sábado, 29 de diciembre de 2018

"La locura de Dios" de Juan Miguel Aguilera

"La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres"
                                                      (Corintios 1, 25)

   La frase de San Pablo ha tenido tantos usos que no es de extrañar que hasta en el género del fantástico haya sido mencionada. Nos es recordada nada más abrir el libro de Juan Miguel Aguilera, que viene muy bien para el lector despistado (mea culpa), pues a partir de cierta generación (los 80, principalmente) ya no reconocemos, porque no conocemos, los lugares comunes de la Biblia. Con el título La locura de Dios se nos recuerda la afirmación de San Pablo, de la cual han bebido todas las vertientes irracionalistas del cristianismo (Tertuliano, San Bernardo, Erasmo, etc). Bajo esa referencia, hoy culta y antes de ayer común, el escritor español ha pergeñado un libro que consigue aunar historia, fantasía, terror y ciencia ficción. Nada menos, porque todos esos géneros los acoge y abraza de modo respetuoso, haciendo que encajen unos con otros, y de un modo que no chirríe, por artificial, al lector. Y es que eso es, sin duda, muy difícil. Al propio autor sólo le ha salido bien la jugada en una ocasión, según sé. Ya hablé del engendro que fue Rihla en este blog hace tiempo. Me resta acercarme a La edad de la razón para certificar los méritos y fracasos que Juan Miguel Aguilera ha conseguido con estas amalgamas. Detengámonos, en esta ocasión, en La locura de Dios.

   La locura de Dios vio la luz en el tranquilo año de 1998 y toma como como marco de acción el agitado siglo XII en Aragón. Escogido Raimundo Lulio (filósofo y poeta de aquel tiempo) como personaje principal, se cubren algunos acontecimientos históricos para luego, libremente, montar sobre ellos una fantasía literaria. Aprovechando los viajes del filósofo por el oriente bizantino descubrimos la alborada aragonesa: la conformación del imperio mediterráneo de Aragón, que se extiende por la península ibérica, las islas baleares, Sicilia y el ducado de Atenas. Junto al filósofo aragonés se nos presenta la figura carismática de Roger de la Flor, jefe de una fuerza armada de varios miles de hombres que sería contratada por el emperador bizantino para enfrentar a los turcos. En el momento de mayor éxito, Roger de la Flor derrota con un contingente de 6000 hombres a una tropa turca de 30000 soldados. Sobre estos hechos iniciales se destapa una historia paralela, ya que el aire cruzado que se respira en las 100 primeras páginas (al mítico grito de "!Desperta ferro, Arago, Arago!"), deriva en la singladura de un grupo de almogávares junto a Lulio en el más lejano oriente cuyo fin es una ciudad mítica: la ciudad del preste Juan.


Roger de la Flor ante el emperador de Bizancio
    En la búsqueda de esa ciudad, que no se sabe si es más imaginada que real, se pierden en las arenas del desierto. Encuentran a no mucho tardar los rastros de una especia distinta a la humana, aunque muy parecida. Una especie de engendros sucios y malolientes que peinan los prados arrasando todo tras de sí y que les dificultarán cada uno de los pasos que den. Hasta que por fortuna dan con la ciudad del preste Juan, que les parece más una ciudad de brujería que sagrada. Raimundo, con su mente filosófica, llega a atisbar que nada hay de brujería en la ciudad, sino que todo se puede conseguir por manos del hombre. Simplemente, los hombres que residen en tal ciudad, ostentan una tecnología mucho más avanzada. Una tecnología basada en el vapor que les permite disfrutar de aviones, cultivos avanzados en medio del desierto y mil comodidades imposibles de imaginar para cualquier hombre del siglo XII. Aquí la novela de aventuras y la histórica se integra con el steampunk de toda la vida. En un ejercicio de maestría imaginaria se concilia, con estos tres elementos, unas gotitas de terror cósmico, de impronta lovecraftiana en el fondo, aunque no en la forma.

Una de las ilustraciones de Rafa Fonteriz para el libro 
   Además de la mezcolanza de tan diversos elementos, es de destacar la correcta elección de datos biográficos de Lulio para hacer guiños literarios. En este caso a la gran obra de Dante. Raimundo Lulio dejó a su mujer e hijos, así como títulos y riquezas para dedicarse a la predicación y la conversión. Juan Miguel Aguilera explota el hecho de que Lulio se separara de su mujer  y juguetea con el peso que eso tendría en su futuro, bajo la forma de la melancolía, el recuerdo y el sueño. Y así, en la novela descubrimos una suerte de Divina comedia invertida, porque nos muestra a un poeta desvelado por un antiguo amor, que primero cruza el cielo (la ciudad del preste Juan) y termina en el infierno, que en este caso son las entrañas de la tierra. La dirección no sólo es invertida sino también el objetivo: Dante despliega su saber escolástico para mostrar un orden, una inteligibilidad que penetra tanto lo natural como lo sobrenatural; Juan Miguel Aguilera, de un modo humilde (esto es, sin conocimiento de teología o filosofía), emplea a Lulio para triturar el orden de lo real y sentenciar que ese orden es una locura; una locura que un hombre sabio, formado y filósofo, como es Lulio, es incapaz de comprender. De nuevo aquella frase del principio ronda el libro: "La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres".

   Pero dejando interpretaciones libres, que bien pueden estar erradas o mal fundamentadas hay que señalar los méritos o deméritos de que hace gala el autor en la novela. El libro es adictivo y sorprende, pero no tiene un cierre completamente perfecto. Algunos personajes son poco explotados, o no se ahonda en demasía su profundidad psicológica. Es particularmente  irritante (por falso) el tópico de lucha entre fe y razón, entre religión y ciencia. También es irritante que se convierta a Lulio en una especia de ecuménico. Jamás fue Lulio eso. Él quería convertir a musulmanes y judíos, no convivir con ellos. Él anduvo caminos que le dirigían a todas las cortes importantes de Europa para pedir una nueva cruzada, una nueva guerra, contra el islam. Por lo tanto estas desfiguraciones pueden resultar algo molestas, pero no hay que dejar caer sobre el autor peso alguno de culpa. La literatura no debe cuentas a la realidad, porque en tal caso no sería literatura sino crónicas. Basta con advertir al lector que no tome todo lo que se le muestra tal y como se le muestra. La novela reúne sobre sí méritos suficientes que hacen necesaria su lectura. Lean este libro.


lunes, 17 de diciembre de 2018

Lo nuestro, Jorge Luis Borges



Amamos lo que no conocemos, lo ya perdido. El barrio que fue las orillas. Los antiguos, que ya no pueden defraudarnos
porque son mito y esplendor.
Los seis volúmenes de Schopenhauer,
que no acabaremos de leer.
El recuerdo, no la lectura, de la segunda parte del Quijote.
El oriente, que sin duda no existe para el afghano, el persa o el tártaro.
Nuestros mayores, con los que no podríamos conversar durante un cuarto de hora.
Las cambiantes formas de la memoria, que está hecha de olvido.
Los idiomas que apenas desciframos.
Algún verso latino o sajón, que no es otra cosa que un hábito.
Los amigos que no pueden faltarnos, porque se han muerto.
El ilimitado nombre de Shakespeare.
La mujer que está a nuestro lado y que es tan distinta.
El ajedrez y el álgebra, que no sé.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

"Erasmo" de Johan Huizinga

   Siempre hubo personas a las que el mito cubrió con aura, pero entre ellas caben las distinciones: las que bajo una superficie de oro están hechas, efectivamente, de áureo metal, y aquellas otras que tras la aparente prestancia son mero cobre revestido de digno metal dorado. Erasmo de Rotterdam quizá clame por un puesto de honor entre el segundo grupo, por su mitificación moderna, siempre acompañado por su desconocimiento absoluto. Lo último no es difícil para cualquier lector moderno: la obra latina no cuenta con demasiadas traducciones. De los doce tomos que integran sus obras completas sólo tendremos una cuarta parte vertida a lenguas modernas. 

   Un atenuante de la enfermedad que es desconocer el latín, y por tanto de sufrir la amputación cultural que supone no poder acceder a la literatura latina tan fecunda desde el siglo II a.C. hasta bien entrado el XVIII d.C., son las biografías, estudio y ensayos. Uno que me ha ocupado en los últimos tiempos pertenece al historiador holandés Johan Huizinga, de sobra conocido por El otoño de la Edad Media. Su lectura ha sido grata, pues uno percibe el trabajo de un historiador. Mucho más grata, desde luego, que otra biografía que leí recientemente sobre Erasmo, de la mano de Zweig. Zweig, que no era historiar ni biógrafo, porque para ser lo segundo hay que tener algo del espíritu del primero, regurgitaba sus ideales y vivencias a colación de Erasmo. Lo empleaba para hablar de sí mismo, de la mítica Europa de la que él hablaba y que es objeto de consumo para tantos mastuerzos del presente. Después de la desilusión de esta (auto)biografía, bien me ha sentado descubrir a Huizinga. 

