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jueves, 20 de junio de 2019

"El mundo de la antigüedad tardía" de Peter Brown

    A tantas lumbres ha sorprendido la caída del imperio romano que muchas de ellas han barruntado, como han podido, las causas de su declive. Gibbon arrojó parte de la culpa al cristianismo, pero las posturas avanzaron a criterios más consistentes después de su siglo. Las explicaciones, ya fueren de índole económica, política, social o militar han examinado el cadáver romano, descubriendo los órganos de su putrefacto cuerpo, aquellos que causaron el paro cardíaco de un corazón que oxigenó, en su momento, tres continentes: Europa, África y Asia . Todavía fresco el cadáver, es visitado con frecuencia por los anatomistas de la historia, por los fisonomistas del tiempo. Peter Brown es uno de esos fisonomistas, pues ha dedicado toda su vida a manosear este exquisito cadáver con sus estudios.

   Brown, en El mundo de la antigüedad tardía desgrana en tres grandes bloques su ensayo: 1) el imperio occidental de Roma, 2) el imperio oriental y 3) la aparición del islam. Se nos dice, al principio, que los romanos eran especialistas en la ingeniería, y conectaron todos sus territorios con seguras vías, pero ninguna mantenía más unidas las provincias del imperio que el mar Mediterráneo. En un período de veinte días una nave podía surcar de una punta a otra este mar. Este era la más firme unidad del imperio, el que garantizaba tener un circuito de grandes urbes bien conectadas. Pronto nos dice Brown, con sagacidad, que el enemigo de los imperios -en realidad para cualquier cosa- no son sus enemigos más obvios, sino aquellos que uno no percibe como tales: el espacio y el tiempo. El espacio es letal. Para Roma ese espacio estaba más allá del mar, bien entrados en tierra. Alejados de las urbes con puerto (Alejandría, Roma, Antioquía, Marsella, Cartago, et alia) el mundo romano se desvanece a cada paso que se avanza:
     "En las Galias los campesinos hablaban aun celta; en el norte de áfrica, púnico y libio; en Asia menor, antiguos dialectos como liconio, el frigio y el capadocio; y en Siria, el arameo y el siríaco." (p. 29) 
    La unidad lingüística, social, religiosa y aun filosófica que Roma pudo desparramar por todas las orillas del Mediterráneo era contrapunto de los territorios que se adentraban en tierra, con otras lenguas, con otras costumbres, diversas en deidades y con otras formas de contemplar la vida. Dadas esas circunstancias el desencuentro, con el tiempo, es inevitable, porque sólo quienes viven y piensan de modo parecido se sienten unidos. La uniformidad es el pilar no de Roma, sino de cualquier imperio o territorio. Allá donde los ciudadanos no se sientan envueltos por el mismo tejido institucional, por los mismos intereses y convicciones, se da, indefectiblemente, la disolución del Estado, ya fuere la Roma antigua o la España del siglo XXI. Este sutil enemigo que no se presta a combate con el hierro fue carcomiendo a los romanos, que no tuvieron problemas en frenar a germanos, sasánidas o tribus africanas.

