo primero. Ru Emerson cuenta en este volumen con la presentación favorable de Miquel Barceló, buen conocedor del género fantástico. En las pocas páginas que preceden el libro nos esboza los marcos generales en los que se había desarrollado la espada y brujería, así como la fantasía en general. Estaba delimitado, el género, por un machismo flagrante, según Barceló, que comenzaba a atenuarse por diversas escritoras de aquel tiempo. Marion Zimmer Bradley y C. J. Cherry son nombres fuertes en el género, que le sirven de ejemplo. También Ru Emerson es añadida a la lista sin vacilación. Sin dudar de la verdad del introductor, no es menos cierto que esos nombres se hallan en la misma colección. El feminismo, o un supuesto feminismo, comenzaba a ser reclamo comercial hace ya unas décadas, como bien queda patente en este libro publicado en España en 1990.


    Dejando los preámbulos, vayamos con la historia. "La princesa de las llamas" pretende ser un mundo de fantasía, aunque es más caballeresco que fantástico (o eso parece pretender). Nos sitúa en un reino de corte medieval, donde un anciano decidido y fuerte, Alster, gobierna con sabiduría sus dominios, apoyado por los mercaderes y el pueblo y, de una manera más distanciada, por la nobleza de la que él se aleja. Acompañan al monarca un plantel de hijos. Por un lado tiene cinco herederos provienientes de su mujer, la reina, a la que él desterró por considerarla una trapacera de muy mal carácter. Sus hijos (Sedry, Hyrcan, Rolden y dos hijas), por tanto, no están en buenos términos con su padre. Solo la hija de una mujer sin cuna ni nombre que es llamada Elfrid disfruta de la compañía del anciano. El resto de hijos no hace sino esperar el momento en que el anciano rey deje sus poderes pues, como buen nido de víboras, pretenden hartarse en sus vicios y flaquezas. Como Alster goza de salud los primogénitos acaban por considerar que es momento de pasar hoja, de inaugurar un nuevo tiempo. El sucesor directo, Sedry, apoyado por sus hermanos, inicia de manera silenciosa una rebelión. Sus malas intenciones se ven coronadas por el éxito. Poco después de afianzarse en el trono, destierra tanto al padre como a su medio hermana, y los manda lejos del reino, sin protección, comida, cuidado y con la amenaza a todo aquel que les de asilo y comida en el reino. El antiguo rey enloquece al ver el proceder de sus hijos, al verse asaltado en su lecho por espadas que pensaba fieles. Así es como concluye la parte inicial de este libro. En los restantes dos tercios de la novela Elfrid intenta alcanzar la venganza contra sus hermanos.

   Hasta aquí he dado una descripción general del asunto de la novela, sin caracterizar demasiado a los personajes. En general puede decirse que no son muy llamativos. Sedry, el usurpador, es el arquetipo del suspicaz, que por sus malas artes y sus malos pensamiento queda atrapado. Hyrcan es simplemente el carnicero de la familia, un hombre empeñado en matar y en querer ser temido. Rolden es el bondadoso de entre los cinco hijos primogénitos. Juega un papel menor en el novela y de hecho aparece poco. Con menor peso ocupan el libro las dos hermanas, que tan solo al principio de la novela tienen una breve intervención y después ya poco se sabe de las mismas. En cuanto a Elfrid, ¿qué diremos sino que es la noble, la sensata y, en definitiva, el personaje al que van dirigidas todas las cartas favorables del libro? Este elenco, particularmente, no me ha resultado interesante pues sus personajes acaban como empiezan, sin que los hechos que acontecen en las páginas horaden o moldeen su carácter.

   Hay que añadir que los hijos de Alster y el mismo Alster tienen unos poderes, llamados "Dones", que consisten en cierta adivinación de mentes, pero esto apenas es explotado en la novela. Unos no lo dominan por falta de disciplina (Hyrcan) y otros sí (Sedry y Elfrid). Es una oportunidad desaprovechada, sin duda, el que Ru Emerson no haya empleado este elemento para enriquecer la trama. Como también lo es el uso de cartas del tarot para barruntar el futuro de los personajes. Este aspecto se desarrolla más en la novela. Tanto el empleo de las cartas como el asunto de los dones me ha recordado a Los príncipes de Ámbar de Zelazny, vestidos de otro y peor ropaje, resultando en un desaprovechamiento de los mismos.