   El libro de Johan Huizinga comienza con los años juveniles de Erasmo, contándonos de su formación con la "devotio moderna", del ingreso que haría poco después en un monasterio agustino, los primeros experimentos con la lengua latina y la huida enmascarada de aquel convento al que nunca volvería. Comienza la saga de viajes, cartas y estrecheces que Erasmo padeció. Porque, sí, Erasmo padeció en sus primeros tiempos la precariedad. Pertenecía a esa rara clase de los humanistas, sabios sin riqueza (la mayoría), que por no ser clero ni nobleza tenía que conseguir algún patrón, o varios, para salir a flote. El hombre culto que no quisiera quedar al reguardo y protección de la Iglesia tenía un futuro incierto y deambulante. Los humanistas eran "desclasados" -como gustan decir hoy algunos- que trabajaban por dinero. Haciendo elogio de sus patrones, escribiendo la historia de alguna ciudad, traduciendo textos o trabajando como secretario o instructor se ganaban la vida. Lo cierto es que sobrevivían sobre todo gracias a la lisonja, con la caricia de su verbo grácil dirigida a los hombres de poder y dinero. Más o menos todas estas cosas tuvo que hacer Erasmo: fue profesor en varias ocasiones, tradujo textos, lisonjeó a más de alguno y sólo tras un éxito editorial pudo ganar cierta autonomía. El éxito editorial saldría de la imprenta veneciana de Aldo Manucio: los "Adagia". Tal libro haría su nombre conocido en todo el continente y consistía en una recopilación de adagios de la Antigüedad, explicados, comentando la fortuna que habían sufrido en la literatura. Tal trabajo no fue fácil: requería el conocimiento pormenorizado, puntilloso y cabal de toda la literatura antigua.

   Lo cierto es que Huizinga no entra en demasiadas profundidades acerca de la obra de Erasmo. Y no deja de sorprender tal hecho, porque para Erasmo su obra era su vida. No decimos esto porque el humanista diera importancia y valor desmedido a su obra, sino porque Erasmo fue un hombre que desde que despertaba hasta que se recostaba en sus silenciosas noches leía y escribía sin fin. El historiador holandés desplaza rápidamente su interés de la vida de Erasmo y sus escritos al goloso asunto de su relación con la Reforma luterana. Erasmo, como todo el mundo sabe, incubó los males de la Reforma. Tanto su Manual del caballero cristiano (1503) como El elogio de la locura (1511) preanunciaron el puritanismo y el irracionalismo del luteranismo, porque el primer escrito rechaza los ritualismos de la Iglesia por mor de una purificación del individuo; el segundo es una sátira que ríe y burla todos los saberes, pretendiendo ser el ácido que corroe la racionalidad implícita que toda filosofía y toda teología llevan de suyo. 



   Erasmo, queriendo ser amigo de todos, no lo fue de ninguno. En el contexto de la Reforma se debía ser católico o luterano, sin posilidad de otra cosa. Erasmo prefirió no rechazar el luteranismo y adoptó la estrategia de criticar solo uno de sus aspectos. En De libero arbitrio diatribe (1524) da libre curso a una crítica a la forma de concebir la libertad en el luteranismo, esto es, de socavar el más burdo determinismo que Lutero postuló. Esto hizo que desde Roma se le reprochase tibieza; desde alemania, se le escupió pus, directamente. Hoy nos hace enarcar la ceja esta situación. ¿Por qué debía depender su opinión de otros? Se empiezan ya escuchar las proclamas de libertad y otros flatus vocis modernos. Y la respuesta es, básicamente, que porque vivía de unos y de otros. Al hombre culto de entonces se le pedía, para poder acceder a la ayuda del mecenazgo, respetar unos mínimos filosóficos y teológicos. Hoy mucha gente se escandaliza demasiado de estas cosas, de este pacto, pero lo cierto es que se sigue dando. Hoy, en vez de respetar unos mínimos filosóficos y teológicos, se le pide al pensador que se dedique a temas como "los otros", las fronteras, el género y otras paparruchadas (no porque esos temas no tengan interés, sino porque lo dicho suele ser una mera hojarasca verbal) para conseguir subvenciones. Su pensamiento, si no es encauzado en la dirección prescrita, simplemente no se le paga nada, no se subvenciona. Hay que decir en defensa de Erasmo, si es que esto es una defensa, que siempre fue tibio en sus opiniones y amistades. No es que fuera un mero lisonjero (que algo de ello tenía, al parecer). El carácter del humanista nunca se comprometió con nadie ni con algo. Elogiaba a todos y, cuando era manifiesto que el elogio no era posible, exhortaba con una elegante proclama moral, desprovista de todo filo. Por sus tibiezas naturales, Huizinga dice de Eramo:
"A veces, Erasmo aparece ante nosotros como un hombre que no era lo suficientemente fuerte para su tiempo. En ese rudo siglo XVI se necesitaba la dureza de roble de Lutero, el filo de acero de Calvino y llama de Loyola, pero no la aterciopelada dulzura de Erasmo. Se necesitaba la fuerza y el ardor de aquellos, y también su profundidad, su lógica, su sinceridad y su franqueza que no tenía consideraciones ante nadie y no se asustaba de nada"
                                                                                                                      (Erasmo, p. 325)

   Tras el repaso de toda la vida de este hombre de letras, y de su semblanza, Huizinga cierra la biografía con una consideración sobre los distintos retratos que a Erasmo se le hicieron. Es un mero apéndice que no añade mucho al conjunto de la obra. Obra que es interesante, pero incompleta. Le falta a esta biografía la solidez propia de aquellas que nos pintan toda una vida, toda una obra y toda una época. Con todo, es un ejercicio entretenido pasar la vista por las páginas del historiador holandés, que no carece de gracia en su expresión ni de cierto interés en sus consideraciones.


viernes, 31 de agosto de 2018

"Calila y Dimna". Anónimo


   Libros que sobrevivan las épocas los encontramos con cierta facilidad, pero no textos que sean susceptibles de ser infinitamente alargados, aumentados y que, aun con esas adiciones, guarden sabor original. Calila y Dimna es uno de esos textos que no solo ha cruzado las épocas, sino que se ha enriquecido con su paso atrevido de tiempo en tiempo. Su origen se encuentra en la India, probablemente en torno al siglo II a. C., pero en su transcurso a otros tiempos y pueblos sufrió un recubrimiento que lo metamorfoseó. El texto original de la India guardaba una fuerte familiaridad con los textos védicos y se basaba en el Pachatantra. Un halo religioso era, por tanto, consustancial al texto, y prueba de ello darían las numerosas frases extraídas de los Vedas que se insertaban en él. Sin saber muy bien cómo, el texto llegó al mundo islámico para cambiar completamente.

    Cuenta el inicio del texto que el libro que se nos refiere era, ciertamente, atesorado en la India, donde un rey muy sabio lo guardaba. Cosroes, rey no menos sabio de la Persia lejana, encargó a un hombre docto que abandonara sus menesteres, y que se procurará de cuanto necesitase para partir rumbo a la India. A sus oídos había llegado la noticia de que había un texto muy importante, con numerosas enseñanzas para quienes quisieran ser sensatos y sabios. Preparadas las cosas, el docto partió más allá del Indo, donde el rey de aquellas tierras lo recibió con honores. Los honores concedidos no fueron óbice para que aquel rey se negara a entregar el texto. Sin embargo, y como muestra de respeto, dejó que lo consultara y leyera cuanto quisiera en vigilancia. Así, el sabio leía y leía, pero siempre prudente de memorizar con su ágil mente las palabras del libro, que luego él, con tranquila maestría, vertía en sus papeles. El libro fue de ese modo conseguido. Y sin saber el rey de la India de esta artimaña su textó guardó, ignorante de que su contenido ya estaba en las manos de Cosroes. Este rey, magnánimo como pocos, vino a decir su súbdito que pidiera lo que quisiera, que sus tesoros y prerrogativas le eran ofrecidas al sabio, y éste, poco ávidos de cosas materiales, pidió que su actividad y mérito constasen al inicio del texto que había traído a la corte persa. Su deseo fue atendido.

