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domingo, 11 de agosto de 2019

"Imperios galácticos" selección de Brian W. Aldiss (vols I-II)

    El 22 de agosto del pasado año murió, si no me falla la memoria,  Brian Aldiss. Ese mismo año tuve la suerte de leer una buena novela suya: Barbagrís, de la que hice su pertinente reseña. Cuando me enteré del fallecimiento del escritor prometí que conseguiría algo de él y no le perdería la pista. También me prometí que haría una reseña en conmemoración suya cuando se acercara el día de su fallecimiento. Y en ello me hallo, pues tengo en mis manos los cuatro volúmenes de Imperios galácticos, colección de relatos reunida por él. En esta entrada me limitaré a los primeros dos volúmenes, mientras que dentro de poco subiré otra breve nota acerca de los dos restantes. 

     Imperios galácticos es fruto de un sueño. El sueño de quien, con nostalgia, pretende arrastrar el pasado al presente, aplicado a la literatura. Sucedía que mientras Aldiss ocupaba los días en la selección y edición de estas historias, la ciencia ficción habían cambiado las orientaciones y temas en el género. Sucedía también que esta nueva ciencia ficción miraba con condescendencia, cuando no con altivez, su pasado reciente,  a la manera del adulto con el niño. El pasado de esta literatura, fructífero en historias estelares, imperios entre galaxias y aventuras que cambian el navío usual de madera por tecnológicas estancias suspendidas en el vacío quedó tildado de 'literatura de evasión'. Ante ello Brian nos cuenta una anécdota muy interesante: 
 "(...) permítanme de nuevo citar a C. S. Lewis (...). Él pensaba que la acusación de escapismo era muy extraña. 'Nunca lo comprendí por completo, hasta que mi amigo profesor Tolkien me hizo una pregunta muy simple: ¿qué clase  de hombres cree usted que se sentirán más preocupados y más hostiles con respecto a la idea de escapar? Y me dio la evidente contestación: los carcelarios' ". ( tomo 1, pág. 14)
   Contra esa superioridad se levantó Aldiss y disparó con una recámara de relatos a los ojos de los entusiasmados con las nuevas tendencias, de las que el propio Aldiss era seguidor (y distinguido). Entusiasmados que, por otro parte, mostraron ánimo tiránico con la pretensión embadurnar con una capa de olvido la literatura que les creó a ellos, como lectores y escritores. La creación no es labor que se construya sobre el vacío, y la literatura new wave no habría surgido de no ser por la que le precedió. Aldiss roba la llave del carcelero y abre unas cuantas celdas: deja libres a unos pocos presos en estos libros, para que vaguen con libertad por las bibliotecas. Este era, sin duda, el mejor destino que podía esperar la mayoría pues, o pertenecían a autores poco conocidos, o estaban en revistas de no mucho prestigio o simplemente paseaban en un limbo de sótanos polvorientos. No todos necesitaban ser rescatados, por su puesto. Los posesos de Anthur C. Clarke probablemente pululen en alguna que otra antología. El renombre de su autor, esmaltado entre los grandes del género, se lo permite. También se lo permite su calidad, que nos recuerda uno de los grandes temas de este autor: el magisterio de una raza avanzada sobre los homínidos, hasta llegar a nosotros. El fin de la infancia o 2001 una odisea en el espacio ahondan estos temas, y este relato cuenta de modo distinto, con formas distintas, una historia similar, que despierta alegres elucubraciones en nuestras cabezas. 

   Alejados de una necesidad de providencia (en la que una raza ocupa el lugar de la mano divina) H. B. Fyfe tiene una maravillosa historia: Especies protegidas. Es esta una inteligente narrativa, que juega con la perspectiva para darnos un leñazo iluminador, y doloroso, que recuerda la expresión 'el cazador es cazado'. Es mejor no decir más para guardar las mieles del relato. 

    El saqueador de estrellas (Poul Anderson) ilustra una humanidad incapaz de hacer de hacer frente una invasión de bárbaros estelares. Los humanos esclavizados, bien dirigidos por un caudillo hacerse con el control de una nave, germen de un nuevo imperio donde los hombres, vencidos, acaban venciendo... con el sacrificio del protagonista, que rellena el relato de un halo melancólico y dramático. Como es habitual, la traición no ha de esperarse del que se reconoce enemigo abierto, sino del que es abiertamente nuestro conocido. Como dijo Oscar Wilde: 'Los amigos de verdad te apuñalan de frente'.

    Asimov no puede faltar en una recopilación de imperios galácticos, y se asegura una prominente presencia en el primer volumen. 45 páginas (en un primer tomo de menos de 200) de Fundación  reviven imágenes que algunos ya conocíamos, aunque estuvieran gastadas por el tiempo en nuestra memoria. Quizá uno puede preguntarse si era necesario este relato, no por su calidad, sino porque es sobradamente conocido y editado. Ese espacio quizá podrían haberse dedicado a algunos relatos menos conocidos.

   Si con Fundación respiramos vagas referencias de nuestra historia (finales del imperio romano, el Medievo y el Renacimiento), ¡Nosotros somos civilizados! no se queda a la zaga. Las imágenes del colonialismo, envueltas en un tufillo marxista, adornan un relato acartonado en el que ciencia y militarismo se oponen. En el marxismo que desprende (el problema de toda la historia es la propiedad privada) se añaden unas gotitas de fatalismo que hacen que uno acabe por descartar el relato de la lista de relecturas: "No había forma de detenerlo. No se trataba de una cuestión de no plantar la bandera, de no tomar posesión. El capitán tenía razón. Si no lo hacía la Alianza Occidental, lo haría sin duda la Alianza Oriental. Su disputa no era ni con el capitán, ni con el deber, sino con el destino. El tema no podía ser decidido ahora. El tema no podía ser decidido..., cuando el primer homínido saltó a la guarida de otro y le robó a su compañera. El hombre toma. Ya sea por rapiña bárbara o por aceptación a regañadientes del deber, a través de una diplomacia cuidadosamente concebida, el caso es que el hombre toma" (tomo 1, p. 181). Este relato de Mark Clifton y Alex Apostolides mancha la calidad del primer tomo, que es muy considerable.

    Del segundo volumen sólo destacaré dos relatos, por no alargar en exceso. Los relatos son La luminosidad cae del cielo e Inmigrante. En la primera Idris Seabright es capaz, en apenas una docena de páginas, de contarnos una historia de amor y retratar una sociedad humana decadente, entregada a la satisfacción de sus más bajas pasiones. El resultado es una pequeña joya. En el segundo relato, Clifford Simak nos da una patada en las entrañas y desvela las miserias de la inmigración. La historia no encalla aquí. La ciencia ficción se abre camino, en un juego de posibilidades muy rico. Su riqueza nos paga con sabiduría acerca del hombre, de sus limitaciones, haciendo que ni el protagonista tenga certeza alguna, ni tampoco el lector. Simak nos empequeñece y, haciéndolo, engrandece su relato, porque nos hace sentir poca cosa ante tan gran cosa. Es un relato para enmarcar página a página y releerlo de vez en cuando. Posiblemente sea el mejor del segundo volumen. Para mí es el mejor de los dos, pero ahí ya entra el juicio de cada cual.

    De la suma total excluyo varios relatos, algunos bastante buenos, otros no tanto. Según mi parecer es una antología muy buena, y que depara agradables sorpresas con casi todo lo que propone, pero no puedo ser taxativo... me quedan por leer otros dos tomos. Ya les contaré. Como colofón a esta reseña quizá lo mejor será decir: continuará...




    

miércoles, 7 de agosto de 2019

"Horizontes" de Federico Balart


   Es rasgo distintivo de nuestros días que los hombres y mujeres reciban una educación edulcorada, rica en datos que nada tienen que ver con su tradición o, si tienen algo que ver, se desvirtúa. Con mala suerte, ni siquiera se sabe de figuras injustamente depositas en el limbo. Eso fue lo que a mi me ocurrió con la figura de Federico Balart (1831-1905), hombre inteligente que descubrí gracias a una amistad, amistad que también tuvo la generosidad de prestarme un volumen de 1897 titulado Horizontes. Buscando algo de su biografía descubrirá cualquiera que nació en Pliego (Murcia) y que hizo fortuna por las calles de Madrid, tanto en las letras, con dedicación a la crítica de arte, como en la política, llegando a ocupar puestos de importancia. Dejados los asuntos de estado, trabajó un tiempo como contable en el Banco de España. Su obra no ha sido, que yo sepa, recopilada, y se halla dispersa en distintos volúmenes y periódicos.

    Horizontes es una fragmento de lo que sus manos escribieron en los últimos años, especialmente la última década del siglo XIX. Lo sabemos porque cada poema está fechado y dedicado. Este tomo es, por tanto, una recopilación de poemas pero, no se nos debe olvidar, guarda cierta unidad. Las personas a quienes dedica los poemas, así como las fechas, nos hacen pensar que los versos guardan un significado especial. Según las circunstancias de la persona en cuestión, las palabras adoptarían un significado más preciso. Que las composiciones poéticas estén fechadas nos pone sobre aviso de una autobiografía y unas biografías de las que no tenemos idea alguna, pues solo un biógrafo, un buen biógrafo, podría desnudar las redes invisibles de hechos y afectos que envuelven los poemas de Horizontes. Careciendo del arsenal exegético de un biógrafo nos queda hacer un comentario muy general del libro, mostrando sus luces, varias y cálidas.

    Todo poeta habla del amor, de la muerte y de tres o cuatro cosas más, con los que se arregla para intentar decir algo personal y bello. De los muchos temas que se pueden seguir en este poemario destacan por su relieve las patrias chicas del autor. El tercero de los poemas está dedicado a Murcia, con sus duros días y esforzadas huertas. Junto a ella resplandece el rocío en la hierva fresca de Asturias, que siempre recuerda por haber despertado una raza enseñoreada de la península y América. Cuando no reclama estas tierras por motivos patrióticos, lo hace por su belleza, o el descanso que de allí espera:

Si Dios a mi vejez guarda el reposo
Que tantas veces con afán le pido,
A orillas del Cantábrico brumoso,
Lejos del mundo buscaré el olvido.
(Sueño dorado)
 
   Balart guarda intenso diálogo con la naturaleza, con sus borrascas y montañas, nombrándolas con palabras ingeniosas, porque en la naturaleza, más que en cualquier otra parte, surge su poesía. Ella es el lienzo en el que pinta trazos de palabras:

Allí, al nacer o al expirar el día,
con faz alegre o semblante huraño
Ella me aguarda siempre -¡la poesía!-
Sentada al pie de un roble o de un castaño.
(Ella)

       Sentado a la sombra de algún roble celebra la naturaleza, el amor e incluso a Dios, nobles ideales que hoy solo sirven como objetos de mofa o mercadería de baja estofa, triturados por una sociedad sin dioses, patria o amores, pues la grey está demasiado ocupada en la consumición bulímica de paisajes, cuerpos y experiencias, que por su rapidez y repetición terminan en experiencias espurias. Balart dedica muchos versos a buscar tras las nubes y montañas a su Dios, haciendo una elegía, porque vio no su muerte, sino el triunfo de los descreídos. En Meditación y Deus ignotus advierte los brotes de una sociedad antinatural, pues no ha habido sociedad alguna en la historia sin divinidades. Como causa de esta circunstancia señala el envanecimiento de algunos por la ciencia, como deja sentenciado en  Progreso. Retoma allí, de manera amplia, explícita, lo que en otros poemas había rozado tangencialmente. La ciencia consigue un conocimiento del mundo y un dominio del mismo pero su saber no es completo ni suficiente para vivir. Quien cegado de ciencia cree encontrar la única fuente de saber se ahoga en ignorancia, porque no sabrá vivir ni consigo mismo ni con los demás. A la ciencia le pregunta, de frente:

¿Qué sabes del mal y el bien?