   El mundo es también una oportunidad perdida por Ru Emerson. No se explota ni explica la religión. Esta queda sepultada por la invocación (muy poco informativa) a "los Dos". La religión es un matiz de color en el tapiz que es un mundo de invención. Aporta credibilidad. A propósito de esto último, no hay mapa, ni suficientes datos geográficos que permitan al lector "imaginar" el mundo que se propone. La corte también es un ámbito descuidado. El consejo de nobles, llamado Witan, es solo mencionado. No hay personajes nobles, o de otro tipo, que añadan subtramas de interés que muestren el malestar (o no) de las distintas clases sociales.

   Con estos elementos se construye un libro de 370 páginas en el que se simula un viaje interior del que nos avisan las partes en las que se divide el escrito. Estas son: "La bastarda", "El arzobispo" y "Elfrid". Todas ellas nos informan de que la protagonista, Elfrid, es vista cada vez de una manera. Por sus hermanos como una bastarda; por la sociedad, y aquí reservo cierto información para no desvelar nada, como un arzobispo. La novela termina con un personaje femenino que se define a sí mismo del modo en que quiere ser definido, sin que desde fuera se le asigne un rol y una función, como en las dos primeras partes. En este sentido, la novela es una búsqueda de la propia identidad femenina desmarcada de las definiciones del entorno. Aquí es donde, digamos, puede uno encontrar el mayor aspecto de "reivindicación" de la novela.

   Concluyendo: novela entretenida, con muchas oportunidades perdidas, elementos no desarrollados y personajes sin interés. La historia huye del tono moralizante, pero hay un poso de enseñanza que nos advierte de ciertos caracteres y de cómo pueden estos, sin necesidad de mano enemiga o mal azar, causan su propia desgracia. Junto a la historia el ambiente que predomina es el caballeresco, a veces en menoscabo de las escenas (del final no pude evitar reírme, por malo y previsible). El libro guarda cierta dignidad, es cierto, pero esta es mermada constantemente por cosas que podrían haberse empleado mejor. 





sábado, 24 de marzo de 2018

"Paladín" de C. J. Cherry



   Normalmente no tengo problemas para poner bajo una categoría una novela. Siempre hay excepciones, claro, y unas son más ambiguas que otras. Paladín de Cherryh pareció escribirse para poner a prueba al lector de fantasía y casi diría poner a prueba a cualquier lector. Esta escritora ambienta siempre sus mundos dentro del género fantástico y de la ciencia ficción. Es por eso que, cuando uno abre su libro y ve un mapa, sonríe pensando "una novelita de fantasía". Pues no. Esta novela no tiene nada de fantástico. Sí que tiene mucho de imaginario, pues inventa un mundo antiguo que podríamos decir que se corresponde con la antigua China. El nombre oriental de los lugares, la descripción de la figura del emperador (como unión entre el cielo y la tierra) o el carácter que intenta imprimir en algún personaje, nos ponen sobre la pista. Escrita originalmente en el 88, la novela pretende conseguir aliciente gracias al oriente, tan de moda en la segunda mitad del siglo pasado y que todavía persiste. He leído todas sus páginas en la edición de Círculo de lectores, edición de portada horrible, y no hay ni un solo elemento de fantasía.

   La historia comienza cuando una joven, de nombre Taizu, busca la instrucción de un caballero de armas para devolver golpe por golpe. Es el típico personaje atormentado por un pasado doloroso. El hombre al que acude, Shaukendar, es un antiguo caballero de corte que, por distintas intrigas, acaba desterrado en los confines del imperio. No contaré más de su pasado, que también cae en la típica historia del remordimiento por lo no hecho.

   Aquellos dos personajes ocupan toda la narración, y aseguro que por ellos es tormentosa la novela. Tormentosa porque uno se cansa muy rápido de Taizu. Con ella Cherry parece intentar mostrar un personaje femenino fuerte, habilidoso, pero es todo lo contrario: es un saco de dramas que requiere de la ayuda del varón fuerte para afrentar la dificultad  interna (sus traumas) y externa (su venganza). En cuanto a Shaukendar cambia un poco más la cosa, aunque no os emocionéis. Su atractivo reside en que tiene más registros y, por ello, tiene más cartas que jugar en la novela. No por eso se empatiza con él (a veces parece un pervertido con algún golpe ocasional de gracia), pero en general cae más simpático y queda como un bonachón, regruñón, dispuesto a defender causas nobles.