   Con esta historia, que todavía hoy tiene su atractivo y fantasía, comienza Calila y Dimna. Pero lo que hoy tenemos en nuestras manos es obra de un pasado menos fantástico. La edición árabe cuyas páginas pasan nuestros dedos, se la debemos a Abdalá Benalmocaffa (s. VIII d. C), que ya desde el principio muestra el cambio del ámbito religioso (Pachatantra) al sapiencial:
"Este es el libro de Calila y Dimna, obra de ejemplos y relatos compuesta por los sabios de la India con la intención de reunir las expresiones más elocuentes de la tendencia que ellos sustentaban. Porque los sabios de todas las religiones y lenguas siempre han reflexionado, sirviéndose en ello de toda clase de artificios y con el propósito de liberarse de sus defectos apoyándose en los defectos mismos. Y para mayos claridad hicieron que las bestias y las aves protagonizaran el libro, representando en ellas los conflictos. Con esto descubrieron un procedimiento retórico y una didáctica analógica."
                                                                                                             (Calila y Dimna, p. 90)

   Y verdad que no le falta a quien así introduce el texto en pleno siglo VIII. El libro, en efecto, es un variopinta amalgama de historias, siempre protagonizadas por criaturas del mundo animal y siempre representando las circunstancias de las sociedades humanas. Predomina los temas cortesanos (cómo prevenirse de los malos comentarios, envidias, enemigos, etc), pero sin olvido del resto de casos en que nos vemos envueltos en la vida. Cada uno se codea en esta existencia nuestra con el engaño, las envidias, traiciones y muchas otras cosas... Y justamente Calila y Dimna, con sus criaturas no cuenta historia que no nos hayan pasado, ni que nos puedan pasar, pues sus narraciones guardan el código de las maldad y astucia humana.

   Calila y Dimna nos habla de aquello, valiéndose  siempre  de una estructura de muñecas rusas: un rey indio, Dibxalim, pide a un filósofo que le instruya en tal o cual artimaña, en tal o cual emoción, en tal o cual problema. De ese modo intenta saber cómo gobernar a sus súbditos de un modo justo e inteligente. El filósofo da lugar entonces a un relato en el que unos animales protagonizan un carácter y actitud y, en el mismo transcurso de esta historia, se entremeten otras historias de carácter educativo y sapiencial. Este es el mecanismo perfecto para poder introducir indefinidamente historias de tono aleccionador. Diecisiete capítulos conforman el libro, pero bien podrían ser treinta y uno o cien, porque la estructura permite introducir cuantas se quieran. El mecanismo es como una rueca, que puede hilar mientras se le introduzca hilo. Por eso mismo el texto se ha visto ampliado en su transcurso histórico sin problema alguno.

   El origen oriental no puede quedar menos patente que en lo ya dicho, pues siempre se llama "filósofo" (en el libro representado por la figura de Paydeba) a aquel cuenta estas historias. El filósofo es el que enseña a vivir la vida, a sortear las circunstancias y darles correcto cauce. Esto es menos obvio en la figura del filósofo tal y como se desarrolló en el occidente latino, donde el filósofo era el metafísico, el lógico, aquel que enquistaba su mente en una tarea intelectiva valiosa, pero generalmente alejada de cómo vencer las circunstancias adversas o de cómo conducirse frente a las inquinas de la corte. El filósofo oriental, Paydeba, no es objeto de desarrollo en el libro. Tampoco es algo que se pretendiera por la naturaleza misma del texto, pues tanto él como el rey son el manto formal que anuda las dispersas historias concentradas. Su condición es permanente y transeúnte al mismo tiempo: al inicio y fin de cada historia se hacen presentes, pero rápidamente ceden paso a animales personificados, contándonos de esa manera lo que nos costaría más reconocer, quizá por orgullo, como propio de la humanidad.

    El conjunto es sin duda sobresaliente, y se sorprenderá el lector de nuestros días descubriendo una versión  algo distinta del cuento de la lechera. También otras historias nos resultarán familiares, aunque cambiados algunos elementos no sustanciales. No nos lleve a sorpresa esto, pues Calila y Dimna fue traducido  por orden de Alfonso X a lengua castellana y el libro no tardó en verterse al resto de lenguas europeas. Calila y Dimna ha sido hacedero tanto en la cultura musulmana como europea; por suerte, ahora podemos gozarla en varias ediciones. La que yo manejo, de Alianza (2008), ofrece una sucinta introducción con apéndice en el que se comparan varias historias del libro con desarrollos posteriores de fabulistas europeos (don Juan Manuel, Samaniego o Lafontaine, por ejemplo). Es recomendable leer este libro, si no en esta edición en otra mejor, caso de haberla. Cuando menos es curioso el racimo de historias que nos ofrece.


lunes, 20 de agosto de 2018

"La princesa en llamas" de Ru Emerson

   Todos tenemos viejas añoranzas. En mi caso siempre estuvo el poder conseguir los tomos de la colección de Nova fantasía. Algún tomo (dos o tres) pude ver de pequeño, y era muy difícil no quedar fascinado por sus portadas. Eran una promesa silenciosa, pero llamativa, de continentes adornados con mitologías y monstruos diversos, esos libros con los que se podía escuchar a algún padre regañón: "¡eso te va a dar de comer!".


   Hoy por hoy se pueden conseguir a muy buen precio esos tomitos, y en ello me hallo, cuando mis maltrechas arcas me lo permiten. Uno de los que así obtuve es de autora poco publicada en España. Ru Emerson es su nombre. En el mundo anglosajón tuvo su éxito, pero aquí apenas se publicaron dos o tres novelas, entre las que podemos contar este libro de portada que destila cierta influencia de Luis Royo -sin tetas ni culo, lo que advierte que no es de él-. La atractiva portada debemos atribuirla, sin embargo, a Juan Giménez, nombre que rápido despierta el recuerdo de "La Casta de los metabarones" . Pero volvamos a lo primero. Ru Emerson cuenta en este volumen con la presentación favorable de Miquel Barceló, buen conocedor del género fantástico. En las pocas páginas que preceden el libro nos esboza los marcos generales en los que se había desarrollado la espada y brujería, así como la fantasía en general. Estaba delimitado, el género, por un machismo flagrante, según Barceló, que comenzaba a atenuarse por diversas escritoras de aquel tiempo. Marion Zimmer Bradley y C. J. Cherry son nombres fuertes en el género, que le sirven de ejemplo. También Ru Emerson es añadida a la lista sin vacilación. Sin dudar de la verdad del introductor, no es menos cierto que esos nombres se hallan en la misma colección. El feminismo, o un supuesto feminismo, comenzaba a ser reclamo comercial hace ya unas décadas, como bien queda patente en este libro publicado en España en 1990.


    Dejando los preámbulos, vayamos con la historia. "La princesa de las llamas" pretende ser un mundo de fantasía, aunque es más caballeresco que fantástico (o eso parece pretender). Nos sitúa en un reino de corte medieval, donde un anciano decidido y fuerte, Alster, gobierna con sabiduría sus dominios, apoyado por los mercaderes y el pueblo y, de una manera más distanciada, por la nobleza de la que él se aleja. Acompañan al monarca un plantel de hijos. Por un lado tiene cinco herederos provienientes de su mujer, la reina, a la que él desterró por considerarla una trapacera de muy mal carácter. Sus hijos (Sedry, Hyrcan, Rolden y dos hijas), por tanto, no están en buenos términos con su padre. Solo la hija de una mujer sin cuna ni nombre que es llamada Elfrid disfruta de la compañía del anciano. El resto de hijos no hace sino esperar el momento en que el anciano rey deje sus poderes pues, como buen nido de víboras, pretenden hartarse en sus vicios y flaquezas. Como Alster goza de salud los primogénitos acaban por considerar que es momento de pasar hoja, de inaugurar un nuevo tiempo. El sucesor directo, Sedry, apoyado por sus hermanos, inicia de manera silenciosa una rebelión. Sus malas intenciones se ven coronadas por el éxito. Poco después de afianzarse en el trono, destierra tanto al padre como a su medio hermana, y los manda lejos del reino, sin protección, comida, cuidado y con la amenaza a todo aquel que les de asilo y comida en el reino. El antiguo rey enloquece al ver el proceder de sus hijos, al verse asaltado en su lecho por espadas que pensaba fieles. Así es como concluye la parte inicial de este libro. En los restantes dos tercios de la novela Elfrid intenta alcanzar la venganza contra sus hermanos.

   Hasta aquí he dado una descripción general del asunto de la novela, sin caracterizar demasiado a los personajes. En general puede decirse que no son muy llamativos. Sedry, el usurpador, es el arquetipo del suspicaz, que por sus malas artes y sus malos pensamiento queda atrapado. Hyrcan es simplemente el carnicero de la familia, un hombre empeñado en matar y en querer ser temido. Rolden es el bondadoso de entre los cinco hijos primogénitos. Juega un papel menor en el novela y de hecho aparece poco. Con menor peso ocupan el libro las dos hermanas, que tan solo al principio de la novela tienen una breve intervención y después ya poco se sabe de las mismas. En cuanto a Elfrid, ¿qué diremos sino que es la noble, la sensata y, en definitiva, el personaje al que van dirigidas todas las cartas favorables del libro? Este elenco, particularmente, no me ha resultado interesante pues sus personajes acaban como empiezan, sin que los hechos que acontecen en las páginas horaden o moldeen su carácter.