Bien, para la ciencia humana
Cuando lo intangible explica,
Es palabra hueca y vana
A que tu razón liviana
Conceptos sin fin aplica.

Siempre, de constancia ajeno,
Tomas, tras breve intervalo,
La triaca por veneno:
Lo que ayer fue malo es bueno;
Lo que ayer fue bueno es malo.

Hoy las naciones aherrojas,
Mañana expulsas los reyes;
Y, entre mortales congojas,
Como la selva de tus hojas
Mudas costumbres y leyes;

Que, en perdurable ansiedad
Y en insensato furor,
Miserable humanidad
Tu verdad es solo verdad
Después de haber sido error.
(Progreso)

   Ciertamente, el positivismo antiguo, que pretendía fijar por medio de ciencia hasta las más diminutas cuestiones ha llevado a nuestras "demogracias", que son un continuo patio donde las gallina (los ciudadanitos) discuten de todo para no resolver nada, con una ética pendular en la que nunca queda claro qué es correcto y qué no. Como la piel de una serpiente, muda la ética de los ciudadanitos. Balart señala a la ciencia, no a la política o la sociedad de su tiempo, es cierto. No vivió lo suficiente para ver nuestros corrales. Seguramente, más de alguno le llamaría cristiano casposo. Incluso a mí se me pasó por la cabeza por un momento. Pero tan descuidada idea no medró. Me imagino que si muchos leyeran un ataque a ciertas pretensiones del conocimiento (como sucede en el poema El alquimista de Borges) se quedarían con una sonrisa tonta en la cara, porque queda muy "chuli" decir que gustan ciertos autores. Hay que tener cuidado con que el contenido de un mensaje no quede manchado por razones ajenas al contenido. Ciertamente, si se nos ponen los pelos de punta con las críticas a las pretensiones científicas, deberíamos olvidar todos los relatos de Ícaro entre los antiguos, así como todos los relatos sobre Fausto entre los modernos. 

    Este libro muestra felizmente a un poeta que,  encadenado al lenguaje, al lenguaje encadena en sucesión de versos con rima asonante y consonante, según su voluntad. En cada página nos deja una gota de afectos aunque se queje del desgaste de la edad: "Es amor, a mis años, flor inverniza / Sin el matiz ardiente de la amapola; / Pero, aun seca y estéril, aromatiza / Las páginas del libro donde desliza / Un pétalo caído de su corola." (Horizontes). Recogidos los pétalos, el lector huele el amor a su tierra, familiares, amigos y Dios. Federico Balart porta nobles palabras que nos alejan, o deberían alejarnos, de los modernos vagabundos sin amor (porque cambian más de pareja en un año que estaciones tiene el año), sin tierra (prefiriendo lo ajeno a lo propio en un urbaniteo de pijos que por corrección política se denomina "cosmopolitismo") y sin Dios (entregados al orientalismo barato o alguna idolatría). Es conveniente guardar los pétalos que esta corola, generosamente, lanzó en vida porque, sin recopilaciones actuales, pronto se las llevará el viento del olvido.



miércoles, 31 de julio de 2019

"La otra parte" de Alfred Kubin

   Que las buenas obras se cocinan, las más de las veces, con grandes zambullidas en la soledad y el silencio, es algo que a nadie se le oculta. El rico mundo interno se fertiliza con el poco apego al mundo, como certifica el caso de Julio Verne que, sin apenas salir de su morada, descubrió las entrañas del mar y la tierra en aventuras bordadas en mañanas y tardes de escritura. Alfred Kubin (1877-1959) podemos colocarlo en la estela de aquellos que renuncian al mundo para abrazar los mares de la imaginación. Desde 1906 hasta su muerte habitó el castillo de Zwickdledt dedicándose a ilustrar, pintar y escribir. Con periódicas crisis internas y tendencias depresivas se rebozó en su mundo de ecos oníricos y truculentos, pariendo dibujos y escritos oscuros. En 1909 terminó la escritura de su novela más célebre La otra parte, que cosechó fortuna dentro del género fantástico, siendo sus contornos tan finos que abrazan la fantasía tanto como el terror, la historia tanto como el absurdo. No en vano, Kafka se inspiró en ella para El castillo


   La novela de Kubin está escrita con algún eco biográfico, que rápido puede uno advertir en el personaje protagonista, dibujante de carácter melancólico y taciturno. Un buen día un señor educado le pone sobre aviso de que su antiguo amigo del colegio, Klaus Patera, ha entrado en posesión de una ingente fortuna, con la cual ha creado un reino en el oriente: el país de los sueños. En tan recóndita región, donde los geógrafos no han ejercitado todavía sus artes, se sitúa su dominio. La consistencia del reino, rodeado de inmensas murallas, consiste en no dejar que nada nuevo ni moderno entre en sus fronteras. Cualquier objeto traído ha de ser antiguo y se niega la introducción de nuevos descubrimientos. "Aquí solo hay antigüedades; la gente vive como nuestros abuelos antes de la revolución del 48 y el progreso nos tiene sin cuidado" (p. 103) dice un personaje en un determinado momento. Seducido por la noticia de territorio tan singular, el protagonista, del que no llegamos a saber su nombre, empaca todas sus pertenencias, avisa a su esposa y marcha con premura al reino de los sueños. 

   El personaje principal es sobre todo nuestra mirilla para otear el reino de los sueños, en el que hace las veces de nudo central de la narración y de antropólogo. Con él descubrimos una sociedad desnortada, sin rumbo y que, renqueante, pasa por los días sin propósito ni sentido de la trascendencia, manejada por hilos ocultos e invisibles pues resulta que, Klaus Patera, tiene poderes mentales con los que hipnotizar a los habitantes del reino de los sueños. Mediante ellos puede causar el sueño u otros estados a sus inquilinos. Patera, a la manera de un Dios, gobierna todo con su invisible mano, presidiendo, de un modo que no llegamos a conocer del todo, una extraña religión en la que todo ciudadano se coloca, ensimismado, frente a las torres con reloj en la capital. 
   Todo el país de los sueños vivía bajo los efectos de un hechizo, y en nuestras vidas los planos terroríficos alternaban con otros de innegable estirpe humorística. El amo se ocultaba en realidad detrás de todo y, manera misteriosa, solía manifestarse con una frecuencia superior a la deseable. La idea de que él manejaba a casi sesenta y cinco mil soñadores no podía desecharse tan fácilmente, por monstruosa que pareciera. (p.195)
   Todo el libro aflora misterios no resueltos (como es el auténtico misterio), personajes inquietante y escenas que intercalan lo asombroso y lo terrorífico. Particular atención reclaman una sociedad de eremitas a la que se refiere siempre como "ojizarcos". Pese a todo lo extraño que rodea la nueva existencia del protagonista, este rejuvenece en un primer momento y consigue aumentar su producción artística. Pero no todo puede continuar eternamente. En un determinado momento entra en escena un americano en la historia. Su nombre es Hércules Bell, y desde el primer momento sospecha que él, y sólo él, puede hacer que el reino de los sueños funcione como es debido. No soporta lo que el reino de los sueños significa y abomina que sus gentes no se plieguen al progreso. Por eso en una proclama contra Klaus Patera, les dice a sus conciudadanos: "¡Protegeos contra el sueño!" (p. 225). Con todas las artimañas de que es capaz intenta cambiar el devenir del reino, pero este, cuya sustancia es etérea, resulta impermeable a los cambios, y antes de cambiar estará llamado a la muerte. La segunda mitad de la novela nos cuenta todo ese proceso, con muchas escenas que ya quisieran mostrar nuestras modernas películas de terror.

    Con prosa contenida, Kubin, arrastra esta historia y su personaje a Europa, donde todo empezó y donde todo ha de terminar, pero con su personaje transfigurado y marcado de por vida, constantemente invadido por sueños, espejo de realidades pasadas, pues los sueños: "me hacían revivir hechos y aventuras ocurridos tiempo atrás, lo que me lleva a pensar que dichas imágenes oníricas se hallaban íntimamente ligadas a ciertas vivencias de mis antepasados, cuyas convulsiones psíquicas  lograron tal vez plasmarse orgánicamente, tornándose hereditarias. Ante mí  se abrieron planos oníricos mucho más profundos, que me permitieron diluirme en existencias animales o vegetar, en un estado de letárgica semiconsciencia, entre los elementos primarios" (p. 367).



   La historia de Kubin está plagada de simbolismos difíciles de dilucidar, probablemente fruto de un lenguaje icónico privado en el que trabajó, siempre solitario, en el castillo de Zwickdledt. ¿Qué es "la otra parte"? ¿El reino de los sueños?¿El inconsciente en el que habita lo onírico? ¿Klaus Patera como contrapartida del protagonista? No lo sabemos a ciencia cierta. Este rompecabezas simbólico está bañado con la tinta de la imaginación y merece que se lea con más prontitud que modernas noveluchas. Las ediciones españolas suelen incluir los cincuenta dibujos que Kubin ideó para acompañar la novela, y muchas son muy interesantes. Kubin plasmó en todos sus dibujos -los de esta novela y los que no son de ella- una realidad oscura que sirve de contrapunto a los futuristas. Ajeno a una realidad cada vez más burocratizada y tecnológica, vivió un incógnito glorioso -verdadera vida del reaccionario- en su castillo, trabajando incesantemente mientras el mundo enloquecía y mataba. Si su obra fue parábola del siglo anterior, con más justicia lo es del siglo XXI. Hará una buena compra quien adquiera la novela. 


martes, 23 de julio de 2019

"La fábula de la alforja robada" Bahiyyih Nakhjavani

    La literatura está llena de obras que no alcanzan la originalidad y que resultan algo parecido a esos hijos que, aun patosos y problemáticos, podemos querer con toda nuestra alma. O no. La fábula de la alfombra robada de Bahiyyih Nakhjavani es un vástago de aquellos libros de raigambre musulmana que contienen una cascada de historias independientes, acumuladas a cientos. Las mil y una noches Kalila y Dimna son clara muestra de este género. Algo parecido a ellas pretende el libro moderno de Bahiyyih traicionando, claro está, el sabor original, introduciendo nuevas técnicas, nuevos propósitos. 