   Con este plantel tan poco animado Cherryh gasta generosamente la mitad de la novela en el entrenamiento de Taizu. Una cuarta parte se dedica a viajes y, tan solo en la última parte, despunta algo, no mucho, la narración. El estilo va parejo al nivel general de la novela y su mayor virtud es no despuntar. Es una novela que  se salva de la caída por poco. Digna, pero nada más. Desde luego no merecedora de una relectura.


domingo, 4 de marzo de 2018

"Argonáuticas" de Apolonio de Rodas


   Enfrascado en lecturas de mucho seso, me vi empujado a leer uno de mis pasatiempos, una novela de Roger Zelazny. Se titulaba Tú, el inmortal y, como los caminos de la lectura son misteriosos, unas pocas analogías con los argonautas me dirigieron como una flecha hacia el texto de Apolonio de Rodas. Llevaba ya tiempo olvidado y reclamaba mi atención. Una deuda ha sido saldada.

    En mi recuerdo no perdura con mucha alegría la lectura de la Ilíada. En mejores términos quedamos la Odisea y yo. Pero mi lectura de ellas en mi juventud me hizo temer la poesía épica griega. Nunca quedaron enmarcadas en mi recuerdo como lecturas de descanso. Al contrario: el lenguaje arcaico, los dioses que no conocía y las notas que cortaban constantemente mi lectura, provocaron que las considerase lecturas arduas. Al comenzar a leer este poema, el de Apolonio, me di cuenta de que el tono era distinto. Se notaba un aire diferente en su sooridad. No en vano varios siglos distancian un autor del período helenístico (Apolonio) de otro del que se duda hasta que haya existido (Homero). Un espíritu todavía mítico, de aurora imperecederamente ancestral envuelve todo. Y, sin embargo, se palpa que el mundo inicia su desapego de los olímpicos. Entre hazaña y hazaña se deja caer alguna historia sobre el origen de esta o aquella ciudad, casi siempre fundada por algún héroe o algún dios que reposa de sus devaneos olímpicos. Así, se dispone del capítulo antecedente de Heródoto, del descubrimiento de los pueblos, el auge del comercio, el conocimiento de nuevas y más grandes tierras en las que los Dioses no se encuentran. Los hombres conocen el origen divino de sus tierras, pero en estas ya no habitan los dioses, que ni favorecen a sus favoritos, ni tan siquiera urden planes contra los que los agravian. 

    Pero antes de seguir estos derroteros sería mejor que hablara un poco de qué se trata en el poema. La fama de la mitología griega, alguna que otra adaptación cinematográfica de éxito (Jasón y los argonautas, 1963) e incluso alguna novela de reciente creación (El vellocino de oro de Robert Graves) me han llevado al error de no aludir la preocupación y dedicación de los versos de Apolonio, escritos a lo largo de toda su vida (295 a.C.-215 a.C.).

   El ciclo mítico tiene inicio con el temor del tío de Jasón, Pelias, a ser destronado. La sibila, con sus mensajes cifrados, le advirtió que se guardara de un hombre de porte que se presentara ante él sin sandalia, pues ese hombre sería quien le destronaría. Jasón perdió una sandalia antes de presentarse ante su tío un día y, alarmado aquel por lo que le dijeron los auspicios de Apolo, no dudó en mandar a su sobrino a una misión de la que no pudiera retornar. Pelias le encarga a Jasón que busque el vellocino de oro, allende las tierras conocidas por los griegos. Resignado, Jasón recoge el guante del desafío, y reúne una tropa de poderosos héroes con los que acometer la hazaña. Forman parte de la expedición Heracles y Orfeo, pero también otros personajes de fuerza y prestancia semidivina. En la nave llamada Argo partieron del puerto de Yolco, con los vientos soplando hacia el este. La tropa de héroes sufren varias escalas y encuentros con dioses hasta llegar a la Cólquide, tierra donde impera la ley de Eetes, que tiene en su poder el vellocino.

   A grandes rasgos esta parte es la más conocida del mito, y quizá, lo sea menos la que continúa: el regreso. Conseguido el vellocino, los héroes griegos quieren volver a sus tierras y haciendas. Pero el camino no será fácil. Como descubre el lector interesado, Jasón y sus amigos se ven empujados a la huida de las huestes de Eetes, que teniendo mal perder, dispone de su hijo y tropas para la captura de los argonautas. Lo que les espera es un largo rodeo, en el que pasarán por el Danubio hasta llegar al Adriático, desembarcando en el Po, trabando conocimiento con Ligures y, desde los márgenes del Ródano, embarcar de nuevo para pasar el estrecho entre Italia y Sicilia, sufrir desgracias en Libia y volver a viajar en dirección a Grecia.