   Hay que añadir que los hijos de Alster y el mismo Alster tienen unos poderes, llamados "Dones", que consisten en cierta adivinación de mentes, pero esto apenas es explotado en la novela. Unos no lo dominan por falta de disciplina (Hyrcan) y otros sí (Sedry y Elfrid). Es una oportunidad desaprovechada, sin duda, el que Ru Emerson no haya empleado este elemento para enriquecer la trama. Como también lo es el uso de cartas del tarot para barruntar el futuro de los personajes. Este aspecto se desarrolla más en la novela. Tanto el empleo de las cartas como el asunto de los dones me ha recordado a Los príncipes de Ámbar de Zelazny, vestidos de otro y peor ropaje, resultando en un desaprovechamiento de los mismos.

   El mundo es también una oportunidad perdida por Ru Emerson. No se explota ni explica la religión. Esta queda sepultada por la invocación (muy poco informativa) a "los Dos". La religión es un matiz de color en el tapiz que es un mundo de invención. Aporta credibilidad. A propósito de esto último, no hay mapa, ni suficientes datos geográficos que permitan al lector "imaginar" el mundo que se propone. La corte también es un ámbito descuidado. El consejo de nobles, llamado Witan, es solo mencionado. No hay personajes nobles, o de otro tipo, que añadan subtramas de interés que muestren el malestar (o no) de las distintas clases sociales.

   Con estos elementos se construye un libro de 370 páginas en el que se simula un viaje interior del que nos avisan las partes en las que se divide el escrito. Estas son: "La bastarda", "El arzobispo" y "Elfrid". Todas ellas nos informan de que la protagonista, Elfrid, es vista cada vez de una manera. Por sus hermanos como una bastarda; por la sociedad, y aquí reservo cierto información para no desvelar nada, como un arzobispo. La novela termina con un personaje femenino que se define a sí mismo del modo en que quiere ser definido, sin que desde fuera se le asigne un rol y una función, como en las dos primeras partes. En este sentido, la novela es una búsqueda de la propia identidad femenina desmarcada de las definiciones del entorno. Aquí es donde, digamos, puede uno encontrar el mayor aspecto de "reivindicación" de la novela.

   Concluyendo: novela entretenida, con muchas oportunidades perdidas, elementos no desarrollados y personajes sin interés. La historia huye del tono moralizante, pero hay un poso de enseñanza que nos advierte de ciertos caracteres y de cómo pueden estos, sin necesidad de mano enemiga o mal azar, causan su propia desgracia. Junto a la historia el ambiente que predomina es el caballeresco, a veces en menoscabo de las escenas (del final no pude evitar reírme, por malo y previsible). El libro guarda cierta dignidad, es cierto, pero esta es mermada constantemente por cosas que podrían haberse empleado mejor. 





sábado, 28 de julio de 2018

"Platón y el orfismo" de Alberto Bernabé


   Es usual leer categorías en libros que versen de Platón en estos términos: órfico-pitagórico, orfismo, las enseñanzas de Orfeo, etc. Y, normalmente, no se dice nada más. La cuestión queda aplanada, casi silenciada, por esas mismas palabras que parecen explicarse a sí mismas sin necesidad de posterior indagación. El libro que hoy reseño, más que emplear de un modo lateral tal asunto, afronta con valentía el reto intelectual de rebuscar entre textos griegos, las más de las veces incompletos, para investigar en profundidad el significado de tales términos. Se ocupa, y mucho, por precisar qué es orfismo, qué pitagorismo, cómo llegan al sabio ateniense que fue Platón, si este los filtra, o no, y también aporta datos acerca del desarrollo de dichas corrientes. Todo ello lo hace Alberto Bernabé con cuidado, detenimiento, cariño y una profunda erudición en "Platón y el orfismo" (2011).

   El libro se estructura en dos partes bien delimitadas y proporcionadas, resueltamente planificadas y con una arquitectónica organización de los contenidos. La primera de las partes está dedicada a a un registro minucioso de las veces que Platón menciona a Orfeo o los escritos órficos, esperando con ello alumbrar las impresiones que aquel pensador guardó sobre el personaje mitológico. La segunda, más que una minuciosa búsqueda de los contextos en que se habla de Orfeo, busca las afinidades e influencias con las que el orfismo impregnó, caso de hacerlo, en el pensamiento del filósofo ateniense.

  Cuando Bernabé busca las alusiones a Orfeo encuentra que, al parecer, dicha figura no era del gusto de Platón. Junto a las consideraciones compartidas con el resto de griegos de que la música de aquel tenía gran poder sobre hombres, animales y hasta plantas, sorprende hallar que Platón le acusa de cobardía, y aun de dedicarse al encantamiento (por la música), fenómeno que Platón no podía sino desaprobar. La manera de atraer las almas debía ser mediante razón, no por encantamiento de los sentidos. Además de tener en mala consideración al mítico músico, también cayó sobre la profusa literatura escrita bajo su nombre la pésima consideración del ateniense:
"Platón califica el conjunto de obras atribuidas a Orfeo con una palabra griega que he traducido como ''barahúnda'' (omados) y que se aplica en griego al ruido producido por abundantes voces en las que no es posible distinguir ninguna, a la manera del rumor de múltiples conversaciones mezcladas que oímos en un local público lleno de gente. En la consideración de Platón, pues, las obras atribuidas a Orfeo son muchas, contradictorias y confusas, lejos de un coro armónico, y no permiten sacar nada en claro de ellas. En principio no se trata se trata necesariamente de una crítica sobre toda la literatura órfica, pero sí parece claro que el autor censura la proliferación y las contradicciones de los poemas de Orfeo".
                                                                                                    (Platón y el orfismo, p. 33)

   Ante la falta de unidad de lo que se ha venido a llamar "orfismo" ya nos pone sobre aviso en varias ocasiones Bernabé. Por orfismo debe entenderse un conglomerado de escritos que daban acomodo a meros creyentes, profundos pensadores, agudos intérpretes de textos, pero también charlatanes que prometían  salvar las almas con ritos para aquellos que participaran (previa aportación de óbolos).

Orfeo representado en un mosaico romano

   La segunda parte del libro está dedicado, como ya se dijo, a la influencia que la ''barahúnda'' de textos órficos fue capaz de ejercer sobre Platón. Y aquí encontramos un arco de temas, bien interrelacionados, que dan noticia de sorprendentes similitudes, adaptaciones o desfiguraciones que hizo Platón del orfismo. Desde comparaciones entre teogonías, mitos o escatologías, se nos pone en la pista de una aceptación muy matizada de ciertos contenidos órficos. Me resultó de particular interés cuando se nos informa de la extrañeza que sentían los griegos ante la idea de que el alma fuera inmortal. Dicha concepción la asociaban los griegos a pueblos extranjeros, y rara vez se consideró. Platón, siguiendo a los órficos, postulaba que el alma era "athanathos", que viene a significar algo más que la mera expresión "no perecedero". Acudiendo a los contextos en que se emplea dicha palabra, Bernabé avisa de que se usa para referirse a los dioses, de lo cual colige lo siguiente: que el alma en Platón alcanza la calidad de divina, conservando su capacidad de percepción e intelección una vez abandonado el cuerpo (cosa que en Homero no era así, pues el alma era una mera sombra tras la muerte del cuerpo, disminuida en todas sus facultades). 

   La interesante exposición por la que nos conduce el autor está completamente guiada por el empleo de fragmentos de Platón, de poetas como Píndaro y otros, así como de fragmentos órficos. A ellos nos remite constantemente Bernabé y se pueden encontrar en un apéndice al final del libro. Resulta incómodo en ocasiones, y no por ser perezoso, sino porque en ocasiones, hecho el esfuerzo de cortar la lectura, uno encuentra que el fragmento se halla en griego antiguo.

   Por todo lo demás sólo haría un pequeño comentario, y es que en algunos momentos se emplea el diálogo pseudoplatónico Axíoco. Quizá haya  estado despistado, pero no recuerdo haber leído una justificación que permita el empleo de un diálogo que no es del propio Platón para hablar, precisamente, del modo en que el orfismo influyó en el pensador ateniense. El resto de la obra se puede contemplar como un texto sin mácula, muy erudito y que pone al lector en contacto con una literatura especializada de interés. Al inicio del libro, Alberto Bernabé expresa la ilusión (p. 15) de que su libro resulte en un instrumento o herramienta que capacite a otros un trabajo "more philosophico". No nos cabe duda de que ello lo conseguirá, pues son muchos los méritos que esta obra suya merece. 

sábado, 21 de julio de 2018

"El profeta" de Gibrán Jalil Gibrán

La libertad


Y un orador dijo: "Háblanos de la libertad"

Y el respondió:
"A las puertas de la ciudad y junto al fuego de vuestros hogares,
os he visto de rodillas adorando vuestra propia libertad.
Como esclavos que se humillan ante el tirano y lo ensalzan
mientras él los martiriza,
Sí, en el jardín del tiempo, a la sombra de las ciudades,
he visto a los más libres de vosotros llevar vuestra libertad 
como un yugo, como un dogal. 
Y mi corazón sangró en mi interior: porque sólo seréis 
libres cuando el deseo de la libertad no sea un arnés para
vosotros, y cuando dejéis de hablar de libertad como de 
una meta y un logro."



sábado, 30 de junio de 2018

"La consolación de la filosofía" de Boecio

   

    Los últimos tiempos del imperio vinieron acompañado de todo aquello que es nefasto: la inseguridad, la impunidad y la salvajez eran la compañía habitual de todos los habitantes de la península itálica. Depuesto el último emperador de Roma (478 d. C.), Rómulo Augústulo, se pone fin a las glorias de la Roma imperial. La enseña romana sólo campea con libertad en Bizancio, pero esta deberá aguardar a su propio ejecutor. En  el oeste, los bárbaros se adueñan y reparten lo poco que queda del imperio romano de occidente. Dos años después de que Rómulo Augústulo fuera depuesto por Odoacro nace un ilustre hombre en Roma. Anicio Manlio Severino Torcuato Boecio fue su nombre, y provenía de una antigua estirpe patricia romana. 