    El libro dibuja un escenario común en la primera de las historias que encuentra el lector. En ella el protagonista es un ladronzuelo que se gana la vida aprovechándose de los incautos que peregrinan a la Meca para cumplir sus propósitos religiosos rodeando la Caaba. Tras encontrar una presa fácil, no dudará en asaltarla, intentando alcanzar fortuna al robar una alforja. Su disgusto está garantizado cuando descubre el contenido: papiros rellenados de fina caligrafía y llamativos colores. Junto a esta historia inicial encontramos una segunda: la de una chica visionaria capaz de ver y dialogar con ángeles a punto de ser casada con un hombre rico. Para su boda ha de viajar hacia los terrenos cercanos a la Meca, lugar donde confluyen las historia del asaltador y de la doncella. Con estos dos hilos se trenza un tapiz general,  pues aparecen todos los personajes que, más tarde, encarnan las páginas: el jefe de una caravana, una esclava, un peregrino, un clérigo, un derviche y un muerto. A cada uno les dedica un premeditado espacio (alrededor de 40 páginas). 

    A tenor de lo dicho, el libro se mueve dentro de una perspectivismo moderno. Con cada uno de los personajes Bahiyyih Nakhjavani cuenta algo nuevo y, a veces, cambia algunas cosas. La estructura acaba siendo rígida: a ciertos hechos que se mantienen como los pilares de la narración se añaden aguas distintas tanto al principio como al final. Cuando uno avanza un par de relatos disfruta estos cambios; cuando prosigue, se cansa. No es raro esto: una estructura rígida con tan solo aparentes cambios se repite nueve veces (porque hay nueve personajes). Esto, raramente, nos reporta un conocimiento profundo de los personajes, pues la autora se centra en el momento que les une, dando la impresión de que la biografía de cada personaje es un relleno que no alcanza a dotar de profundidad a sus personalidades.

   Junto a unos personajes cuyo interior es semejante al de un globo de aire, observamos un estilo rebuscado, en ocasiones tan hueco de significado como los personajes y que tiene como fin la mera conquista de juegos verbales. En ocasiones las acrobacias verbales son afortunadas, pero casi siempre aterrizan de mal modo en el suelo del texto. Rasgo a mencionar es el empleo artificial de ciertos términos de lengua musulmana, con la intención, seguramente, de teñir con un halo de veracidad e historicismo la novela, pero que resulta pedante, pretencioso e innecesario. Así, para decir "litera" emplea docenas de veces el término "takhteravan". No estoy en contra del empleo de términos especiales, siempre y cuando sea necesario, cuando no haya equivalentes en lenguas modernas. Al igual que ocurre con "litera", el lector podrá observar la misma operación con otras palabras que no son especiales.

   La novela, a pesar de que no destaque en demasía, se muestra inteligente, y está dispuesta para jugar con una serie de intuiciones muy arraigadas en nuestro tiempo, y que hacen que el lector promedio se halle pre-dispuesto a la narración. Uno de los juegos ilusorios resulta de disfrazarse "a la oriental", de querer imitar libros como los que mencionamos arriba. Sin embargo, esta novela es invención moderna, y por su estructura, lenguaje y propósito no bebe de aquella literatura. Sólo hace falta recordar que tanto Las mil y una noches o el Calila y Dimna son literatura esencialmente pedagógica, depósitos de sabiduría práctica y de instrucción dispuestos en una narrativa. Narrativa, por otra parte, que proviene de manos distintas, de las que no sabemos nada y sin un propósito que englobe el conjunto de las historias. Esto último, claramente, no se da en la novela, pero tampoco el  componente pedagógico. Bahiyyih Nakhjavani, sin embargo, juega con el imaginario que muchos tienen con el término "oriente" para hacerles pensar que están ante algo parecido a su literatura, historia y espíritu. Pero a esos lectores hay que recordarles que el "oriente" no existe, que es una invención moderna. Nadie mejor que Borges lo dijo en un poema titulado Lo nuestro:

Amamos lo que no conocemos, lo ya perdido. El barrio que fue las orillas. Los antiguos, que ya no
pueden defraudarnos
porque son mito y esplendor.
Los seis volúmenes de Schopenhauer,
que no acabaremos de leer.
El recuerdo, no la lectura, de la segunda parte del Quijote.
El oriente, que sin duda no existe para el afhgano, el persa o el tártaro. 

    Junto al disfraz del oriente podemos, también, intuir una religiosidad vaga en la que confluyen el zoroastrismo, el islam y el budismo, con el propósito de esmaltar el texto de una espiritualidad vacía, empaquetada de modo conveniente para consumo moderno: los personajes que no tienen ninguna pretensión trascendente hallan la trascendencia. El único que la busca, un clérigo, se esboza como el más intrascendente, como un perturbado con frustraciones. Así, los que no buscan lo divino lo hallan, y aquellos que lo buscan no son sino unos mezquinos, de lo que emana una religiosidad sin mandatos ni constricciones, un espiritualismo de café con iphone y Mac, ese al que dan forma esbirros como Joseph Campbell.

   Lo conseguido por Nakhjavani, en fin, es un libro subsidiario de antigua y bella literatura, pero que no nos aporta eso, sino una sombra que simula antigüedad y belleza. Cascaruja literaria para ignaros risueños que, ciertamente, no está mal para pasar el rato


    

jueves, 11 de julio de 2019

"Las naves de la locura" y "Las naves del destino" de Robin Hoob.


    Hace algún tiempo que leí y reseñé el primer tomo de la trilogía de Las leyes del mar de Robin Hoob. Apenas unos días atrás puse fin a la lectura de dicha serie, habiéndome tragado bulímicamente los dos tomos que la terminan. Tras este empacho me dispongo a dedicarle unas palabras al hacer literario de esta señora, que siempre se materializa en ladrillos de literatura con grosor de 600 páginas, en un juego de proporciones simétricas. Estos ladrillos seguramente tengan que ver muy poco con la simetría, y seguramente tengan que ver más con conseguir duros por palabra. Cada uno se gana la vida como puede.

    Las naves de la locura nos deja reposar en el escenario que nos preparó el primer tomo Las naves de la magia. Con los mismos personajes, y casi las mismas pretensiones, Hobb nos marea página tras página la perdiz, desplazando la solución de los problemas, creando otros, dejando latentes algunos para que luego afloren... El lector apenas se apercibe de esto, porque buena maga es esta Hobb, pero así culmina el segundo tomo: sin resolver nada y sin decir mucho. Aprendemos en sus líneas cosas sobre el mundo mágico que lo ornamenta. Los vetulus son un gran engaño. Se presentaron previamente como una sociedad casi de ensueño, descubridores de artefactos mágicos, pero lo cierto es que son saqueadores de ciudades en las que habitó un pueblo verdaderamente mágico, hermanado en sangre y propósito con dragones. De estos últimos, los dragones, descubrimos que antes de serlo tiene una forma biológica primitiva, que son serpientes enormes que se deslizan por las aguas hasta formar crisálidas en las que adquieren su forma. Con estos leves luces se deja paso al tercer tomo, Las naves del destino,  tomo en el que asistimos al desmantelamiento de toda calidad verdadera en la obra. Bien escrito, pero pésimamente dispuesto, nos deja descubrir que tras 1900 páginas pocas cosas sabremos del mundo mágico, dejando a las claras al pobre lector que ha tenido el valor de leer todo este fárrago literario que la fantasía en esta serie es ornamento, no fundamento.

    Una de las razones por las que esta trilogía tenía cierto encanto era gracias a la aguda profundidad de algunos pero pocos personajes. Sorprende a menudo al lector cuando lo dirige a cierta disposición emocional (como desearle lo peor a algún personaje) para luego hacerle cambiar de opinión. Estas emboscadas emocionales se le dan particularmente bien a Hobb, como particularmente bien se le dan crear algunos personajes de talla. Ronica Vestrit, por ejemplo, es una expresión constante de sabiduría práctica: cuando no puede procurar un bien se cuida de ocasionar mal alguno, y siempre tiene la inteligencia, la prudencia y la elocuencia para saber llevar todo tipo de circunstancias. Su voz, que es de las que más brillo atesora en la serie, se apaga cerca del final, dejándonos huérfanos con una patulea de personajes que pudieron tener su interés, pero que se deshacen con el paso de las páginas. Casi todos los personajes masculinos sufren dicho desgaste, y las mujeres de relieve que protagonizaban interesantes pasajes se convierten en poca cosa. Serilla, que prometía mucho, la vemos en el poco interesante papel de reyezuela; Wintrow, que daba mucho de sí, acaba siendo un piltrafa; Althea, por su parte, sigue siendo una tozuda con poco talento para los sentimiento; Ámbar, ¡qué lástima su desaprovechamiento! Es particularmente dañino el caso de Malta, forzada a cambiar de un modo tan brusco como poco creíble. Este devenir de los personajes está ocasionado (en el caso de Malta es muy claro) por cierto propósito venenoso de la autora, instilando cierta ideología. Personajes como Shelden o Clave, que sufren sueños en los que descubren cómo funcionaba la antigua sociedad hermanada con dragones son esquinados sin tiento, perdiendo un filón de literatura fantástica enorme. Y parte de las páginas que podría haberse empleado en eso se emplean, sin embargo, en hacer pitufos a los varones que aparecen. Para el último tomo el único personaje masculino de importancia es un mentiroso, asesino y violador, con el que juega a acercar o alejar nuestras simpatías. En el caso de personajes femeninos, Hobb es particularmente obstinada en hacer que dichos personajes superen adversidades muy duras, cosa que está muy bien, pero que explotado en exceso muestra un recio desconocimiento del corazón humano, porque muchos son miserables, no grandiosos, cuando se les trata miserablemente.

   Junto a este mal desarrollo y la desazón de acabar por no decir nada de lo que verdaderamente importa, encontramos en la saga varios sesgos que denotan contaminación, porque la realidad es a la fantasía lo que el veneno a la vida: a mayor cantidad de veneno, menos vida; a mayor cantidad de realidad, menos fantástica es una novela. El primero de los errores lo hemos apuntado arriba, con un feminismo licuado; el segundo, guarda relación con el hecho de que la novela se distribuye entre buenos y malos, donde generalmente los buenos pertenecen a sistemas representativos (como las asambleas del Mitonar y los territorios del río Pluvia) mientras los malos, por lo general, se hallan en los sistemas jerárquicos, esbozando así ideas muy modernas a la par que peregrinas. De esto último deriva otro error, que no tiene que ver con una fantasía contaminada por un exceso de realidad, sino con una mala disposición de los personajes. Toda novela "coral" se suele emplear para que se conozcan todos los puntos de vista, todas las circunstancias. Hobb hace una novela coral, pero no dispone del todo bien su "coro". Los malos de la historia, los piratas chalazos, no tienen ningún tipo de personaje que nos permita entender su mundo, aspiraciones y dolencias. Simple y llanamente son los malos, cosa que, supuestamente, no ha de pasar en una novela coral, donde hasta los malos resplandecen con ecos momentáneos de bondad (véase George Martin, por ejemplo). 