   Apolonio divide toda la aventura en cuatro cantos. Los dos primeros los protagoniza la ida desde Yolco a las tierras de Eetes. El III se ocupa del amor entre Jasón y Medea y, el cuarto, es dedicado a todo el viaje de vuelta (más bien de extravíos fantásticos). El inicio es abrupto, qué duda cabe, cuando apenas se nos dice algo de las acciones y motivos precedentes al encargo de Pelias a Jasón. Además, una vez iniciados los preparativos del viaje, nos veremos sometidos a un pesado catálogo de héroes y líneas genealógicas (no tan extensa como el de la Ilíada). Pasada la apertura abrupta y el mencionado catálogo, todo fluye tranquilamente hasta su final, dejando ricas imágenes de magia, dioses y hechos fantásticos. Sentimos el fulgor de la forja de Vulcano en la cima de los montes, atareado con sus metales y fuegos, mientras los argonautas pasan el estrecho entre Italia y Sicilia, empujados por toda suerte de seres marinos que comparten linaje con los dioses. O, también, somos espectadores de cómo Medea hiere al gigante Talos, contra el que el valor y las armas de los argonautas poco pueden. Como dije, el poema está cargado de potentes imágenes que no han perdido ápice de su fulgor pasado.

    Pero, a pesar de esa fuerza mitológica, se notan las inflexiones y cambios con respecto de la épica antigua, de lo que nos pone en aviso el traductor y prologuista Mariano Valverde Sánchez. Mariano Sánchez pone a la vista, en las algo menos de 80 páginas de introducción, las diferencias que se dan entre un momento y otro. Eso sí, mejor es dejarle en paz a él y a su introducción hasta después de haber leído el poema. Si no, el factor de novedad se perderá por completo, pues su análisis es minucioso. Este lector que escribe, avisado de estas cosas, procedió primero con el poema. Su docta introducción nos advierte: Apolonio arrastra el pasado glorioso a la mundana realidad de un griego helenístico; pero nosotros, los lectores no doctos, nos podemos dejar arrastrar, descuidados de precisiones, por las corrientes de la poesía de Apolonio, que nos parece tan mítica como solo las antiguas leyendas podían serlo.

lunes, 17 de abril de 2017

"Kalpa imperial" de Angélica Gorodischer

   "Y todo el imperio puso los ojos en la nueva capital y todos los caminos convergieron a los montes más allá de lo que había sido un desierto, y todos los ambiciosos soñaron con irse a vivir allí y  algunos lo hicieron, y no hubo en  muchos cientos de años en el pasado y en el futuro una capital tan esplendorosa, tan rica, tan activa, tan bella, tan próspera. Y la dinastía de los Selbiddöes, de los Avvoggardios y de los Rubbaerderum gobernaron desde allí el vasto Imperio, en algunos casos bien, en otros regular, en otros mal, como sucede siempre, y el agua siguió manando y algunos palacios cayeron y se levantaron otros y algunas calles se abrieron y otras se cerraron entre las casas y los parques (...)"
(Kalpa imperial, pág. 84) 
    Imaginen un reino grande, muy grande. No, un reino no. Un imperio. Sí, imaginen uno bien basto, inabarcable casi. Imaginen que dicho imperio no solo es inmenso sino que nunca cae del todo, que le pasa como aquel ave mitológica que de sus cenizas vuelve a resurgir. Y ahora imaginen que le cuentan algunas historias de ese imperio que nunca cae, que cambia mucho sí, pero que nunca cae. Si lo hacen ya tendrán una idea general de qué es lo que presentó la editorial Gigamesh en el año 2000 con este volumen. Por supuesto la historia editorial de este libro es más compleja: originariamente no existió este libro, sino dos, que luego la editorial Minotauro reunió. Pasado un tiempo, Gigamesh rescató del olvido este libro y lo ofreció de nuevo al público español. Los once relatos de Gorodischer que trataban sobre ese imperio imaginario se nos ofrecieron de nuevo con toda su riqueza. Yo pude apreciar parte de ellos -porque no llegué a terminar el libro- por primera vez hará una década, allá por los neblinosos tiempos de mi paso por la ESO. Ha llovido bastante desde entonces pero me agrada reencontrarme de nuevo con los relatos que en el pasado disfruté y con otros nuevos, de los cuales algunos me gustaron unos más que otros.