   En el siglo III se produjo una revolución interna que favorece el ascenso de militares a todas las áreas administrativas del Estado, que talan con cuidado y esmero la administración senatorial, y que refuerzan el ejército hasta convertirlo en un sofisticado aparato de 600.000 efectivos, bien pertrechados, bien administrados, bien conducidos. Sin embargo, la distancia daba dentelladas al mundo grecolatino: la mayoría de dignanatarios surgidos en los siglos III-IV  no pisaron Roma, y los ciudadanos antes de sentirse cercanas a las instituciones romanas se apegaron a grandes señores de provincias, a los que se denominaría patronus. La preocupación de los emperadores por la presión en las fronteras ocasionó que no pudieran fijar su mirada en lo que ocurría dentro del imperio: los ciudadanos, inseguros ante el deambular de la vida, se sentían indefensos por las guerras, el empobrecimiento y la distancia de los grandes centros de poder. La Iglesia palió, del alguna manera, esas carencias, y de ahí obtuvo una enorme fuerza:
    "(...) durante las emergencias públicas, tales como las revoluciones y epidemias, la clerecía cristiana se mostraba como el único grupo unido en la ciudad capaz de preocuparse del sepelio de los muertos y organizar distribuciones de alimentos. En Roma, hacia el 250, la Iglesia sustentaba a mil quinientos pobres y viudas. Las comunidades de Roma y Cartago pudieron enviar gran cantidad de dinero a África y Capadocia para rescatar a los cautivos cristianos después de las incursiones bárbaras del 254-256. Dos generaciones antes, y enfrentando a problemas similares después de una invasión, el Estado romano se había lavado las manos respecto a los provinciales más pobres: los juristas declararon que incluso los ciudadanos romanos debían permanecer como esclavos de los individuos que los rescataron de los bárbaros. Formulado sencillamente: hacia el 250, hacerse cristiano garantizaba una protección mayor de los correligionarios que el ser civis romanus."  (p. 74)
   Esta política de protección interna de los ciudadanos llevada a cabo por la Iglesia -tras la iniciales olas de violencia contra el paganismo en el oriente- continuó hasta la entrada en escena de los árabes, momento en que verdaderamente se rompe la uniformidad cultural que, mal que bien, había sobrevivido:
   "La llegada de los árabes cortó simplemente los últimos hilos que habían ligado a los provinciales del próximo oriente con el imperio romano. En el imperio árabe nadie era 'ciudadano' en el sentido clásico. Ello significaba la victoria final de la idea de comunidad religiosa sobre la concepción clásica del Estado. Los musulmanes eran esclavos de Alá, y los demás dhimmis, es decir, grupos protegidos definidos cabalmente en términos de sus fidelidades religiosas. (...) El mundo antiguo había muerto en la imaginación de los habitantes del Mediterráneo oriental." (pp. 177-178)

   A esta oxidación natural de los cuerpos históricos que son los imperios ayudó algo que hoy, oh sorpresa, no podemos imaginarnos: una élite política incompetente. En el mejor de los casos, resultaba incapaz; rapaz, en el peor.  Las cabezas más importantes de occidente fueron torpes a la hora de absorber a los bárbaros extranjeros. ¿No nos suena de algo esto? "Corsi e recorsi", que dijera un hombre de inteligencia. El imperio oriental, mucho más sagaz, supo integrarlos en la vida social y política, con lo que consiguió andar por las arenas de la historia por mil años más, hasta 1453. No pocos abandonaron el duro y podrido suelo de la administración imperial de los siglos III-VI para refugiarse en las instituciones eclesiásticas y comenzar la conservación del mundo antigüo. Ejemplo notable es el de Casiodoro, noble romano ocupado en las tareas públicas, que sufrió una conversión que le llevó a fundar un gran convento llamado Vivarium donde se hicieron muchas traducciones al latín, y cuyo conjunto de escritos conformaría una de las grandes bibliotecas de antigüedad tardía. Los conventos se convirtieron, virtual y efectivamente, en las incubadoras de la cultura, pues en los siglos de inseguridad, de invasiones y guerras civiles nadie conjugaba la vida activa y la contemplativa. Los hombres de vida retirada y hábitos fueron los custodios firmes del saber. Ausonio, San Agustín, San Ambrosio son los nombres que dan brillo al último estallido de literatura latina de calidad. De sus manos vienen obras que todavía esculpen emociones en quienes leen sus obras, pues son de calidad perenne. Esta clase de hombres es la que está retratada en la portada del libro, en forma de varón desconocido, que suponemos culto, empleando sus días en el ejercicio de la literatura, en el estudio de la teología y otros saberes, pero con una mirada sin brillo, minada de ilusión. Cansados del mundo renuncian al mundo. Ese tipo hombre es arquetipo, según Brown, de parte de las clases altas en la sociedad romana en sus últimos siglos. 