   Mi último disparo a la trilogía será comentar su supuesta "novedad" al ambientar un mundo fantástico en el mar, pues si bien se pueden encontrar algún que otro ejemplo del género fantástico, es más calamitoso descubrir la carencia absoluta de conocimiento náuticos. No es que cometa errores Robin Hoob. Simplemente es que no explota el potencial que brinda el mar. Cuando se desarrolla una batalla no encontramos nada digno. Aquí los aficionados a la náutica se verán muy decepcionados, porque todas las artes del "marear" -como decían los castellanos antiguos- son completamente olvidadas por la escritora.

   En fin, que sin más observaciones os exhorto a leer cosas más dignas. 1900 páginas son muchas para que la cosa acabe en un chusco empapado en mandangas "reivindicativas" que entorpecen las más elementales verdades del corazón (haciendo giros toscos de personajes) y en una narrativa "entretenida", que no resuelve nada del meollo de la cuestión. Quizá el meollo lo desplace a la siguiente trilogía (El profeta blanco), pero yo no gastaré más tiempo en indagar.


jueves, 20 de junio de 2019

"El mundo de la antigüedad tardía" de Peter Brown

    A tantas lumbres ha sorprendido la caída del imperio romano que muchas de ellas han barruntado, como han podido, las causas de su declive. Gibbon arrojó parte de la culpa al cristianismo, pero las posturas avanzaron a criterios más consistentes después de su siglo. Las explicaciones, ya fueren de índole económica, política, social o militar han examinado el cadáver romano, descubriendo los órganos de su putrefacto cuerpo, aquellos que causaron el paro cardíaco de un corazón que oxigenó, en su momento, tres continentes: Europa, África y Asia . Todavía fresco el cadáver, es visitado con frecuencia por los anatomistas de la historia, por los fisonomistas del tiempo. Peter Brown es uno de esos fisonomistas, pues ha dedicado toda su vida a manosear este exquisito cadáver con sus estudios.

   Brown, en El mundo de la antigüedad tardía desgrana en tres grandes bloques su ensayo: 1) el imperio occidental de Roma, 2) el imperio oriental y 3) la aparición del islam. Se nos dice, al principio, que los romanos eran especialistas en la ingeniería, y conectaron todos sus territorios con seguras vías, pero ninguna mantenía más unidas las provincias del imperio que el mar Mediterráneo. En un período de veinte días una nave podía surcar de una punta a otra este mar. Este era la más firme unidad del imperio, el que garantizaba tener un circuito de grandes urbes bien conectadas. Pronto nos dice Brown, con sagacidad, que el enemigo de los imperios -en realidad para cualquier cosa- no son sus enemigos más obvios, sino aquellos que uno no percibe como tales: el espacio y el tiempo. El espacio es letal. Para Roma ese espacio estaba más allá del mar, bien entrados en tierra. Alejados de las urbes con puerto (Alejandría, Roma, Antioquía, Marsella, Cartago, et alia) el mundo romano se desvanece a cada paso que se avanza:
     "En las Galias los campesinos hablaban aun celta; en el norte de áfrica, púnico y libio; en Asia menor, antiguos dialectos como liconio, el frigio y el capadocio; y en Siria, el arameo y el siríaco." (p. 29) 
    La unidad lingüística, social, religiosa y aun filosófica que Roma pudo desparramar por todas las orillas del Mediterráneo era contrapunto de los territorios que se adentraban en tierra, con otras lenguas, con otras costumbres, diversas en deidades y con otras formas de contemplar la vida. Dadas esas circunstancias el desencuentro, con el tiempo, es inevitable, porque sólo quienes viven y piensan de modo parecido se sienten unidos. La uniformidad es el pilar no de Roma, sino de cualquier imperio o territorio. Allá donde los ciudadanos no se sientan envueltos por el mismo tejido institucional, por los mismos intereses y convicciones, se da, indefectiblemente, la disolución del Estado, ya fuere la Roma antigua o la España del siglo XXI. Este sutil enemigo que no se presta a combate con el hierro fue carcomiendo a los romanos, que no tuvieron problemas en frenar a germanos, sasánidas o tribus africanas.

   En el siglo III se produjo una revolución interna que favorece el ascenso de militares a todas las áreas administrativas del Estado, que talan con cuidado y esmero la administración senatorial, y que refuerzan el ejército hasta convertirlo en un sofisticado aparato de 600.000 efectivos, bien pertrechados, bien administrados, bien conducidos. Sin embargo, la distancia daba dentelladas al mundo grecolatino: la mayoría de dignanatarios surgidos en los siglos III-IV  no pisaron Roma, y los ciudadanos antes de sentirse cercanas a las instituciones romanas se apegaron a grandes señores de provincias, a los que se denominaría patronus. La preocupación de los emperadores por la presión en las fronteras ocasionó que no pudieran fijar su mirada en lo que ocurría dentro del imperio: los ciudadanos, inseguros ante el deambular de la vida, se sentían indefensos por las guerras, el empobrecimiento y la distancia de los grandes centros de poder. La Iglesia palió, del alguna manera, esas carencias, y de ahí obtuvo una enorme fuerza:
    "(...) durante las emergencias públicas, tales como las revoluciones y epidemias, la clerecía cristiana se mostraba como el único grupo unido en la ciudad capaz de preocuparse del sepelio de los muertos y organizar distribuciones de alimentos. En Roma, hacia el 250, la Iglesia sustentaba a mil quinientos pobres y viudas. Las comunidades de Roma y Cartago pudieron enviar gran cantidad de dinero a África y Capadocia para rescatar a los cautivos cristianos después de las incursiones bárbaras del 254-256. Dos generaciones antes, y enfrentando a problemas similares después de una invasión, el Estado romano se había lavado las manos respecto a los provinciales más pobres: los juristas declararon que incluso los ciudadanos romanos debían permanecer como esclavos de los individuos que los rescataron de los bárbaros. Formulado sencillamente: hacia el 250, hacerse cristiano garantizaba una protección mayor de los correligionarios que el ser civis romanus."  (p. 74)
   Esta política de protección interna de los ciudadanos llevada a cabo por la Iglesia -tras la iniciales olas de violencia contra el paganismo en el oriente- continuó hasta la entrada en escena de los árabes, momento en que verdaderamente se rompe la uniformidad cultural que, mal que bien, había sobrevivido:
   "La llegada de los árabes cortó simplemente los últimos hilos que habían ligado a los provinciales del próximo oriente con el imperio romano. En el imperio árabe nadie era 'ciudadano' en el sentido clásico. Ello significaba la victoria final de la idea de comunidad religiosa sobre la concepción clásica del Estado. Los musulmanes eran esclavos de Alá, y los demás dhimmis, es decir, grupos protegidos definidos cabalmente en términos de sus fidelidades religiosas. (...) El mundo antiguo había muerto en la imaginación de los habitantes del Mediterráneo oriental." (pp. 177-178)

   A esta oxidación natural de los cuerpos históricos que son los imperios ayudó algo que hoy, oh sorpresa, no podemos imaginarnos: una élite política incompetente. En el mejor de los casos, resultaba incapaz; rapaz, en el peor.  Las cabezas más importantes de occidente fueron torpes a la hora de absorber a los bárbaros extranjeros. ¿No nos suena de algo esto? "Corsi e recorsi", que dijera un hombre de inteligencia. El imperio oriental, mucho más sagaz, supo integrarlos en la vida social y política, con lo que consiguió andar por las arenas de la historia por mil años más, hasta 1453. No pocos abandonaron el duro y podrido suelo de la administración imperial de los siglos III-VI para refugiarse en las instituciones eclesiásticas y comenzar la conservación del mundo antigüo. Ejemplo notable es el de Casiodoro, noble romano ocupado en las tareas públicas, que sufrió una conversión que le llevó a fundar un gran convento llamado Vivarium donde se hicieron muchas traducciones al latín, y cuyo conjunto de escritos conformaría una de las grandes bibliotecas de antigüedad tardía. Los conventos se convirtieron, virtual y efectivamente, en las incubadoras de la cultura, pues en los siglos de inseguridad, de invasiones y guerras civiles nadie conjugaba la vida activa y la contemplativa. Los hombres de vida retirada y hábitos fueron los custodios firmes del saber. Ausonio, San Agustín, San Ambrosio son los nombres que dan brillo al último estallido de literatura latina de calidad. De sus manos vienen obras que todavía esculpen emociones en quienes leen sus obras, pues son de calidad perenne. Esta clase de hombres es la que está retratada en la portada del libro, en forma de varón desconocido, que suponemos culto, empleando sus días en el ejercicio de la literatura, en el estudio de la teología y otros saberes, pero con una mirada sin brillo, minada de ilusión. Cansados del mundo renuncian al mundo. Ese tipo hombre es arquetipo, según Brown, de parte de las clases altas en la sociedad romana en sus últimos siglos. 

    Es imposible reconstruir aquí no todas, sino alguna de las fructíferas líneas históricas que hila Brown. Pese a sus poco más de 200 páginas, es un libro extraordinariamente denso. Hay mucho en muy poco. La información se nos presenta como un fogonazo cegador, que nos hace difícil el acopio de datos. Esto es tanto una virtud como un defecto. Hace difícil la claridad del ensayo y uno tiene la sensación de cierto desorden, así como de cierta falta de armonía: la parte dedicada a los árabes es, con mucho, muy inferior a la dedicada a los bizantinos. Y la de estos, a la de los romanos de occidente. Pero la suya es una deleitosa falta de armonía, un confortable desorden y una clarividente densidad que auguran que el lector pueda volver a recorrer sus líneas con la seguridad de que descubrirá cosas nuevas, de que ordenará mejor los datos y de que recordará otros que, entre la madeja de observaciones, ha perdido de vista. Es un libro completamente recomendable.



domingo, 9 de junio de 2019

"La isla de las tres naranjas" de Jaume Fuster


   La inundación de nombres y autores abarrotan las lejas de cualquiera, y suelen predominar nombres extranjeros. Esto es especialmente destacable en géneros como el fantástico. Las causas de tal cosa no nos preocupan, aunque de ello resulte que los autores autóctonos no se comen, en la mayor parte de los casos, ni medio churro. No es el caso de Jaume Fuster, que entre letras y politiqueo consiguió cierto éxito hace algún tiempo, cosa que tampoco nos interesa, porque vamos a hablar de La isla de las tres naranajas, una novela publicada por Planeta hace algunos lustros.