   Como dije, el libro nos ofrece once relatos de los cuales, sinceramente, solo tres me conquistaron. Del resto hay algunos que estuvieron bien y otros que no conseguían remontar el vuelo. Supongo que esto es el pan de cada día de las recopilaciones de relatos: que hay de todo. Los tres que más disfruté fueron Retrato del emperador, Acerca de las ciudades que crecen descontroladamente y La vieja ruta del incienso. El primero de los mencionados abre el volumen mientras que el tercero lo cierra. El otro está entre medias; es el quinto, para ser exactos. Cada uno de ellos tiene sus grandes virtudes. En Retrato del emperador Gorodischer nos cuenta el resurgimiento del imperio gracias a la curiosidad de un joven que mira y toca las cosas del pasado con interés, descubriendo para su poblado objetos útiles que serán la base para la capital de un imperio rejuvenecido del que él será el primer emperador. Acerca de las ciudades que crecen descontroladamente vira en su planteamiento ya que no es este o aquel tiempo el que protagoniza el relato, ni siquiera este o aquel personaje, sino que es una ciudad, anodina al principio, la que ocupa las treinta siguientes páginas de esta recopilación. Páginas gozosas que transforman las vicisitudes de una ciudad en primera y única protagonista del relato. Un claro guiño a Calvino. La vieja ruta del incienso, por su parte, da fin a esta recopilación quebrando el estilo narrativo de los diez relatos anteriores. Tiene el valor no solo de añadir una nota de color al conjunto precisamente por su ruptura (estilo, diálogos, etc.), sino también por ofrecernos una historia más convencional, con personajes que viven y se desarrollan en las mismas páginas en que se habla de ellos mientras, al mismo tiempo, adereza eso con las historias  de Homero  y un viaje por el desierto que pone a prueba engaños y velos.

   Toda la recopilación, a excepción del último relato, se adapta el estilo propio de los contadores de cuentos, esos trotamundos locuaces que interpelan al público en plazuelas y calles para ganarse el pan. Predomina por tanto una voz distanciada, eso que algunos llaman voz en off, que narra las historias del imperio. Aquella voz predominante que mencionamos es enriquecido con numerosas disquisiciones que añaden humor o giros inteligentes en las frases. También se emplea para estirar tanto como se pueda una frase, haciendo de estas un río con múltiples meandros. La autora, por lo tanto, convierte la enumeración en vicio recurrente... y este vicio, en un buen estilo. Aun así cansa en ocasiones al lector, atiborrado con la información de su prolijo estilo... Y tan solo consigue enmendar esto con una habilidad notable, que envuelve todo en un halo poético, redentor con creces.

   Como broche final les dejo una pregunta que Gorodischer nos deja caer para que la respondan ustedes.
"Pero, ¿qué sería de los anales del imperio si los archivistas nos pusiéramos a fantasear como los contadores de cuentos?"
                                                                            (Kalpa imperial, pág. 33) 


   Mi respuesta es que tendríamos esta magnífica obra imaginaria. Si pueden disfrútenla.



sábado, 8 de abril de 2017

"Rihla" de Juan Miguel Aguilera


   La literatura siempre nos plantea escenarios que pueden estar muy ceñidos a la realidad o muy distantes de ella. Entre los extremos, y hablando de géneros, quizá pudiéramos colocar las ucronías: narraciones que adoptan los contornos de una realidad histórica pero que la rebasan con elementos que le son ajenos. El género en España tiene algunas obras recientes. Me viene ahora mismo a la memoria Alejandro Magno y las águilas de Roma, de Javier Negrete. Otra es la que hoy traigo a colación.

   Juan Miguel Aguilera se ha distinguido sobre todo en España por sus contribuciones al género de la ciencia ficción. Tuve la oportunidad, hace mucho, de leer Mundos y demonios, obra en la que nos dejaba una dignísima space opera donde varios personajes nos mostraban escenarios sorprendentes, con partes de buena acción y alguna idea excelentemente desarrollada. Debo decir que me conquistó. Ahora, que por azares pude toparme con algo nuevo de él he quedado descolocado, desorientado. No tanto por el cambio de un género como porque me he encontrado con una novela algo insulsa... opinión a contracorriente con todo lo que he encontrado en la red donde, en bastantes lugares, se la elogia. Quizá no me pilló inspirado pero como este es mi blog yo voy a dar mi opinión, que para eso es mío.