   En los cambiantes tiempos que acechaban a los italianos, Boecio crecería sobre un estado cadavérico, que guardaba las instituciones y cargos del extinto imperio, pero que se hallaba sojuzgado a fuerza bárbara. Aun con esto, hubo cierta integración entre romanos antiguos y godos, y durante un tiempo el patriciado pudo seguir desempeñando ciertas funciones en la política. Boecio, como miembro de un clan antiguo, desempeñó importantes cargos  pasados sus años mozos. Y no sólo destacó por mostrar habilidad política, resolución diplomática y decisión firme, sino que también fue hombre de letras: ambicionó el gran proyecto de poner a salvo la cultura antigua. 

   En los tiempos que corrían, no sólo el mundo político y social se hallaba carcomido, también el cultural. Los romanos ya no eran tan cultos como antes: los centros de cultura se apagaban en el occidente, y hasta conocer el griego, signo de distinción compartido por toda persona culta en el mundo antiguo, comenzaba a verse como algo extraordinario. En este contexto compuso en 507 De institutione arithmetica, De instituone musica, De institutione geometrica y De institutione astronomica. Allí guardó de modo coherente los avances en matemática, música, geometría y astronomía que había alcanzada la Antigüedad. Esto no era suficiente a su parecer, y no tardó mucho en embarcarse en un proyecto mayor. Concibió la idea de verter a lengua latina todas las obras de Platón y Aristóteles. En 512-514 tradujo y comentó  el De interpretatione de Aristóteles, así como Analitica priora, De divisione y otros cuantos tratados. No se acercó únicamente a las ciencias y la filosofía, pues escribió, y no poco, sobre teología: Liber contra Eutychen et Nestorium, De trinitate, De fide catholica. Esta abundante producción y brillante carrera se truncaría por asuntos de política exterior: los bárbaros y el Imperio Romano de Oriente se hallaban en recelo el uno con el otro y, así, el Senado de patricios en Roma  se hallaba bajo la sospecha del rey bárbaro, Teodorico. Las envidias a la brillantez de Boecio por parte de los filo-godos se trocaron en acusación. Era el precio a pagar por haber desmontando acusaciones contra el Senado romano en 523. Un año después es encarcelado en Pavía y, tras pocos meses, condenado a muerte. 

   En los meses en que sufrió reclusión, en Boecio no dejó su imaginación de alumbrar tareas en que ocuparse. Y así, entre las paredes de su celda, con papeles que probablemente sus amigos le pasaban de hurtadillas, confeccionó una obra gloriosa: La consolación de la filosofía. En sus páginas se pregunta cómo es posible que el orden imperturbable que se da en las estrellas y en el conocimiento no se de en el mundo humano. ¿Por qué la racionalidad que uno encuentra en la matemática no puede hallarse en la política? ¿Por qué las bajas pasiones, la avaricia y la envidia se enseñorean de todo gobierno?Acongojado por la muerte que ya sospecha, se abandona al llanto, momento en que la Filosofía se personifica con figura femenina ante él. Erguida y digna, le increpa que no se deje vencer por las circunstancias. Comienza un libro compuesto de cinco grandes partes  en las que se habla de todo: de la suerte, de la desgracia, de bellacos y justos, del orden humano, del divino, de los planetas, de los pecados, del destino y finalidad del hombre... Hay toda una cosmovisión caldeando cada una de las líneas del texto, que se reparte entre las más agudas líneas y los más bellos y  misteriosos versos, pues la obra combina tanto el poema como la prosa. 

   Expuesto el orden celeste y el humano, habiendo visto cómo la mano benévola de una fuerza mayor ya ha dispuesto todo para un bien mayor, Boecio se cura de llantos y lágrimas. La Filosofía ha conseguido calmarlo, hacerle ver que él se halla en lo cierto y que, aunque él se vea desfavorecido por la Fortuna, sus cambios responden a un cierto orden, que nunca es ciego:
"De hecho está en vuestras manos la posibilidad de dar a la Fortuna la forma que prefiráis: cada vez que la Fortuna parece adversa, si no tiene la función de poner a prueba o la de corregir, tiene la función de castigar" 
                                                                        (La consolación de la filosofía, IV 6 7) 
   Por su original mezcla de ideas, de halo platónico atemperado por estoicismo, el escrito sobrevivió, y aun llegó a ser el texto más leído (tras de la Biblia) en el Medievo. Todavía en el Renacimiento cosechaba éxitos, pues la belleza del texto fue cara a los humanistas, avaros de sententia aurea (frases ilustres que se remiten a alguna figura reputada) con los que decorar sus misivas y escritos. Hoy todavía es un texto de gran valor, aunque ciertamente técnico. Precisa de cierta familiaridad con el campo filosófico, pero que eso no nos lleve a asustarnos, porque si, invadidos por un miedo inicial, nos alejamos del libro, perderemos una rica y dulce fuente de literatura sapiencial. Para acceder a sus mieles tenemos las útiles indicaciones de Leonor Pérez Gómez en edición de Akal, con extenso prólogo y amplias y útiles notas que sirven de asidero, para evitar el vértigo que provocan las referencias lejanas al lector moderno.


sábado, 5 de mayo de 2018

"León el africano" de Amin Maalouf


"Durante el resto del viaje, me contaron las historias más extravagantes acerca de estos gigantescos lagartos que son el terror del alto Egipto. Parece ser que en tiempos de los faraones y, luego, de los romanos, e incluso en los comienzos de la conquista musulmana, los cocodrilos hacían pocos estragos. Pero en el siglo tercero de la hégira aconteció un hecho de lo más extraño: en una gruta próxima a Manfalut hallaron una estatua de plomo que representaba a uno de esos animales de tamaño natural, cubierta de inscripciones faraónicas. Considerando que se trataba de un ídolo impío, el gobernador de Egipto en aquella época, un tal Ibn-Tulún, ordenó que los destruyeran. De la noche a la mañana, los cocodrilos se enfurecieron y comenzaron a atacar de forma odiosa a los hombres, sembrando el terror y la muerte. Entonces se comprendió que la estatua se había creado bajo determinadas conjunciones astrales para domar a aquellos animales"
                                                                                                   (León el africano, pág. 220)

   De viajes y caminos hablé en mi última entrada en este blog y, vuelvo aquí, a caer presa de un viaje. No es una meditación sobre el mismo hecho de viajar o caminar, sino más bien de una aventura concreta lo que traigo a colación hoy. León el africano es con toda claridad una novela que presenta a un viajero, un homo viator (desprendiendo tal categoría del sentido escatológico usual).

   Hasán, hijo de Mohamed el alamín, es el personaje que protagoniza la novela que nos ocupa. Nacido en el decadente reino de Granada, donde todavía se descubre  una mota de esplendor, que pronto barren las muy católicas Castilla y Aragón. Tal escenario le toca en premio de nacimiento a Hasán quien ve, antes de esta decadencia, la vida normal de familiares y vecinos. Se cría y forma en las costumbres musulmanas, y nos cuenta con todo lujo de detalles muchos rasgos de la cultura granadina llamada a extinción. Su padre, persona de cierta importancia en el reino musulmán, le garantiza estabilidad y prestigio. Mas con el avance de las tropas católicas vendrá a ponerse fin a su apacible existencia. Boabdil, el último rey moro en la península, firma la paz para proteger a sus gentes de la devastación y para asegurarse cierto bienestar. La puerta por la que sale Boabdil será cerrada y, junto a esta, se sella el final de la presencia musulmana en la península. Las tornas cambian, las campanas arrancadas de Santiago por Almanzor son por fin honradas con la venganza.  No se mata a ningún musulmán, pero sí se les presiona para cambiar de credo o marcharse. La familia debe huir o resignarse a cambiar sus creencias.Y así es como se inician las jornadas de Hasán, que pasa con su familia al norte de África.