    Es imposible reconstruir aquí no todas, sino alguna de las fructíferas líneas históricas que hila Brown. Pese a sus poco más de 200 páginas, es un libro extraordinariamente denso. Hay mucho en muy poco. La información se nos presenta como un fogonazo cegador, que nos hace difícil el acopio de datos. Esto es tanto una virtud como un defecto. Hace difícil la claridad del ensayo y uno tiene la sensación de cierto desorden, así como de cierta falta de armonía: la parte dedicada a los árabes es, con mucho, muy inferior a la dedicada a los bizantinos. Y la de estos, a la de los romanos de occidente. Pero la suya es una deleitosa falta de armonía, un confortable desorden y una clarividente densidad que auguran que el lector pueda volver a recorrer sus líneas con la seguridad de que descubrirá cosas nuevas, de que ordenará mejor los datos y de que recordará otros que, entre la madeja de observaciones, ha perdido de vista. Es un libro completamente recomendable.



miércoles, 12 de diciembre de 2018

"Erasmo" de Johan Huizinga

   Siempre hubo personas a las que el mito cubrió con aura, pero entre ellas caben las distinciones: las que bajo una superficie de oro están hechas, efectivamente, de áureo metal, y aquellas otras que tras la aparente prestancia son mero cobre revestido de digno metal dorado. Erasmo de Rotterdam quizá clame por un puesto de honor entre el segundo grupo, por su mitificación moderna, siempre acompañado por su desconocimiento absoluto. Lo último no es difícil para cualquier lector moderno: la obra latina no cuenta con demasiadas traducciones. De los doce tomos que integran sus obras completas sólo tendremos una cuarta parte vertida a lenguas modernas. 

   Un atenuante de la enfermedad que es desconocer el latín, y por tanto de sufrir la amputación cultural que supone no poder acceder a la literatura latina tan fecunda desde el siglo II a.C. hasta bien entrado el XVIII d.C., son las biografías, estudio y ensayos. Uno que me ha ocupado en los últimos tiempos pertenece al historiador holandés Johan Huizinga, de sobra conocido por El otoño de la Edad Media. Su lectura ha sido grata, pues uno percibe el trabajo de un historiador. Mucho más grata, desde luego, que otra biografía que leí recientemente sobre Erasmo, de la mano de Zweig. Zweig, que no era historiar ni biógrafo, porque para ser lo segundo hay que tener algo del espíritu del primero, regurgitaba sus ideales y vivencias a colación de Erasmo. Lo empleaba para hablar de sí mismo, de la mítica Europa de la que él hablaba y que es objeto de consumo para tantos mastuerzos del presente. Después de la desilusión de esta (auto)biografía, bien me ha sentado descubrir a Huizinga. 

   El libro de Johan Huizinga comienza con los años juveniles de Erasmo, contándonos de su formación con la "devotio moderna", del ingreso que haría poco después en un monasterio agustino, los primeros experimentos con la lengua latina y la huida enmascarada de aquel convento al que nunca volvería. Comienza la saga de viajes, cartas y estrecheces que Erasmo padeció. Porque, sí, Erasmo padeció en sus primeros tiempos la precariedad. Pertenecía a esa rara clase de los humanistas, sabios sin riqueza (la mayoría), que por no ser clero ni nobleza tenía que conseguir algún patrón, o varios, para salir a flote. El hombre culto que no quisiera quedar al reguardo y protección de la Iglesia tenía un futuro incierto y deambulante. Los humanistas eran "desclasados" -como gustan decir hoy algunos- que trabajaban por dinero. Haciendo elogio de sus patrones, escribiendo la historia de alguna ciudad, traduciendo textos o trabajando como secretario o instructor se ganaban la vida. Lo cierto es que sobrevivían sobre todo gracias a la lisonja, con la caricia de su verbo grácil dirigida a los hombres de poder y dinero. Más o menos todas estas cosas tuvo que hacer Erasmo: fue profesor en varias ocasiones, tradujo textos, lisonjeó a más de alguno y sólo tras un éxito editorial pudo ganar cierta autonomía. El éxito editorial saldría de la imprenta veneciana de Aldo Manucio: los "Adagia". Tal libro haría su nombre conocido en todo el continente y consistía en una recopilación de adagios de la Antigüedad, explicados, comentando la fortuna que habían sufrido en la literatura. Tal trabajo no fue fácil: requería el conocimiento pormenorizado, puntilloso y cabal de toda la literatura antigua.