    Esta incursión literaria de Juan Miguel Aguilera se sitúa en el empequeñecido reino musulmán en España, que lejos de su antiguo gloria, se ve amenazados en sus fronteras por los reinos cristianos de la península. Ajeno a esta decadencia se halla la personalidad del personaje principal: un sabio estudioso más afanado en la búsqueda de manuscritos que en los asuntos mundanos. Pero con esto no podemos hacer una novela de aventura así que da la casualidad de que el sabio, de nombre muy largo por cierto (Lisán Al-Aysar ibn al-Barrayan ibn Xahin al-Jatib ibn al-Salmani), encuentra unos textos en planchas de cobres que narran los viajes de un fenicio hacia el nuevo mundo, todavía desconocido para ellos. Es así como el protagonista busca apoyo de otras personas para dirigir una nave hacia el nuevo continente. Este Colón que no sabe manejar un astrolabio da por fortuna con un hombre misterioso que le puede proveer de barco y tripulación. Baba es su nombre. Lo que sigue a esto son las andanzas de la expedición en América donde encuentran las culturas autóctonas y sus costumbres, civilizadas algunas; barbaras otras. Pero eso ya lo irá viendo el lector ya que Juan Miguel Aguilera intenta hacernos más cercanas esas culturas a lo largo del libro. El vehículo del que se vale para ello es Lisán, el protagonista, que compara habitualmente las similitudes y desemejanzas entre su cultura y las recientemente encontradas.

    Esta tentativa de indagar una cultura chirría durante toda la novela. Molesta a los ojos, por ejemplo, cuando emplea monosílabos de la cultura autóctona (beey, ma/ sí, no) de forma abusiva, como si esto fuera a dotar a la novela de mayor capacidad para dar cuenta de estas culturas. Del mismo modo chirría cuando hace equiparaciones entre las cosmologías, haciendo que algún personaje parezca una especie de Michio Kaku entremezclado con un nativo americano de hace cinco siglos. Quizá la razón de este fracaso es que esta es principalmente una novela de aventuras, no una novela que atienda al verismo literario que exige mostrar una nueva cultura. Pero que esto no nos pierda. Como novela de aventuras que es, no hay que pedirle el rigor que quizá deban tener las novelas históricas.

    Fuera de cosmogonías y atavíos con los que intentar dar una profundidad que la novela no tiene, la historia de Juan Miguel Aguilera dispone un tablero donde las piezas enfrentadas no son solo humanas (imperios autóctonos enfrentados), sino también criaturas fantásticas que, a la sombra de las luchas de los hombres, orquestan los acordes predominantes del escenario. Esto no es excepcional pues hay muchas historias que intercalan el conflicto humano con el cósmico. Ambos conflictos los relaciona bien el autor y van juntos de la mano de principio a fin de la historia. Entre ambos introduce algunos elementos, que algunos diremos que son de fantasía y otros dirán que son de ciencia ficción. Depende de cómo se mire. Eso lo tendrá que determinar cada lector.

   Como conclusión, porque no me apetece escribir más sobre este libro, diría que "Rihla" es un producto de entretenimiento bajo en calorías, que se reviste de ucronía, fantasía y divagación científico-religiosa que no es un gran libro porque no logra ser ni una buena ucronía, ni una buena fantasía, ni una buena divagación. 


viernes, 17 de marzo de 2017

"Las naves de la magia" de Robin Hobb

     Tochos, tochos, tochos... En el mundo de la fantasía parece que últimamente si no haces un libro que sea de tamaño similar a un ladrillo has trabajado para nada. Martin nos tiene más que aleccionados desde que empezó con su famosa saga Canción de hielo y fuego, ahora televisada con éxito. Robin Hobb parece que decidió hace mucho no quedarse atrás en esta empresa. Recuerdo la trilogía del Vatídico que devoré en un caluroso verano, cuando las vacaciones del instituto le dejaban a uno tiempo. Era una serie larga de seis libros, en realidad tres, con letras diminuta y que excedía las 1500 páginas. La recompensa, eso sí, merecía la pena, pues había bastante calidad en ellos y un intrigante, aunque austero, uso de la magia. Desde entonces, no he vuelto a leer nada de esta autora; y cuando compré la nueva trilogía, Las leyes del mar, la dejé intacta en las lejas hasta hace algo más de un mes... Porque sí, me ha costado un mes y una semana este ladrillo de más de seiscientas páginas con letra más bien pequeña. 