   Si podéis imaginar una novela que entremezcle lo caballeresco, lo fantástico y la costa catalana y balear os podréis hacer idea de lo que materializa Fuster. Sólo por estas características merece decirse que tiene cierta particularidad, al menos que se nos presenta una atmósfera muy distinta a los bosquecitos con seres de orejas picudas o las protervas escenas "de adultos" de la novelería fantástica actual -ejem, ejem Martin-. No destaca la novela por la abundancia de seres fantásticos pues, aunque los hay, no se hace uso excesivo de ellos. Su presencia se halla en un segundo plano. Vemos alguna que otra sirena, una raza anfibia, medio terrestre medio acuática, un dragoncillo poco digno y poco más. Todos ellos son los dedos de la mano del destino, pues como novela de fantasía no podía faltar a esta cita el destino.

    La novela comienza con un gesto propio de las epopeyas antiguas: con un poeta invocando a fuerzas naturales y sobrenaturales con que inspirar el canto de su poema, poema que refleja hazañas recientes, gestas destacables, en las que "hace punto" lo ordinario y lo extraordinario, como dos hilos con los que hacer costura. Este inicio tan impersonal se adereza de un estilo pretendidamente arcaico que, con más cojera que soltura, acompaña el relato. Se relata, tras este inicio, los momentos en que el poeta cantor, Guiamón, conoce a un soldado errante, Roger, y también a su escudero Poncet. Con muy pocos preparativos son avisados de que en las islas Baleares, la isla de las tres naranjas, antiguo reino de prosperidad y paz, se han sumido en guerra civil, que los piratas llegan a ellas y que las pobres gentes se hallan en indefensión, necesitados de un brazo fuerte que los defienda. No hace falta que digamos mucho más, pues los que todavía no son héroes parten hacia allá para cumplir gestas. 

   En general, la narración es entretenida, aunque desde un aspecto psicológico los personajes son más simples que la arena, la prosa cojea entre estilo arcaico y expresiones modernas, y tampoco es que destile excesiva imaginación. Sin embargo, tiene cierto encanto, y a muy de destacar es la introducción de elementos caballerescos, cosa de la que hacen ayuno la mayoría de las novelas fantásticas "adultas" actuales: las armas especiales son portadas únicamente por las manos que se muestras dignas, las pociones curativas discriminan entre los buenos de corazón y los malvados y encontramos un sutil recubrimiento moral de la historia:
"El combate entre Garidaina y Bajac había sido el enfrentamiento entre la gracia y la fealdad, entre la agilidad y la fuerza, entre la brutalidad y a inteligencia; la lucha entre el portador y el caudillo fue entre el bien y el mal, entre la luz y la sombra, entre el futuro y el pasado". (p. 219)
   Quizá porque estemos cansados de la prosa moderna de los tibios, que hacen a los malos bondadosos y a los bondadosos malvados -véase la fantasía que está arrasando actualmente en librerías y pantallas- nos ha gustado el eco medieval de la caballería, por más que se nos presente con bondades literarias modestas.


jueves, 16 de mayo de 2019

"La nave de los necios" de Sebastian Brant

"Las reticencias de nuestra época respecto de la moral son en primer lugar de vocabulario. El bien, el mal, la culpa... ¡Todo eso parece tan anticuado! Y muchos creen haber resuelto el problema porque han renunciado a las palabras que servían en otro tiempo para plantearlo. Según ellos la virtud es una lengua muerta"
                       (Vivir de André C. Sponville)


    Los lúcidos ateos dicen tantas cosas dignas de estimación que siempre debe uno tener buen acopio de sus escritos en sus baldas, porque le sirven para tomar distancia... de los ateos no lúcidos; los creyentes ya no son mayoría, así que no es de ellos de quienes puede temer uno, o si son mayoría son de las cascarujas semireligiosas que resultan las ideologías. Los ateos creyentes que se postran a sus jardines de mentiras (las ideologías) gustan de concebir que todo es "construcción social", todo es "pacto" y que así no hay bien ni mal absoluto, porque lo que hoy es bueno mañana no, y viceversa. Así es el pensamiento ondulante y fofo que dice verdad a la mentira y mentira a la verdad, según la danza de los siglos y de las conveniencias particulares, todo ello cubierto con la robusta capa de la tolerancia al "otro". Pero tal manto es de factura low cost, se agota rápido, y así no podrá durar mucho el pudridero mental que enarbolan quienes se suman a ese carro. La sabiduría antigua de las sociedades resulta un buen paraguas para la lluvia de mierda que descargan sobre nuestras cabezas las ideologías modernas. Ha sido muy de mi gusto, como protector contra esa lluvia, un librito de finales del siglo XV, alemán, llamado La nave de los necios. Sus páginas se deben a la diligencia de Sebastian Brant, humilde profesor de derecho que en sus vigilias escribió las distintas torpezas en que incurrimos en nuestros días, en nuestras acciones, en nuestras vidas. Realiza una completa y cumplida recolección de vicios, hábitos negativos y acciones que pueden llamarse incontestablemente malas o viciosas, sin titubeos o fórmulas disfrazadas, halagüeñas.

   La obra muestra premeditación, como ya avisa el título. La "nave", desde los escritos de Platón y Aristóteles, es la metáfora del Estado o de la sociedad en la que estamos todos. Cuando Brant la apela como propia de "los necios" ya avisa de su mala conducción. Su tripulación surca los mares del tiempo, sin reposo, esperando anclar en el puerto de Narragonia. "Narr" es necio en alemán, así que Narragonia no es sino "la tierra de los necios". Sus futuros habitantes esperan expectantes su encuentro con indumentaria bufonesca, con gorro, prendas y cascabeles, que hayan una bella expresión en los más de cien grabados que acompañan al texto, la mayoría de ellos atribuidos a Durero. También aparecen con forma de borrico, para dejar bien claro a los ojos lo que algunos no podían leer.

   El libro tiene una clara vocación edificante y moralista, y eso le permitió en su día poder difundirse de una manera considerable, en diversos formatos. Tanto fue así que el autor se lamenta en la tercera edición de que se hallan mutilado algunas líneas en algunas ediciones porque "se ha dado la vuelta a mi trabajo y se han mezclado otros versos que carecen de arte, clase y medida. Muchos versos míos se me han cortado, el sentido se pierde a la mitad; cada verso se ha tenido que plegar a la forma en que se quería imprimir y a lo que exigía el formato." (p.417). No era esto raro en la época, ya que según el tamaño de la edición, el texto debía ser manejado de una manera u otra. Las dificultades incrementaban cuando había cantidad de grabados, como es el caso de La nave de los necios.

    Las aventuras editoriales del texto nos han de interesar menos que las aventuras interiores que nos muestra, con un juego de espejo. Cada pequeño capitulito retrata un vicio, una estupidez o simplemente alguna torpeza, y es tan nutrido el catálogo que será difícil escaparnos del espejo de sus páginas. Y si alguien cree conseguir escaparse es que está agarrado a algún cepo sin darse cuenta, lamiendo la herida del pie. En general todos los motivos del libro toman como base escenas bíblicas que nos son referidas por un completo aparato de notas y, en ocasiones, referencias clásicas. Con todo, destaca el trasfondo de sabidurías práctica de las Escrituras. De los muchos vicios que retrata algunos nos pasan desapercibidos porque como dijo en una ocasión Nicolás Gómez Dávila: "'Humano' es el adjetivo que sirve para disculpar cualquier vileza". Entre ellos hay dos que a algunos nos atañen muy cercana y directamente, como la acumulación de libros que no se acaban leyendo. De estos se ríe Brant nada más iniciarse el libro, pues lo adecuado no es tener muchos libros, sino sacar provecho de los mejores. Así, representa al que colecciona con gorra de necio, más preocupado por espantar a unas moscas que por sacar mucho provecho del texto. Tras de aquí se halla la crítica a la búsqueda sin freno de saberes, que nuestra cultura gloria, pero que en literatura se tematizó bajo la figura de Fausto:
"Me contento con ver muchos libros ante mí. El rey Ptolomeo se procuró todos los libros del mundo y consideró esto un gran tesoro; mas no encontró la doctrina verdadera ni pudo instruirse con ella."
                                                                                          (La nave de los necios, p. 95)



   Compren este libro y asistan al espectáculo de vanidades. Cuentan con la ayuda Antonio Regales Serna, que guía al lector por el infierno de los vicios, cual Virgilio, con una cómoda y extensa introducción junto a un aparato de notas que no dan lugar a que se pierda referencias el lector, especialmente los que no conocemos las Escrituras. Durante la lectura del libro verán amigos, familiares, parejas, pero también a sí mismos. Los esfuerzos de Brant por coleccionar facetas humanas muestran que el hombre no cambia, ni siquiera aquel que escucha a la serpiente decir: "Seréis como dioses" y se alza para decir que estará bien o mal lo que "pacte" o "decida" con otros. ¿Qué remedio le queda  al moderno aunque conciba que "el infierno son los otros"?



sábado, 27 de abril de 2019

"Mis paraísos artificiales" de Francisco Umbral

"En la política, en la profesión, en la vida, en el amor, todos nos hacemos una imagen interior del joven malvado, a los diecisiete años, y los underground adolescentes de hoy no son sino la colectivización y la democratización, debidamente programada por los grandes almacenes y las casas de disco, de un satanismo muy caro a la juventud de todos los tiempos. En nuestro siglo de oro (y de sangre) se iban a los tercios de Flandes. En el romanticismo bebían vinagre o se pegaban un pistoletazo ante el espejo. En los años felices de entreguerras se hundieron en el irracionalismo surrealista y hoy son hippies, beats, underground. Toda juventud necesita una épica, y depende del momento histórico el que esa épica sea política, social, literaria o aventurera." (Mis paraísos artificiales, p. 146)
  La escritura de Francisco Umbral rara vez se entrega a una épica, esa que él dice que es tan necesaria a la ingenuidad de la juventud. Quizá se deba a que creció en un hogar humilde, que no recibió una formación ilustrada, que vio, como muchos, la guerra de cerca y, sobre todo, el hambre. Nadie le regaló nada. La supervivencia mata la infancia y de esa matanza surge una prosa que no se entrega a la metafísica y la imaginería de la moda de turno, sea ideología o sea una tendencia artística. La literatura de Umbral es análoga al enroque en el ajedrez. Tiene que ver con un ensimismamiento, con un encerrarse. La materia literaria de este autor es, casi siempre, él mismo. Muchas veces introduce en la piel de sus personajes a él mismo, pero no es el caso en Mis paraísos artificiales, novela que con tal título hace un guiño a cierta obra de Baudelaire. Con tal nombre alude a los rincones mentales en los que siempre se refugia su mente: el primer libro, un aroma, la primera mujer... Renuncia, pues, a la proverbial Madrid que tanto retrata en sus novelas; renuncia, pues, a desenvolverse en el mundo, porque Madrid fue para él su único mundo: 
"La novela es todo menos invención, contra lo que parece superficialmente. Y no solo se tiene algo que contar, sino que ese algo tiene ya una pátina, un lima, un valor literario que sólo le da el tiempo al vino de la vida. Dice mi querido Delibes que la novela es 'un hombre, una pasión, un paisaje'. A mi me sobran el hombre y la pasión. Me basta con el paisaje." (Ibíd., p.179)
   En algún sentido es así y en algún sentido no es así. Es así porque todas las páginas del volumen recrean paisajes de dulzura y amargor de su mente, pero no es así en tanto que son de un hombre, y de un hombre que escribe con pasión, o con un lirismo que rompe las páginas con su música, que es mejor que la pasión.(¿A cuántos hay que la pasión no les da ni para un párrafo?) Con tal lirismo trueca lo verdadero en falso, y lo falso en verdadero. Así tuerce la palabra este tornero del lenguaje. En su trabajo como escultor de hermosas frases va dosificando una melancolía en muy breves apartados, cada uno tratando de cosa distinta al anterior, todos unidos por una discreta desazón. Es curioso que abandone la vitalidad de sus libros y caiga en un reino de remembranzas tristes con 44 años (la novela se publicó en 1976). Se sabe viejo aunque todavía no era viejo. Pero sabe, con esos cuarenta y tantos, que ya ha perdido la oportunidad de la frescura que aporta la primera vez que se experimenta con cualquier cosa, con cualquier persona, con cualquier idea. Y esa primera vez es lo que casi siempre rememora o, al menos, aquellas cosas a las que siempre podrán volver los ojos de la mente. Y así envuelve un ligero drama toda la obra aunque sepa que no hay espacio a tal cosa:
"Decía el filosofo Jorge Santayana que vivimos dramáticamente en un mundo que no es dramático. Sí, es cierto, porque el drama lo ponemos nosotros, porque la naturaleza se burla, desde su fondo neutro de nuestra agitación febril y peripatética" (Ibíd., p. 136) 
    Pero no todo es belleza melancólica en el libro, pues nos brinda bellas y espléndidas reflexiones. La que trata de la amistad, en el penúltimo apartado, es una gran verdad, por ejemplo. Y no solamente hay pasajes que no son tristes, sino que aun los tristes no están exentos de algún deje umbralesco, de una de sus salidas de tono, que uno imagina con el desparpajo y el cinismo que mostraba en entrevistas y que, si no mueven a la risa, ocasionan la sonrisa.