   Alcanzada la nueva tierra, nuevas desventuras parecen amenazarlos, pero la familia las salva como mejor puede y, poco a poco, nos surge un tremendo afecto por la mayoría de los personajes. Simpaticé de forma especial con el padre, alicaído cuando se le arranca una de sus mujeres, de origen cristiano. Por ella sacrificará honra, dinero y casi la familia junto a sus vidas. Pero eso mejor lo dejo para quien lea a Maalouf. Hasán con el tiempo se convierte en comerciante, y muy rico por cierto. La fortuna le acompaña como a todos: de modo pasajero. Tan pronto le da como le quita. Así en Tombuctú, en Egipto y hasta en Roma. Sí, este personaje, que existió en realidad, fue raptado y llevado a Roma. El Papa de los Médici (León X, si la memoria no me ha de fallar) le acoge con cariño. En la Roma del lujo y la extravagancia, un musulmán que hable latín y al que se le instruye en las escrituras y el hebreo no es una extravagancia más, sino un artilugio que, por raro, es más digno de mostrar que el oro engastado. Precisamente, por esa generosidad, Roma es sospechosa: de Alemania llegan las homilías de la Reforma, cantos de sirena que matarán por un siglo a todos los hombres y mujeres que las escuchen. La novela terminar precisamente con este plantel: una cristiandad agresiva, dividida y con Roma saqueada (el saco de Roma de 1527).

Saco de Roma

   Es seductor pensar que dicho momento es escogido de modo significativo: una vez visto el refinamiento de las sociedades musulmanas, bastante tolerantes y cultivadas que, sin embargo, son acosadas (el avance de Portugal hacia el sur, la toma de poblaciones en el norte de África por manos castellanas...), uno choca con el mundo católico al borde del abismo. Es como si se quisiera mostrar que unos no eran tan incultos como se dice y que en otros, mejor considerados, florece la barbarie en el seno de una de las épocas más mitificadas de Europa: el Renacimiento. Cuando alguien escucha la palabra "Renacimiento" piensa en esculturas, edificios y en Italia, pero no en Lutero y en la sangre que bautiza dicho período. Con esta carta, Maalouf se nota que quiere mostrar ciertos valores cosmopolitas: la salvajez o el refinamiento no son patrimonio de un pueblo; más bien estos se reparten en fortuna en el péndulo de la historia, cayendo ora aquí ora allí. Algo de ese cosmopolitismo nos es entregado en las primeras líneas de la novela: "(...) me llaman hoy el Africano, pero ni de África, ni de Europa, ni de Arabia soy. Me llaman también el Granadino, el Fesí, el Zayyati, pero no procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu. Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía". ¿Cómo no recordar  a Marco Aurelio?
"Mi ciudad y mi patria, en tanto que Antonino, es Roma, pero en tanto que hombre, el mundo"
                                                                                                             (Meditaciones, VI, 44)

   Esto que decimos es comprensible si tenemos en cuenta los orígenes de Maalouf, mezcla de sangres muy variadas (padre libanés y madre francófona). Ya parece que dio muestras de  intentar tender puentes entre culturas con un ensayo, que solo he mirado por encima, Las cruzadas vistas por los árabes (1983).

    Es mejor que no discurramos más sobre esta novela para respetar a quien se acerque al libro. Baste decir que vale la pena. Maalouf ha hecho un ejercicio literario de interés, revestido de tono poético muy adecuado. Genera un encanto que hace de su lectura una delicia.


domingo, 8 de abril de 2018

"Elogio del caminar" de David Le Breton


   ¿Puede ser el caminar un tema digno del pensar?¿Un tronco que, arrojado al fuego de la mente produzca una gran y aguda llama iluminadora? En un principio diría que no, pero fíjate que la vida, y sobre todo los libros, le hacen a uno tener que cambiar, y pensar cosas que antes no hubiera imaginado. El Elogio del caminar, un libro breve de un francés, me ha hecho disfrutar de una reflexión. Corto y de buena factura, este libro nos dirige a expandir nuestra indagación a un fenómeno aparentemente anodino como el del andar. ¿Qué se puede decir de esta actividad tan modesta que, por corriente, resulta invisible a nuestra atención? Breton maneja varios referentes para guiarse a sí mismo y al lector en la senda que trazan sus líneas y palabras. Una senda que apunta al caminar como un espacio de interrupciones. 

   Caminar implica no cumplir acto social alguno, pues nos encontramos en contacto con la naturaleza, donde no rigen las normas de la familia, de la amistad o del trabajo. En ese estar en naturaleza hacemos, además, una actividad sin finalidad productiva y, generalmente, silenciosa. Estas tres condiciones dan al caminar la dignidad de espacio distinto al resto que habitamos en nuestras actividades cotidianas. Se presenta en ocasiones, por estas mismas características, como espacio de resistencia. Frente a un mundo del producir para tirar, del estar constantemente en una rueda de formación, de una inflacción de la actividad y de la presencia constante del ruido, caminar se presenta como  un refugio.

"El único silencio -provisional- que conocen nuestras sociedades es el de la avería, el fallo de la máquina, el fin de la transmisión; es un cese temporal de la tecnicidad más que la urgencia de una interioridad."
                                                                                                  (Elogio del caminar, p.53)

   Breton presenta el hecho de caminar como una granada, discurriendo sobre cada uno de sus elementos: de las heridas que conlleva el viaje, de la compañía (animal o humana), del petate que llevamos a cuestas, de la lucha contra los elementos y, así, va desgranando esa granada que se nos figura el andar. Entre los elementos que trae a colación hallamos la vida de aventureros que caminaron por vastas regiones del planeta; genuinos viajeros, de los que llevaban el trotar en la sangre y las venas. Álvar Núñez Cabeza de Vaca es el caso que más me llamó la atención. Pero no solo de vidas se nutre el autor, también entabla un libre diálogo con muchos escritores que hablaban sobre el tema que nos ocupa. Henry David Thoreau ocupa un lugar central en este punto y las referencias a él atraviesan todo el libro, de principio a fin.

   Todo esto lo hace con la convicción de que andar es una condición crucial: no sólo es un apartarse de lo cotidiano ruidoso, es también algo que nos cambia. Se dice sobre eso que "(...) la alquimia de la ruta lleva a cabo su eterna tarea de transformar al hombre, de volver a encauzarlo en el camino de su vida." (p. 159).La imagen del peregrino, yendo a lugares sagrados, sea Santiago o Jerusalén, son los cosas más notables de andar en este sentido transformador.

   A pesar de resultarme todo muy interesante, no he podido evitar pensar un par de objeciones. La primera es si podemos concebir andar como un acto tan apartado de nuestros protocolos habituales. ¿No está más de moda que nunca andar con el fin y la intencionalidad no de disfrutar sino de adelgazar? ¿No podemos decir que esa actividad que nos acompaña desde que bajamos de los árboles ha sido fagocitada por la industria del deporte y, con ello, se ha adueñado de dicha actividad?¿Y acaso esa apropiación, de la que participan con el fin de adelgazar, no repercute a la hora de potenciar otras rutinas (quien hace ejercicio es más productivo en su trabajo pero además es que vive más tiempo para desempeñar ese mismo trabajo)? A propósito de esa objeción me surge la segunda: en una determinada parte (pp. 89-91) desliga pasear del caminar, diciendo de la primera que es inferior en categoría a la segunda.

"El paseo es una forma menor -y sin embargo esencial- del caminar. Rito personal, practicado sin cesar, ya sea de manera regular o al azar de las circunstancias, en soledad o en compañía, el paseo es una invitación tranquila a la relajación y a la palabra, al vagabundeo sin objetivo preciso, a retomar el aliento (...)" 
                                                                                              (Elogio del caminar, p. 89)

   ¿No resultará que, por ser una actividad libre de objetivo alguno merece más y mejor elogio que el caminar, inserto este en una industria que potencia nuestras inercias en las cadenas de producción donde producimos (sean bienes materiales o sean culturales)? Estas, sucitamente expresadas, son las dos cuestiones que pondría sobre la mesa como elemento de debate con el autor.

    Aquello lo digo desde un gran respeto y admiración por el libro, que es portentoso en su prosa, muy cuidado. Mi conocimiento y disfrute del Elogio del caminar lo debo a un buen amigo, uno que práctica una vida salvaje, uno con el que merece la pena si no pasear al menos caminar, pues siempre tiene alguna recomendación o idea de interés. A él le agradezco que me recomendara y regalara este libro.

viernes, 30 de marzo de 2018

"He aquí el hombre" de Michael Moorcock


   Karl Glogauer percibe una temperatura anormalmente alta. La caída es inminente. Siente el choque contra el suelo y la mala fortuna de su cuerpo. Músculo, huesos y sangre se dan en unión para causarle dolor.  Gloglauer ha viajado en una máquina del tiempo a un pasado remoto. Nada menos que a la Palestina de los tiempos de Jesucristo. Lo hace movido por una fijación: encontrar al personaje histórico de Jesús de Nazaret. Así es como se inicia esta novela de Michael Moorcock, el mítico creador de Elric de Melnibone.