    La nueva trilogía sigue ambientada en el mismo mundo que nos ilustró Hobb en el Vatídico, solo que en otra parte. No me he molestado demasiado por consultar exactamente dónde. Sea como fuere, el escenario que se nos plantea guarda algún rasgo en común con la trilogía anterior: un reino o reinos comerciales cuya situación es apurada. En este caso no son los seis ducados, sino una ciudad fundada por colonos de Jamaillia. De aquella ciudad partieron todos aquellos que se hicieron a la mar en busca de tierras y riquezas. El gobernante de la ciudad garantizó que cuanto encuentraran sería suyo, pero sin olvidar de dónde venían y que debían guardar ciertos lazos con la capital. Los colonos llegarían a instalarse en una zona boscosa, que lindaba con un río, el Pluvia.

   Allí consiguen hallar muchos productos con los que hacer objetos maravillosos y de fantasía. Pero no todo podía ser bonito: por algún motivo la gente muere. En poco tiempo, y con consternación, la mayoría de ellos deciden trasladarse a otro lugar, donde no pueden tener los productos maravillosos que allí se encuentran, pero al menos consiguen conservar la vida. Se funda así Mitonar, ciudad comercial que guarda lazos y rutas con los colonos que decidieron no irse con ellos y que se afincaron de forma definitiva en el río Pluvia.

   Hay bastante historia de trasfondo, como se puede ver, pero Hoob nos la va desgranando. Espacio tiene, desde luego. Mientras ese trasfondo nos va resultando conocido, también nos llegan a resultar familiares un plantel de personajes. Hoob se decanta por un coro de voces para ir presentándonos distintos lugares y situaciones, para hacer más rico y real este archipiélago y sus gentes. La mayoría de ellos forman parte de una familia comercial, los Vestrit (Althea, Ronica, Keffria, Malta, Wintrow). Otros están directamente relacionados con ellos (Kyle Haven, Brassen). Tan solo hay un personaje en toda la historia que no guarda relación alguna con aquellos: Kennit, aguerrido pirata de aviesas intenciones, con más suerte que morro ( y de morro va sobrado, créanme).



    Todos son piezas hábilmente conducidas, hábilmente esbozadas de principio a fin, en el juego de tablero que la autora va construyendo. Hobb los trata como ya nos había enseñado en el Vatídico: a palo y mamporro. Eso, y el formato de folletín, inflan el libro con muchas historias, cambios de rumbo y circunstancias. Todas estas nos distraen del núcleo de la historia, que ya se intuye en el primer tercio del libro. Esto no creo que se pueda contar precisamente como una virtud en el libro, pero no seamos injusto, que no siempre nos tienen que sorprender para darnos una buena historia. Aunque el factor sorpresa no sea el fuerte de la novela, contamos con un buen desarrollo de los personajes

   Quizá uno de los problemas de este libro sea que como novela fantástica no llega a ser lo suficientemente sugerente. En la saga del Vatídico consiguió captar mi atención con "la habilidad", que creo que era así como llamaba a la magia. En esta nueva trilogía se prescinde de ella para dar privilegio a otros rasgos fantasiosos, como son embarcaciones vivas, con capacidad de juicio, con carácter. Como veremos en algunos momentos estas naves tienen más humanidad que la fauna humana que pueblan estas páginas. Agudamente nos presenta Hobb esta paradoja cuando cargan una de esas embarcaciones con esclavos y esta siente consternación por las aflicciones de los pobres desgraciados. Aquí se nos dice:
"A veces pensaba que debería limitarse a ignorarla cuando hablaba, como si fuera una de las esclavas implorando clemencia. A veces, en cambio, pensaba que tenía el deber de escuchar sus delirios y temores infundados. Porque lo que había llegado a considerar locura era la incapacidad de la nao para ignorar la miseria contenida en sus bodegas. Él había instalado las cadenas, había traído los esclavos, con sus propias manos había encadenado a los hombres y mujeres en la oscuridad bajo las cubiertas que pisaba. Podía oler el hedor de su confinamiento y oír sus gritos. Quizá fuera él el que estaba realmente loco, pues de su cinto colgaba una llave y no hacía nada." (Las naves de la magia, pp. 582-583)
   Quitando el elemento de las naves animadas, nos queda la incógnita acerca de los colonos que permanecieron en el río Pluvia, de los cuales está por desvelar casi todo. En el primer libro, al menos, se nos dice más bien poco. Se nota bastante que este tomo es el inicio de una larga jornada que está pendiente de desarrollarse. Le falta garbo y autonomía, en mi opinión. Su estilo literario es bastante bueno, tengo que reconocerlo, pero el libro no me ha engatusado.

lunes, 24 de octubre de 2016

"Cuentos de los tres hemisferios"