   Lo cierto es que Huizinga no entra en demasiadas profundidades acerca de la obra de Erasmo. Y no deja de sorprender tal hecho, porque para Erasmo su obra era su vida. No decimos esto porque el humanista diera importancia y valor desmedido a su obra, sino porque Erasmo fue un hombre que desde que despertaba hasta que se recostaba en sus silenciosas noches leía y escribía sin fin. El historiador holandés desplaza rápidamente su interés de la vida de Erasmo y sus escritos al goloso asunto de su relación con la Reforma luterana. Erasmo, como todo el mundo sabe, incubó los males de la Reforma. Tanto su Manual del caballero cristiano (1503) como El elogio de la locura (1511) preanunciaron el puritanismo y el irracionalismo del luteranismo, porque el primer escrito rechaza los ritualismos de la Iglesia por mor de una purificación del individuo; el segundo es una sátira que ríe y burla todos los saberes, pretendiendo ser el ácido que corroe la racionalidad implícita que toda filosofía y toda teología llevan de suyo. 



   Erasmo, queriendo ser amigo de todos, no lo fue de ninguno. En el contexto de la Reforma se debía ser católico o luterano, sin posilidad de otra cosa. Erasmo prefirió no rechazar el luteranismo y adoptó la estrategia de criticar solo uno de sus aspectos. En De libero arbitrio diatribe (1524) da libre curso a una crítica a la forma de concebir la libertad en el luteranismo, esto es, de socavar el más burdo determinismo que Lutero postuló. Esto hizo que desde Roma se le reprochase tibieza; desde alemania, se le escupió pus, directamente. Hoy nos hace enarcar la ceja esta situación. ¿Por qué debía depender su opinión de otros? Se empiezan ya escuchar las proclamas de libertad y otros flatus vocis modernos. Y la respuesta es, básicamente, que porque vivía de unos y de otros. Al hombre culto de entonces se le pedía, para poder acceder a la ayuda del mecenazgo, respetar unos mínimos filosóficos y teológicos. Hoy mucha gente se escandaliza demasiado de estas cosas, de este pacto, pero lo cierto es que se sigue dando. Hoy, en vez de respetar unos mínimos filosóficos y teológicos, se le pide al pensador que se dedique a temas como "los otros", las fronteras, el género y otras paparruchadas (no porque esos temas no tengan interés, sino porque lo dicho suele ser una mera hojarasca verbal) para conseguir subvenciones. Su pensamiento, si no es encauzado en la dirección prescrita, simplemente no se le paga nada, no se subvenciona. Hay que decir en defensa de Erasmo, si es que esto es una defensa, que siempre fue tibio en sus opiniones y amistades. No es que fuera un mero lisonjero (que algo de ello tenía, al parecer). El carácter del humanista nunca se comprometió con nadie ni con algo. Elogiaba a todos y, cuando era manifiesto que el elogio no era posible, exhortaba con una elegante proclama moral, desprovista de todo filo. Por sus tibiezas naturales, Huizinga dice de Eramo:
"A veces, Erasmo aparece ante nosotros como un hombre que no era lo suficientemente fuerte para su tiempo. En ese rudo siglo XVI se necesitaba la dureza de roble de Lutero, el filo de acero de Calvino y llama de Loyola, pero no la aterciopelada dulzura de Erasmo. Se necesitaba la fuerza y el ardor de aquellos, y también su profundidad, su lógica, su sinceridad y su franqueza que no tenía consideraciones ante nadie y no se asustaba de nada"
                                                                                                                      (Erasmo, p. 325)