   A partir de aquel punto de arranque la pequeña novela de Moorcock maneja dos momentos entrelazados. El presente en Palestina de su personaje y una línea temporal del pasado, que nos informa de la infancia de Glogaeur, de su crecimiento, traumas, peripecias y de sus obsesiones. Particularmente se da acento a las obsesiones. Estas atraviesan toda la obra y son las que le dan sentido. Principalmente se centran en la manera en que los demás contribuyen a crearnos a nosotros mismos: lo que ellos ven en nosotros y esperan, nos obliga de algún modo a responder. Así, se plantea en la juventud y en la incipiente madurez de Glogauer la dificultad de no querer amoldarse a lo que se proyecta sobre nosotros, de ser sujeto sin los otros. 

Con Gerard era serio, intenso, inteligente. Con Johny era superior, burlón. Con algunos era tranquilo. Con otros, ruidoso. En compañía de estúpido era tan feliz como un estúpido. En compañía de aquellos a quienes admiraba, se sentía complacido si podía parecer astuto. 
-¿Por qué soy todas esas cosas a todos los hombres, Gerard? Simplemente no estoy seguro de quién soy. ¿Cuál de todas esas personas soy realmente, Gerard? ¿Qué es lo que está mal en mí?                                                                                                                                                                                         (He aquí el hombre, p.81)
   Dicha preocupación se trufa en toda la novela con flecos y coletazos que hacen referencia a Jung. Glogauer es huérfano doble: de padre biológico y espiritual. Junto a la honda presencia de la madre, su protección y una infancia poblada de maltratos, el cuadro que se muestra es propicio para que algunos saquen el cigarro y empiecen a crear churros dialécticos de procedencia psicoanalítica. El conjunto es algo inconsistente, pero consigue dibujar una psicología tormentosa del personaje que lo hace cautivador. Lo suficiente para interesarnos. 

   Junto al olor de temas emparentados a la new wave, se respira otro más perturbador: la puesta en cuestión del relato cristiano acerca de la vida y gestas de Jesús. El personaje principal, nada más encontrarlo, se sorprende, y la sorpresa da paso a la náusea y la huida. El molde de la historia es un jarrón tan frágil que, con solo una visita a una casa, se rompe y fragmenta. Ese es el embiste más directo de Moorcock, el más provocador. El otro, que hace flaco favor a la novela, son discusiones que pretenden altos vuelos acerca de lo que el cristianismo es. El resultado ahí es más bien pobre.

   Con estos elementos Moorcok probó suerte en el género de la ciencia ficción. Género en el que, por lo poco que se, escribió más bien poco. Es una ciencia ficción religiosa, provocativa y muy interesante. Sus 49 años no han disminuido su atractivo. Es una novela de elemento más bien reducidos, pero muy bien medidos. Todo está dispuesto de modo convincente, y más de una vez nos sorprende con potentes imágenes. Alguna cosa falla, como el aspecto del viaje en el tiempo, suceso narrado para salvar la coherencia de la historia, pero que está solventado de manera muy ligera, casi improvisada, para salir del paso. A excepción de eso, estamos ante un potaje de ideas interesantes. Un Moorcock poco usual.

   Pese a lo que pueda parecer no he escogido este libro adrede para estas fechas. Estaba en la pila y sin saber muy bien de qué trataba lo empecé. En dos tardes absorbí su amargo licor. Y, de hecho, me llevó a indagar ciertas cuestiones, pues estas cosas me interesan, dando con una interesante conferencia. La pongo para aquellos que, después de leída la novela (o antes) busquen material sólido sobre la materia.


sábado, 24 de marzo de 2018

"Paladín" de C. J. Cherry



   Normalmente no tengo problemas para poner bajo una categoría una novela. Siempre hay excepciones, claro, y unas son más ambiguas que otras. Paladín de Cherryh pareció escribirse para poner a prueba al lector de fantasía y casi diría poner a prueba a cualquier lector. Esta escritora ambienta siempre sus mundos dentro del género fantástico y de la ciencia ficción. Es por eso que, cuando uno abre su libro y ve un mapa, sonríe pensando "una novelita de fantasía". Pues no. Esta novela no tiene nada de fantástico. Sí que tiene mucho de imaginario, pues inventa un mundo antiguo que podríamos decir que se corresponde con la antigua China. El nombre oriental de los lugares, la descripción de la figura del emperador (como unión entre el cielo y la tierra) o el carácter que intenta imprimir en algún personaje, nos ponen sobre la pista. Escrita originalmente en el 88, la novela pretende conseguir aliciente gracias al oriente, tan de moda en la segunda mitad del siglo pasado y que todavía persiste. He leído todas sus páginas en la edición de Círculo de lectores, edición de portada horrible, y no hay ni un solo elemento de fantasía.

   La historia comienza cuando una joven, de nombre Taizu, busca la instrucción de un caballero de armas para devolver golpe por golpe. Es el típico personaje atormentado por un pasado doloroso. El hombre al que acude, Shaukendar, es un antiguo caballero de corte que, por distintas intrigas, acaba desterrado en los confines del imperio. No contaré más de su pasado, que también cae en la típica historia del remordimiento por lo no hecho.

   Aquellos dos personajes ocupan toda la narración, y aseguro que por ellos es tormentosa la novela. Tormentosa porque uno se cansa muy rápido de Taizu. Con ella Cherry parece intentar mostrar un personaje femenino fuerte, habilidoso, pero es todo lo contrario: es un saco de dramas que requiere de la ayuda del varón fuerte para afrentar la dificultad  interna (sus traumas) y externa (su venganza). En cuanto a Shaukendar cambia un poco más la cosa, aunque no os emocionéis. Su atractivo reside en que tiene más registros y, por ello, tiene más cartas que jugar en la novela. No por eso se empatiza con él (a veces parece un pervertido con algún golpe ocasional de gracia), pero en general cae más simpático y queda como un bonachón, regruñón, dispuesto a defender causas nobles.

   Con este plantel tan poco animado Cherryh gasta generosamente la mitad de la novela en el entrenamiento de Taizu. Una cuarta parte se dedica a viajes y, tan solo en la última parte, despunta algo, no mucho, la narración. El estilo va parejo al nivel general de la novela y su mayor virtud es no despuntar. Es una novela que  se salva de la caída por poco. Digna, pero nada más. Desde luego no merecedora de una relectura.


domingo, 4 de marzo de 2018

"Argonáuticas" de Apolonio de Rodas


   Enfrascado en lecturas de mucho seso, me vi empujado a leer uno de mis pasatiempos, una novela de Roger Zelazny. Se titulaba Tú, el inmortal y, como los caminos de la lectura son misteriosos, unas pocas analogías con los argonautas me dirigieron como una flecha hacia el texto de Apolonio de Rodas. Llevaba ya tiempo olvidado y reclamaba mi atención. Una deuda ha sido saldada.

    En mi recuerdo no perdura con mucha alegría la lectura de la Ilíada. En mejores términos quedamos la Odisea y yo. Pero mi lectura de ellas en mi juventud me hizo temer la poesía épica griega. Nunca quedaron enmarcadas en mi recuerdo como lecturas de descanso. Al contrario: el lenguaje arcaico, los dioses que no conocía y las notas que cortaban constantemente mi lectura, provocaron que las considerase lecturas arduas. Al comenzar a leer este poema, el de Apolonio, me di cuenta de que el tono era distinto. Se notaba un aire diferente en su sooridad. No en vano varios siglos distancian un autor del período helenístico (Apolonio) de otro del que se duda hasta que haya existido (Homero). Un espíritu todavía mítico, de aurora imperecederamente ancestral envuelve todo. Y, sin embargo, se palpa que el mundo inicia su desapego de los olímpicos. Entre hazaña y hazaña se deja caer alguna historia sobre el origen de esta o aquella ciudad, casi siempre fundada por algún héroe o algún dios que reposa de sus devaneos olímpicos. Así, se dispone del capítulo antecedente de Heródoto, del descubrimiento de los pueblos, el auge del comercio, el conocimiento de nuevas y más grandes tierras en las que los Dioses no se encuentran. Los hombres conocen el origen divino de sus tierras, pero en estas ya no habitan los dioses, que ni favorecen a sus favoritos, ni tan siquiera urden planes contra los que los agravian. 

    Pero antes de seguir estos derroteros sería mejor que hablara un poco de qué se trata en el poema. La fama de la mitología griega, alguna que otra adaptación cinematográfica de éxito (Jasón y los argonautas, 1963) e incluso alguna novela de reciente creación (El vellocino de oro de Robert Graves) me han llevado al error de no aludir la preocupación y dedicación de los versos de Apolonio, escritos a lo largo de toda su vida (295 a.C.-215 a.C.).