     Con menos relieve que otras figuras del mundo creativo de lo fantástico, Lord Dunsany ha gozado de una atención intermitente y gradual por parte del mundo editorial hispánico. Si bien ha sido publicado una parte de sus libros, no ha sido partícipe de la fama de otros más modernos. Con un nombre bastante largo para ser recordado, prefirió llamarse así mismo por su título nobiliario, del que creo que fue el décimo octavo. Sin importarnos qué lugar ocupa en el complicado mundo de las dinastías nobiliarias, nos interesa su faceta creativa que nos ha legado el que parece un rico mundo de referencias irreales. Sin saber mucho del que fuera noble, y siendo el primer libro que de él leo, conjeturaría que quizá fue heredero, o que al menos compartió la paternidad, del redescubrimiento de la literatura épica que tuvo honda resonancia en la literatura irlandesa. Yeats, Lady Gregory o James Stephens daban voz, al igual que Dunsany, a pasados escenarios de la épica (sin tentativas políticas o culturales, al parecer, por parte de Dunsany).

    Pero poco nos importa que Dunsany se inspirara en unos o que esos "unos" se inspiraran en él, sino que de la mano de este soldado, cazador, (y otras muchas otras) cosas salieran relatos tan deliciosos como los que nos presenta Espuela de plata. Son relatos breves en su mayor parte al principio y, finalmente, tenemos otros más largos y con cierta unidad argumental. De los primeros, agrupados bajo el título que da nombre al libro, tenemos breves narraciones, que con muy pocos elementos construyen mundos sólidos, de antigüedad inmemorial, y que consiguen despertar el espíritu imaginario del lector. Tienen un aire familiar al de una historia mitológica, en un mundo en el que hasta las piedras pueden estar vivas, donde se viven vívidos combates o venganzas de dioses enfurecidos. Del primero tenemos ejemplo en Una hermosa batalla; del segundo, en De cómo los dioses vengaron a Meoul Ki Ning. La marca de lo imaginario, a pesar de lo dicho, no está inscrita en todos los relatos con la misma fuerza. Los hay cuya presencia de rasgos fantásticos es mínima. Para los que no prefieran esos, seguro que los tres últimos, cuyo título es Más allá del mundo, quedarán algo más satisfechos. Se deja en estos la brevedad de los primeros relatos, al igual que su fragmentariedad. Más amplios y con una historia en común, Lord Dunsany recrea historias en tierras imaginarias que él mismo descubre tras llegar a una tienda en Go-By Street. 

    El conjunto de los relatos de una antología suele presentar desniveles y desajustes entre sus varias historias, pero este de Dunsany es bastante parejo en su calidad. Los primero relatos, por su brevedad, son muy elogiables: es difícil inspirar un aire de fantasía en apenas dos o tres páginas, pero este autor inglés lo consigue... Cuánto deberían aprender modernos autores fantásticos que necesitan de cinco, o hasta seis libros, para decir algo. ¿Qué decir de las ciudades y de los efímeros crepúsculos y amaneceres de Más allá del mundo? Cada uno de los relatos que nos brinda esta antología es una pequeña pieza de artesanía, a la vez que un sofisticado artefacto de evasión de lo cotidiano. Como el campesino que protagoniza Oriente y occidente, Lord Dunsany se aleja de su tiempo con el poder evocador de otros mundos distintos, más nobles y con aire menos putrefacto que el nuestro. Así dice de aquel campesino a propósito de los asuntos de algunos occidentales:

"Cuando hubo terminado de comer, repasó concienzudamente su experiencia recreando en su interior cada detalle de los carruajes que había visto, pero desde allí su pensamiento se fue deslizando a los tiempos innobles anteriores a la llegada de la calma y, aún más allá, a los días felices del mundo en que dioses y dragones habitaban la tierra y China era joven. Luego, encendiendo su pipa de opio y dejando fluir sus pensamientos, contempló la futura edad en que ha de producirse el regreso de los dragones.
   (...) Entonces su pensamiento se dirigió a la forma de Dios (...), y le dio las gracias por haber eliminado  de China todas las malas costumbres y enviarlas a Occidente igual que la mujer que arroja la suciedad de su hogar a los jardines vecinos." (págs. 38-39)

    Como ese campesino del que nos habla Dunsany, nosotros, modernos ciudadanos de occidente, nos sumergimos en esos añorados mundos en el que los dioses y otras estirpes imaginarias no nos son extraños. Creo que queda bastante claro que me ha gustado el libro. No será la última vez que lea a Dunsany ni será uno de esos cuyo nombre uno desatiende en las librerías de viejo o de nuevo.