   También hay partes que no recorren sus paisajes mentales, entre los que destaca una lúcida reflexión sobre el mundo onírico y el surrealismo, que le dio pie a considerar su presente con una luz que no era de su presente, sino del nuestro:
"Espantada de los sueños, la humanidad persigue realidades encarnizadas, crear sistemas, religiones, dogmas, ciudades, leyes, hasta que, abrumada de realidad, se hunde de nuevo en los abismos cálidos del sueño, y de ellos obtiene músicas, luces, secretos, colores, historias, amor. Actualmente, la humanidad quiere dormir. La psicodelia, la droga, el sexo, el arte irracionalista, cierta música, los barbitúricos y el orientalismo no son sino la gran cabezada de una cultura que se ha quedado traspuesta, la siesta del fauno occidental." (Ibíd., p. 119)
   Hablar del desplome de occidente (o de Europa al menos) no tiene mérito en 2019, ni tampoco hablar de su rendición a los hermosos jardines de la mentira (ideologías varias, pseudociencias, orientalismo barato mezclado con esoterismo, etc.). Hacerlo en 1976, en pleno florecimiento de una orgía del dinero y de los fastos de la cultura europea y norteamericana, sí lo tiene. 

   No ofreceré más casos de la lucidez de Umbral, ni más citas de su prosa-lírica iluminada... Sería demasiado larga esta entrada, y acabaría hablando más él que yo, porque él escribe de un modo que a pocos les será dado alcanzar. Todo libro que veo de él lo adquiero, leo y guardo; este libro me reafirma en esa costumbre. Y lo haré con más cariño por saber que Umbral ha ingresado de facto en la nebulosa oscura de un cierto malditismo. Casi nadie lo lee, casi nadie lo menciona, casi nadie lo cita. Desde donde esté seguro que goza este glorioso incógnito, que ha hecho que todavía no se hayan publicado las obras completas de una de las mejoras plumas que este lector ha podido gustar. 

 

viernes, 19 de abril de 2019

"Las extensiones interiores del espacio exterior" de Joseph Campbell


   Acostumbro por estas fechas leer siempre algo relacionado con la religión, ya sea una novela, ya un ensayo; y no del cristianismo necesariamente, sino del fenómeno religioso en general. Si el año pasado le tocó el turno a He aquí el hombre de M. Moorcock, esta vez he escogido un libro de Atalanta. Un ensayo de Joseph Campbell, de nombre prolijo, ha llenado (o más bien vaciado) mis noches. Este autor tiene numerosos títulos que han sido publicados recientemente en la editorial del conde Jacobo Siruela, destacando su libro Diosas y una historia de conjunto de las religiones, que no he leído por el momento, y que guardarán esa condición por la eternidad a causa de lo que me he encontrado en Las extensiones interiores del espacio exterior.

   Joseph Campbell es una ramificación de ciertas líneas de pensamiento de Carl Gustav Jung, al que debe el concepto fundamental de 'inconsciente colectivo'. Cuando el erudito norteamericano vislumbra el fenómeno religioso lo hace a través de dicho concepto, como buen ejemplo da en la recopilación de conferencias que agrupa en este tomo del que hoy hablamos. Su tesis básica es que el ser humano, el conjunto de seres humanos, comparten un inconsciente, del que brota una serie de tendencias, unos impulsos. Tales impulsos son principalmente tres: supervivencia, procreación y poder (capacidad de dominar o matar a otros). De ellos, dice, surgen unas ideas, unas imágenes, que sirven de "fermento" común a las religiones. Y de este modo pretende a lo largo de tres capítulos, que fueron tres conferencias en origen, mostrar el núcleo que comparten todas las religiones. Porque no es casualidad que imágenes, ideas y aun conceptos aparezcan en diversas religiones, muchas de las cuales no tuvieron contacto entre sí.
   
   No por casualidad se menciona a Kant en muchas ocasiones, y no porque Campbell  sea deudor de sus ideas, pero sí que su explicación va a guardar ciertas semejanzas con el proceder kantiano, si no en conceptos, sí en estrategias discursivas. Kant buscó una fundamentación de las ciencias y de la ética a partir de las cosas de abajo, de elementos mundanos. ¿Cuál es, por ejemplo, el fundamento de la ética en Kant? No lo es una entidad externa a la realidad, ni un texto revelado, sino una idea que germina en la conciencia del individuo, que la extiende de sí mismo hacia el resto de la humanidad. A eso le llamó el imperativo categórico el filósofo de Königsberg. De modo similar, Campbell encuentra la razón de la eclosión de las religiones de todo el mundo en algo del orden mundano, es decir, las pulsiones, expresión concreta del inconsciente colectivo. La operación es la misma: se descarta una explicación que contemple un elemento trascendente en aras de explicar algo desde la pura operatoriedad de las cosas presentes. Se sustituye la trascendencia por la inmanencia, en pocas palabras. La extensión de las ideas jungianas que lleva a cabo Campbell no excluyen cierta creatividad, pues es entretenido ver el potencial explicativo de su teoría, que puede dar cuenta de por qué el símbolo de la serpiente aparece en Sumeria, en el Hermes griego, en la China de la dinastía Zou o la Irlanda que dio textos de belleza considerable como el libro de Kells, donde aparece la serpiente ilustrada en bellos colores. Pero ese potencial explicativo es un gigante con pies de barro, pues la exposición se desarrolla sin argumentación o demostración del principio de la teoría. Se dice que las religiones son plasmaciones de tres grandes pulsiones, y que esas pulsiones son formas concretas del inconsciente colectivo, pero no se demuestra argumentativamente esta entidad en ningún momento. Ya Freud, persona comprometida con la verdad , advirtió que necesitaba encontrar un "ahí" para el inconsciente (individual). Si no lo podía señalar en el cuerpo o, al menos, demostrarlo argumentativamente, sabía que toda su teoría ingresaba, de forma inmediata e irreversible, en el oscuro campo de la pseudociencia. De esta sabia intuición no tuvo mucho cuidado Jung, pero Campbell es que ni se la plantea, así que toda su explicación se edifica no desde el sólido cimiento del saber, sino del inestable barro de la pseudociencia.

   Pero aquello no es un problema para que se venda con cierta aceptación este libro, pues tiene los ingredientes perfectos para ser degustado por los paladares modernos. Unas gotitas de estudios culturales (que siempre critican a occidente), un ligero aroma a feminismo (que supongo desarrolla en Diosas, de reciente publicación en el sello atalantino) y unas pocas historietas orientales ofrecen un menú completo para unas generaciones que aman lo ajeno mientras desconocen (u odian) lo propio. El menú es suculento, porque siempre que puede caracteriza a los monoteísmos como religiones donde se ha trastocado las ideas donde predominan figuras femeninas. La selección de platos no tiene desperdicio: del islam casi siempre calla, al judaísmo algo le achaca y la cristiandad siempre es, si no su objeto de ataque, su objeto de mofa. Por supuesto aquí demuestra la misma habilidad argumentativa y base bibliográfica que en lo que comentamos antes, incurriendo en deliciosos errores. A la cristiandad siempre le imputa el entender sus escrituras de modo literal, cayendo en el ridículo en cuestiones como la Creación, la caída del hombre y otros asuntos. A Campbell se le olvidó leer a Aurelio Agustín (San Agustín), un romano del siglo III- IV d. C. que en el libro XII de sus Confesiones advierte que no se puede leer el Génesis, ni otras partes de las Escrituras, de modo literal, inspirado este señor por la escuela alejandrina de Ambrosio de Milán, Orígenes y Atanasio, y que se impondría en la cristiandad. Pero no hacía falta que fuera tan lejos Campbell. Si hubiera leído con atención sólo la Biblia, se habría percatado de que ya San Pablo, en la Carta a los Corintios, interpreta de modo alegórico y  no literal el Éxodo. Qué acertado es para este señor lo que dice un autor publicado en el sello de Atalanta, Nicolás Gómez Dávila:
"Lo que se piensa contra la Iglesia, si no se piensa desde la Iglesia, carece de interés"
    No mejora este libro cuando Campbell recibe el don de la profecía y nos dice que las religiones actuales se hallan en declive, y que tras su derrumbamiento surgirá una religión de alcance global. Lo primero es cierto para algunas (la cristiandad es un ejemplo), pero lo segundo nadie puede saberlo. Esto no sería excesivamente grave si no fuera porque sirve para detectar una cualidad del libro y es que sus páginas se visten de espiritualismo. Esto es religión para personas no religiosas: al vaticinar una nueva religión y mostrar apego al oriente, Campbell deja de mirar las religiones con la vista del entomólogo, que estudia desde la distancia de la ciencia su objeto y se pronuncia desapasionadamente. Están muy bien orquestados todos los elementos de cara a seducir al crédulo moderno, y lo puede seducir tanto más porque la religiosidad vacua que destila Campbell (es vacua porque es una religión no formada, sin elementos doctrinarios, éticos o conceptuales) le exime de compromiso: no tiene que decir cosas embarazosas sobre la natalidad, la promiscuidad, la eugenesia, el comedimiento con la comida o las bebidas o la creecia. Sólo en una cosa debe creer: en el inconsciente colectivo, no demostrado y no demostrable, como lo divino, porque el subconsciente es el sustituto de Dios: es ubicuo, eterno, y sin un "ahí". La guinda del pastel no es que abandone el estudio serio del hecho religioso, sino que la exposición se revuelca impúdicamente con otras pseudociencias, como la  numerología que practica en ocasiones (buen ejemplo se encuentra en las páginas 46-53).  Además, puede descubrir el lector que descuida la terminología y los conceptos:  a Escoto Erígena le llama neoplatónico (p. 108), lo cual es un error como un templo, pues fue un cristiano que simplemente recogió algunos elementos neoplatónicos, como Aurelio Agustín cinco siglos antes o Raimundo Lulio (s. XII) o Nicolás de Cusa (s. XIV). Finaliza este tomo el capítulo III, que es simplemente una serie de ensoñaciones sobre lo que guardan en común el artista y el místico. Un refrito de aire romántico si resumimos, con propiedad, las páginas de dicho capítulo.