   El ciclo mítico tiene inicio con el temor del tío de Jasón, Pelias, a ser destronado. La sibila, con sus mensajes cifrados, le advirtió que se guardara de un hombre de porte que se presentara ante él sin sandalia, pues ese hombre sería quien le destronaría. Jasón perdió una sandalia antes de presentarse ante su tío un día y, alarmado aquel por lo que le dijeron los auspicios de Apolo, no dudó en mandar a su sobrino a una misión de la que no pudiera retornar. Pelias le encarga a Jasón que busque el vellocino de oro, allende las tierras conocidas por los griegos. Resignado, Jasón recoge el guante del desafío, y reúne una tropa de poderosos héroes con los que acometer la hazaña. Forman parte de la expedición Heracles y Orfeo, pero también otros personajes de fuerza y prestancia semidivina. En la nave llamada Argo partieron del puerto de Yolco, con los vientos soplando hacia el este. La tropa de héroes sufren varias escalas y encuentros con dioses hasta llegar a la Cólquide, tierra donde impera la ley de Eetes, que tiene en su poder el vellocino.

   A grandes rasgos esta parte es la más conocida del mito, y quizá, lo sea menos la que continúa: el regreso. Conseguido el vellocino, los héroes griegos quieren volver a sus tierras y haciendas. Pero el camino no será fácil. Como descubre el lector interesado, Jasón y sus amigos se ven empujados a la huida de las huestes de Eetes, que teniendo mal perder, dispone de su hijo y tropas para la captura de los argonautas. Lo que les espera es un largo rodeo, en el que pasarán por el Danubio hasta llegar al Adriático, desembarcando en el Po, trabando conocimiento con Ligures y, desde los márgenes del Ródano, embarcar de nuevo para pasar el estrecho entre Italia y Sicilia, sufrir desgracias en Libia y volver a viajar en dirección a Grecia.

   Apolonio divide toda la aventura en cuatro cantos. Los dos primeros los protagoniza la ida desde Yolco a las tierras de Eetes. El III se ocupa del amor entre Jasón y Medea y, el cuarto, es dedicado a todo el viaje de vuelta (más bien de extravíos fantásticos). El inicio es abrupto, qué duda cabe, cuando apenas se nos dice algo de las acciones y motivos precedentes al encargo de Pelias a Jasón. Además, una vez iniciados los preparativos del viaje, nos veremos sometidos a un pesado catálogo de héroes y líneas genealógicas (no tan extensa como el de la Ilíada). Pasada la apertura abrupta y el mencionado catálogo, todo fluye tranquilamente hasta su final, dejando ricas imágenes de magia, dioses y hechos fantásticos. Sentimos el fulgor de la forja de Vulcano en la cima de los montes, atareado con sus metales y fuegos, mientras los argonautas pasan el estrecho entre Italia y Sicilia, empujados por toda suerte de seres marinos que comparten linaje con los dioses. O, también, somos espectadores de cómo Medea hiere al gigante Talos, contra el que el valor y las armas de los argonautas poco pueden. Como dije, el poema está cargado de potentes imágenes que no han perdido ápice de su fulgor pasado.

    Pero, a pesar de esa fuerza mitológica, se notan las inflexiones y cambios con respecto de la épica antigua, de lo que nos pone en aviso el traductor y prologuista Mariano Valverde Sánchez. Mariano Sánchez pone a la vista, en las algo menos de 80 páginas de introducción, las diferencias que se dan entre un momento y otro. Eso sí, mejor es dejarle en paz a él y a su introducción hasta después de haber leído el poema. Si no, el factor de novedad se perderá por completo, pues su análisis es minucioso. Este lector que escribe, avisado de estas cosas, procedió primero con el poema. Su docta introducción nos advierte: Apolonio arrastra el pasado glorioso a la mundana realidad de un griego helenístico; pero nosotros, los lectores no doctos, nos podemos dejar arrastrar, descuidados de precisiones, por las corrientes de la poesía de Apolonio, que nos parece tan mítica como solo las antiguas leyendas podían serlo.

miércoles, 17 de enero de 2018

El compás y el príncipe: ciencia y corte en la España moderna


    Resulta común el pensar la historia como progreso. Nuestros instrumentos, máquinas e ingenios son más productivos, eficientes, pequeños y manejables. Nuestra capacidad para alterar la materia y darle cualquier forma no puede hallar comparación con ningún punto del pasado. Es por esto que algunos han entendido el progreso que se ha dado en nuestro sometimiento de la materia y el mundo como algo que podía exportarse al campo de las ideas. Exportado al campo de la historia de la ciencia, por ejemplo, produjo un relato patentado en la ilustración. Tal relato dice lo siguiente: que la historia de la ciencia es una historia de descartes, que elimina lo erróneo y falso, las creencias y los mitos. Expurgado el conocimiento de quimeras, se encuentran los frutos, los avances. Así, la historia del hombre es una crónica de progreso. La historia se puede dibujar, y basta con una sola línea ascendente, que ejemplifica nuestros logros.

   Tal concepción fue dinamitada hace ya un par de décadas por obras como la de Khun (La estructura de las revoluciones científicas), que generaron una avalancha de estudios desde muchas perspectivas que cuestionaban tal relato. El libro de El compás y el príncipe, es deudor de esas intuiciones y su propósito es claro desde las primeras páginas. Javier Moscoso, uno de los autores de este tomo, despliega en algunas de las primeras páginas el haz de nombres y teorías que han envuelto el debate de la historia de la ciencia y, lo que he apuntado arriba, lo muestra, lo explica y desmonta con absoluta maestría. Nos revela entonces que el primer y principal propósito de la suma de contribuciones de esta recopilación giran en torno a una idea: que el saber no está desligado de ciertos lugares. Las ideas no flotan y se transmiten. Por el contrario, requieren de resortes institucionales, de lugares en los que desarrollarse. Estos pueden ser los conventos o las universidades, pero sitúa como centro de gravedad del saber en la modernidad uno muy concreto: la corte. A esa entidad etérea que se plasma en magnos y áureos salones pertenece la necesidad del desarrollo de saberes que antes no lo eran.

     Aquello va de la mano con una nueva circunstancia, que hace que el desarrollo de ciencias y la corte se liguen y unan con mayor fuerza: los reinos europeos entran en los siglos XVI y XVII en una nueva dimensión. Sus dominios son vastos y eso implica necesidades nuevas. Se requieren de hábiles constructores de barcos, de ingenieros, de artilleros, de cartógrafos, cosmógrafos, botánicos, etc. En otras palabras: los imperios europeos requirieron de saberes que hicieran que sus dominios fueran gestionados y ampliados con mayor eficiencia. Eso requería de la creación de instituciones muy concretas, que alentaran las investigaciones en ciertas áreas y que formaran a las futuras generaciones de navegantes, descubridores y científicos.

   España, como primer reino que alcanzó una dimensión global, fue también el primero en precisar toda una nueva serie de saberes que no estaban previstos en el conocimiento corriente de aquellos tiempos. El tomo va cubriendo diversos aspectos: unos relatan las grandes construcciones, los esfuerzos que requirieron y los ingenios que solventaron convertir Madrid, una población de mala e indigna muerte , en centro de un imperio universal; también se tratan de asuntos botánicos, y de cómo la nobleza empleaba sus descubrimientos para enriquecer sus gabinetes de curiosidades y de ese modo generar la impresión de grandeza, de atesorar rarezas que no estaban al alcance de cualquiera; el Escorial, con sus altas torres, y la plaza mayor de Madrid, junto al jardín del Retiro, ocupan no menos espacio en el volumen.

El oído. Brueguel

    El conjunto de aportaciones está compuesta por investigadores del CSIC por lo que, en principio, su calidad es incuestionable. Con todo, he de decir que no todos cumplen con lo previsto. Las aportaciones que componen el volumen se pueden encasillar en tres bloques que yo propongo: 

   - Los que cumplen con lo que se pretende en el objetivo y es su intención cumplirlo.
   - Los que no lo cumplen pero lo intentan.
   - Los que ni lo cumplen ni se lo proponen.

   Afortunadamente, el número del tercer grupo es casi inexistente (casi), el segundo es exiguo y el primero es amplio, por lo que el libro en conjunto se salva y sostiene. Particularmente voy a mencionar aquellas aportaciones que más me han encantado (no digo que seas más rigurosas que el resto): La monarquía hispánica y la ciencia moderna (Juan Pimentel), Las dos dimensiones del espíritu (Jesús Bustamante), El teatro de la corte (Nuria Valverde), Autopsia o la experiencia de lo que se ve por los propios ojos (Jesús Bustamante) y Los cosmógrafos del rey (Mariano Esteban Piñeiro).

   En general me ha resultado absorbente la lectura del libro. De tono didáctico, riguroso y amable. Me he sorprendido subrayando líneas y más líneas, anotando nombres y obras curiosas. Además, la edición es una delicia. Está golosamente ilustrada con imágenes de todo tipo (libros de anatomía, mapas antiguos, dibujos de construcciones...). Un libro para curiosos, que será parte de la colección de pocos, pero que será disfrutado con provecho por aquellos lo tengan y lean.