   No quiero parecer estar en absoluto desacuerdo con este libro, pues hay alguna cosa en la que sí estoy de acuerdo. En algunas líneas parece echar de menos la comprensión vital que supone el ritualismo. Se dice que la vida que no se ordena en torno a ritos pierde significación, y que los que así vagan lo hacen perdidos y sin orientación. Esto me parece sensato, pero no sé si el autor no se atreve a decir lo que esto significa, ni tampoco si el lector se da cuenta del todo: reclamar una vida explicada en torno a los ritos es decir lo mismo que se ha de luchar contra la secularidad, porque las sociedades  tradicionales anudan con el ritualismo lo divino y lo profano; la secularidad, no hace esto, porque sólo distingue entre lo profano y lo más profano. No hay espacio para lo divino. Pero decir que hay que luchar contra la secularización quitaría encanto a la exposición de Campbell, y levantaría suspicacias, así que insinúa más de lo que dice, pero no dice menos de lo que insinúa.

    Hay objeciones de mayor calado, pero habré de guardármelas, pues esto es una reseña y no una crítica académica. Me limito a no recomendar un libro que, claramente, es un aborto de la inteligencia. Se alimenta de pseudociencias y de ideologías que ornamentan muy bien el libro, haciéndolo atractivo para un público que está infectado, parcial o completamente, por esas ideologías.  El libro no resiste un análisis filosófico o histórico, porque lo que el lector tiene en las manos no es ni antropología, ni etnografía, ni historia, ni filosofía, ni teología ni ninguna de las múltiples disciplinas que ayudan a examinar el hecho religioso. Como dije, un aborto de la inteligencia.




sábado, 23 de febrero de 2019

"Lo que vi en América" de Chesterton

   "El propósito de este libro, si alguno tiene, no es otro que exponer la siguiente tesis: la peor forma de ayudar a la amistad angloamericana es ser un angloamericano. Hay algo aun peor, por supuesto, que es ser anglosajón"
                            (Lo que vi en América, p. 272) 

Chesterton fue un notable conferenciante en sus tiempos. El genio que portaba en su pluma no se agotó en el papel escrito, pues muchos fueron los viajes que realizó dando charlas, siempre atendido y siempre polémico. Y siempre recordó algo que hoy parece muy olvidado: que las religiones siempre comportan un modo de vida, y no sólo una visión de la vida y del mundo. Así, siempre se pronunció sobre temas de actualidad, pero desde su trinchera católica, sin pelos en la lengua y con el cuidado de endulzar con humor el ácido de su crítica. En Lo que vi en América (1922) aporta unas reflexiones sobre sobre la democracia y el mundo que allí cristalizaba, en lo que auguraba ser un nuevo imperio (que hoy ya conocemos como tal). Y lo hace burlándose ya en su comienzo de las pretensiones de escribir "impresiones" sobre viajes. Menciona ejemplos, como el viajero que residiendo por un tiempo en un país rico, piensa que un abrigo de piel y un bastón son propios de pudientes bolsillos cuando, si viaja a países donde las formas modernas no se han infiltrado, encontrará que los abrigos de piel los emplean los humildes para protegerse del frío y los bastones son ayuda para abrirse camino en un bosque. Partiendo de las ideas engañosas que se puede forjar uno viajando critica las "impresiones" que tienen muchos de sus compatriotas con América, sobre todo en un clima de preguerra donde convenientemente se pretendía un acercamiento con la joven nación americana. Así, muchos olvidaron que un país que repudia cualquier constitución (Inglaterra) no tiene nada que ver con uno que diviniza una constitución (la americana); uno que se precia de lo antiguo no tiene parentesco con uno que se abandona a constantes innovaciones; y, desde luego, no hay continuidad entre un país y otro si la existencia de uno se debe a una revolución contra la corona británica. Recabadas numerosas diferencias dice:
"Estamos continuamente aburriéndonos hablando de los lazos que nos unen a América. Estamos continuamente proclamando a gritos que Inglaterra y América se parecen mucho, sobre todo Inglaterra. Estamos siempre insistiendo en que ambas son idénticas en todas las cosas en que difieren de modo más obvio. (...) No dejamos de repetir que al menos todos somos anglosajones, cuando en realidad nosotros descendemos de romanos, normandos, bretones y daneses y ellos, por su parte, descienden de irlandeses, italianos, eslavos y alemanes" (p. 159)

   Cuando tritura los "parecidos", ve en Estados Unidos el lugar donde se encarnan los encantos del sinsentido: una sociedad con el único espíritu que el de la búsqueda del dinero, sin argamasa espiritual de cualquier tipo. La prueba de ello se atisba tras dos siglos de historia. Esa distancia histórica permite una visión de conjunto del país y la sentencia es firme, rigurosa, inapelable: el joven país deificó los ideales ilustrados, pero lo que ha ofrecido no son más que fantasmas tras los que cuelga la religión. Prometieron la libertad ilustrada, que es una libertad imposible, así como otras cosas, que también han sido imposibles. El primer Dios moderno que no se "ha hecho carne", que no ha cristalizado en la realidad, es la misma libertad:
"¿Acaso habéis alimentado las almas hambrientas de los hombres? ¿Habéis traído libertad a la tierra? Pues cada uno de los motores en los que estos viejos librepensadores creyeron firme y confiadamente se ha convertido en un motor de opresión e incluso de opresión de clase. Su parlamento libre se ha convertido en una oligarquía. Su prensa libre se ha convertido en un monopolio. Si la pura Iglesia se ha corrompido en el transcurso de dos mil años, ¿qué se puede decir de esa pura República que ha degenerado en una repugnante plutocracia en menos de un siglo?" (p. 224)
    Estas líneas son aplicables a todos los países que han abrazado la ilustración, palabra tras la cual se oculta un panteón de semidioses (Rousseau, Diderot, Voltaire...), inspiradores de curiosas mitologías conceptuales. La expresión política de ese mundo halla su traducción en Estados Unidos, y un tradicionalista como Chesterton no podía evitar mirar con recelo. Un capitalismo galopante en el que unos pocos dominan a todos guarda, para Chesterton, la huella de la maldad. Y sin duda para él es más malvada una república moderna administrada por plutócratas que una monarquía absoluta plagada de pequeños propietarios, porque para Chesterton la libertad no es votar. Libertad es ser independiente de otros y para ello es necesario la propiedad. A partir de ella se puede "emprender" en el sentido adecuado. El emprendedor moderno lo es solo de palabra porque como no dispone, en la mayoría de los casos, de propiedad se ve obligado a pedir un préstamo, a depender del arrendamiento de algún local y de un proveedor. Compárese esta libertad con la de las antiguas familias que sacaban rendimiento a las tierras que poseían. O piénsese en una familia con un negocio de zapatos que de generación en generación perpetúan el negocio artesanal. Aquellos son libres en apariencia, porque tienen tres jefes invisibles; estos otros, por no depender de otros, son más libres. Por esto mismo, Chesterton ve con horror la expansión de las grandes finanzas y corporaciones, porque para él lo que estaban ejerciendo es un proceso de concentración de propiedades y dinero y, con ello, favoreciendo la pérdida de las pequeñas libertades, que son las que realmente existen y no el concepto vacío de libertad que Rousseau patentó en El contrato social

   Entre las muchas ideas que va desarrollando con su paso por norteamérica destaca la conciencia del desarraigo y comenta que en un local un camarero le sirvió la comida. Intentando simpatizar con el hombre y descubrió que provenía de Bulgaria. Tras hacer algún comentario banal sobre el país, expresando la sospecha de que allí casi todo el mundo sería agricultor el camarero sentenció:
"De la tierra hemos venido y a la tierra volveremos. Cuando los hombres se alejan de ella, están perdidos."
   Tales palabras impresionaron a Chesterton, pues cumplían las veces de análisis comprimido y de confesión. De análisis, porque condensa el cambio de las comunidades pequeñas, las agrarias, a las sociedad urbanas modernas; de confesión, porque el camarero búlgaro se declara como perdido, desarraigado.

    Bastan estas pocas ideas para ver el talante antimoderno de Chesterton, que se ciñe al país más moderno. Esa disposición contraria al mundo que ha parido la modernidad se plasma en los diecinueve capítulos de este libro. Como he dicho otras veces sobre Chesterton es destacable por su estilo y por un gran humor. Lo que vi en América sostiene la calidad de otros libros suyos que he leído, y por eso lo recomiendo con el mismo fervor con que recomendé los otros.


lunes, 28 de enero de 2019

"Vivir: tratado de la desesperanza y la felicidad" de André Compte Sponville

"No debemos perder los bienes presentes por el deseo de los ausentes" (Epicuro, citado en Vivir, p. 267)
   Han pasado cuatro años  y medio desde que leí el primer libro de André Compte Sponville, del que este es continuación y fin. El preludio que aquel tomo suponía iba, supuestamente a hallar su acabamiento en el segundo tomo: "Vivir". Un par de años separaron la creación del primer libro del segundo. El autor mismo reconoce al principio del segundo tomo que este fue una ardua labor, más difícil que la primera y que por esa razón tardó más de lo esperado.¿Ese trabajo en qué quedó? ¿Cómo se articula el materialismo que estaba por llegar, aquel que, desinfectado de trazas platónicas, fuera verdadero y puro? Bien, pues a lo largo de 370 páginas podemos verlo. En ese espacio se preocupa de dos flancos: la moral y el sentido (semántica). Hablaremos solamente del primero, para proceder con mayor rapidez a la inspección del ensayo y a la consiguiente opinión.
"Las reticencias de nuestra época respecto de la moral son en primer lugar de vocabulario. El bien, el mal, la culpa... ¡Todo eso parece tan anticuado! Y muchos creen haber resuelto el problema porque han renunciado a las palabras que servían en otro tiempo para plantearlo. Según ellos la virtud es una lengua muerta."                              (Vivir, p. 14)
. ¿Cómo ha de afrontar la ética un materialista? Todos pensaremos, indefectiblemente, que a un cuestionamiento de la ética, de cualquier ética, además. Seguro que alguna frase de Nietzsche sobrevuela la imaginación de alguno. Un materialismo parece llevar necesariamente a la abolición de la moral, porque la moral siempre es el bastón de la religión: sin él no camina. No es eso lo que uno aprende leyendo a Sponville, sino más bien lo contrario. Históricamente, Nietzsche y su crítica a la moral han ejercido el peso de una losa y cubierto nuestros ojos con una venda. Esa venda nos impide decir el nombre Spinoza que, sin embargo, no para de estar en la boca del filósofo francés que hoy consideramos. Más de la mitad de las notas (y hay unas 300-400) tributan respeto y honor al pensador judío. Partiendo de él y llegando a él, la ética se piensa no como una ilusión (aunque lo sea), sino como un ejercicio en el que el sujeto tiene un mayor grado de implicación. Expliquemos esto: es ilusión, porque parten de la premisa de que no hay Dios o, que en caso de haberlo, no es nada distinto a la naturaleza (Deus sive natura, que dijera Spinoza). En ese momento aceptar la moral comporta un grado de arrojo, un acto de valentía y un ejercicio de la voluntad mucho mayor que el de un creyente. Cuando se actúa por un valor (templanza, valentía, industriosidad, liberalidad, etc) no se hace con vistas a ganar méritos en otra vida y, el hecho de que no haya ganancia, redunda en la calidad de la acción emprendida, pues la ética se compromete, no lo olvidemos, con la buena acción, no con la buena voluntad. ¿De qué nos sirve tener buena voluntad hacia alguien si luego en nuestras acciones provocamos un mal a ese alguien? Pero continuemos con el tratamiento que hace Sponvile: la ética es una ilusión, pero no su ejercicio; la ética se compone de ideas, y estas no son nada del mundo. El mundo es mera materia. Y lo que no sea materia no es nada, sino ilusión. El hombre está plagado de ellas: cuando pasa de lo particular a lo universal ya está imaginando y sufriendo la ilusión de sus imaginaciones. La ilusión por excelencia para Sponville es el platonismo y las religiones. Sólo existe el deseo de cada uno de nosotros. Yo deseo mi bienestar, el de mi cuerpo (porque la conciencia es otro fantasma, otra ilusión para este autor, como explicaba en el primer libro Sponville) y, por extensión, el de mi vecino. Esa es la base: la materia, el bienestar de este cuerpo que soy yo, que se extiende al resto de cuerpos. Es un movimiento ascendente. Justo al revés que las religiones: tras de lo divino se atisba una larga escalinata hacia realidades más humildes. En ese orden descendente se halla la moral, porque se impone desde arriba, no desde el cuerpo, que está abajo, en el plano de la materia, sino desde lo divino, que es trascendente.
"(...) el problema consiste entonces en saber cómo conciliar esta crítica con las múltiples  reglas que Spinoza no cesa de enunciar -'certa vida dogmata', como él dice-, reglas que deben gobernar nuestra vida (ellas constituyen una recta ratio vivendi), que en su mayoría apenas se oponen, es lo menos que se puede decir, a los mandamientos tradicionales de la moral" (p.118)

   Lo dicho hasta ahora explica por qué un materialista no claudica a la mera inmoralidad, pero no da asiento a la moral. No lo hay. La moral no es sino el gusto y el deseo que se han modelado a lo largo de las épocas. De nuevo una explicación que parte de realidades humildes: deseo, gusto, nunca trascendencia. Este punto es insuficientemente tratado por Sponville pero en el recorrido global del asunto moral transitamos grandes nombres: Kant, Sartre, Simon Weil, Descartes, Epicuro, Hobbes, Platón... Es curioso que no emplee a Hume porque este ya desarrolló una ética que partía de las emociones. Muchos autores son puestos sobre la mesa y diseccionado como cuerpos que se estudian. No siempre con fortuna, como no siempre con fortuna se hace en la segunda parte, que trata en torno al significado, el lenguaje, el tiempo y la memoria. Por su amplitud, es realmente difícil exponer el libro de Sponville. Y más todavía es hacerlo sin contar con el trasfondo del primer libro (para el lector que se tope con esto sin haberlo leído). Me limitaré a señalar algunos puntos débiles a mi parecer:

  1. El incapié que se pone durante todo el ensayo sobre lo que es real deriva en algo demasiado limitado. En todo momento se establece que la realidad no es otra cosa que la materia pero, en tal caso, no existe lo posible, que en filosofía se ha llamado, tradicionalmente, "potencia". Sponville identifica la posibilidad con la ilusión, pero no son lo mismo: algo ilusorio nunca podrá llegar a ser, mientras que algo posible puede llegar a ser. En pocas palabras: lo ilusorio es imposible en la realidad (un pegaso), pero lo posible puede implementarse en la realidad (una semilla se puede transformar en un árbol, o no).
  2. Hay cierta apariencia de criticar todas las religiones, pero eso está lejos de la verdad. El libro carece de real conocimiento de las religiones. No hay apenas bibliografía especializada en torno a ellas. Los politeismos no tienen mención. Apenas la tiene el islam y sí, y bastante, el crisitianismo. Además Sponville coquetea con el budismo y el zen, lo cual nos lleva a una conclusión: no critica a las religiones por crear todo el entramado de ilusiones; solamente critica aquellas que le placen. Cuando se ensaña con el cristianismo lo hace desde una perspectiva reducida porque emplea un par de escritos de San Agustín, la Biblia y, con mucha rareza, a Sto Tomás. Esto degenerará en lo que señalaremos en el punto 4.
  3. Cuando tilda la moral de ilusoria no ahorra palabras para calificar a los moralistas: "Antes y mejor que Nietzsche, según mi opinión, Spinoza había desenmascarado las trampas de la tristeza y del resentimiento  que habitan en el corazón de la moral. Como por ejemplo los que condenan al amor a la gloria, al dinero o a las mujeres por impotencia interior, cuando son lo que más desean. Tristeza de misántropos, de avaros y de misóginos: tristeza de moralistas. Beatos, devotos, censores... Hombres viles. Pero más necios (Spinoza lo da a entender) o más ignorantes que malvados. Pues solo se juzga, en uno mismo como en otro, lo que no se comprende. (...) Juzgar es confundirse" (pp. 117-118). Que bajo el manto de la virtud se esconden muchos sinvergüenzas (unos Tartufos de la moralidad) no es nada nuevo. Pero uno se pregunta al leer estos pasajes si no cae el autor en lo que critica, pues juzga a los que juzgan.
  4. Al estudio le falta profundidad histórica y eso permite numerosas, graves y horribles deformaciones. No distingue, por ejemplo entre el platonismo, el neoplatonismo ni el cristianismo. Con ello fomenta un zurriburri muy conveniente a sus intereses: pliega los conceptos de tal manera que se avienen a lo que él quiere criticar. Conceptos como materia, cuerpo, realidad y presencia divina cambian considerablemente en las tres corrientes mencionadas, pero en el zurriburri que presenta eso no se hace de notar. Es particularmente grave en el caso del cuerpo. Si bien Platón dijo que el cuerpo podía llegar a ser una cárcel, basta con leer La República para ver cómo nos exhorta a su cuidado porque, como decían los antiguos, mens sana in corpore sano. El neoplatonismo sí tendió al desprecio del cuerpo, pero ni mucho menos el cristianismo (el que venció de entre los distintos tipos de cristianismo). Pocas religiones han hecho que su Dios se hiciera "carne", ni tampoco han dado tanta importancia al cuerpo en la escatología (el dogma de la resurrección). San Agustín, haciendo un guiño a la "cárcel" de Platón dijo: 
"No es el cuerpo tu cárcel, sino la corrupción de tu cuerpo. Tu cuerpo hízolo Dios bueno, porque Él es bueno; la corrupción viene de su justicia, porque es juez. Aquel es fruto del beneficio; éste, consecuencia de un castigo." (Enarrationes in Psalmos 141)
   Todos estos aspectos que me parecen deficientes están sujetos al peligro de haber malinterpretado algo. Debería haber releído el primer libro, pero no he podido. Basten estas consideraciones sobre el libro.

   Sobre todo el libro sobrevuelan las palabras del Evangelio de san Juan: "(...) solo la verdad os hará libres" (Jn 8, 32), que creo que no menciona, pero que es de evidente presencia. Así, desveladas todas las ilusiones (las religiones,la conciencia, el platonismo en el arte, la política y la ética, etc), se puede "Vivir". "No se trata pues de cambiar la vida (...) sino de vivirla sin mentira y sin ilusión (...)"  (p. 335). El trabajo de Sponville se presenta, entonces, como un grimorio con todo tipo de surtidos, para combatir todo lo que para él no son más que cosas ilusorias. La verdad, la suya, nos hace libres. Pero no le basta con descubrir la verdad, pues se exhibe como una nueva Biblia, una "Buena nueva" (Novum testamentum).
"Así es la buena nueva de la desesperanza, aunque temo -porque es desesperada y justamente desesperante- que no satisfaga a nadie (...), pero sin embargo es una buena nueva, tanto más cuanto más desesperante. Es bueno acabar anunciándola, tanto más cuanto más desesperante. Es bueno acabar anunciándola, precisamente porque no anuncia nada. ¿De qué tienes miedo? ¿Qué aguardas? ¿Qué esperas? Ya estás salvado." (p. 343
   Como su "nuevo testamento" no anuncia nada  ahí encuentra el punto de conciliación con el zen, que pretende no pretender nada en el orden del pensar, es decir, no pensar. 700 páginas (los dos libros juntos) apuntan en una dirección antiintelectualista y antiracionalista: "El fin no es ser sabio, sino vivir" (p. 347). Recodemos la frase de Epicuro que puse al principio de la reseña: "No debemos perder los bienes presentes por el deseo de los ausentes". En Sponville lo presente es la vida, el mundo; lo ausente es el más allá, las ideas de Platón, la escatología, etc. Hace un uso muy bueno de esa frase, tan certera como imposible de cumplir, totalmente, al menos.

   Creo que es el primer libro que al aplicar  la etiqueta "ensayístico" entrevero una clasificación y un ligero desprecio. Es delicia leer a Sponville, es cierto, pero no me parece riguroso, ni tampoco tiene el espíritu histórico que este proyecto (un materialismo que se despega de otros materialismo) necesita. Independientemente de que no comparta muchos de sus razonamiento es de sospechar que, por ambiciosa, la empresa de Sponville no revista del empaque necesario a toda gran obra. Sin embargo, léanlo quienes se sientan interesados, porque ciertamente es interesante su trabajo, y muy bello.