   Tras el repaso de toda la vida de este hombre de letras, y de su semblanza, Huizinga cierra la biografía con una consideración sobre los distintos retratos que a Erasmo se le hicieron. Es un mero apéndice que no añade mucho al conjunto de la obra. Obra que es interesante, pero incompleta. Le falta a esta biografía la solidez propia de aquellas que nos pintan toda una vida, toda una obra y toda una época. Con todo, es un ejercicio entretenido pasar la vista por las páginas del historiador holandés, que no carece de gracia en su expresión ni de cierto interés en sus consideraciones.


miércoles, 17 de enero de 2018

El compás y el príncipe: ciencia y corte en la España moderna


    Resulta común el pensar la historia como progreso. Nuestros instrumentos, máquinas e ingenios son más productivos, eficientes, pequeños y manejables. Nuestra capacidad para alterar la materia y darle cualquier forma no puede hallar comparación con ningún punto del pasado. Es por esto que algunos han entendido el progreso que se ha dado en nuestro sometimiento de la materia y el mundo como algo que podía exportarse al campo de las ideas. Exportado al campo de la historia de la ciencia, por ejemplo, produjo un relato patentado en la ilustración. Tal relato dice lo siguiente: que la historia de la ciencia es una historia de descartes, que elimina lo erróneo y falso, las creencias y los mitos. Expurgado el conocimiento de quimeras, se encuentran los frutos, los avances. Así, la historia del hombre es una crónica de progreso. La historia se puede dibujar, y basta con una sola línea ascendente, que ejemplifica nuestros logros.

   Tal concepción fue dinamitada hace ya un par de décadas por obras como la de Khun (La estructura de las revoluciones científicas), que generaron una avalancha de estudios desde muchas perspectivas que cuestionaban tal relato. El libro de El compás y el príncipe, es deudor de esas intuiciones y su propósito es claro desde las primeras páginas. Javier Moscoso, uno de los autores de este tomo, despliega en algunas de las primeras páginas el haz de nombres y teorías que han envuelto el debate de la historia de la ciencia y, lo que he apuntado arriba, lo muestra, lo explica y desmonta con absoluta maestría. Nos revela entonces que el primer y principal propósito de la suma de contribuciones de esta recopilación giran en torno a una idea: que el saber no está desligado de ciertos lugares. Las ideas no flotan y se transmiten. Por el contrario, requieren de resortes institucionales, de lugares en los que desarrollarse. Estos pueden ser los conventos o las universidades, pero sitúa como centro de gravedad del saber en la modernidad uno muy concreto: la corte. A esa entidad etérea que se plasma en magnos y áureos salones pertenece la necesidad del desarrollo de saberes que antes no lo eran.

     Aquello va de la mano con una nueva circunstancia, que hace que el desarrollo de ciencias y la corte se liguen y unan con mayor fuerza: los reinos europeos entran en los siglos XVI y XVII en una nueva dimensión. Sus dominios son vastos y eso implica necesidades nuevas. Se requieren de hábiles constructores de barcos, de ingenieros, de artilleros, de cartógrafos, cosmógrafos, botánicos, etc. En otras palabras: los imperios europeos requirieron de saberes que hicieran que sus dominios fueran gestionados y ampliados con mayor eficiencia. Eso requería de la creación de instituciones muy concretas, que alentaran las investigaciones en ciertas áreas y que formaran a las futuras generaciones de navegantes, descubridores y científicos.

   España, como primer reino que alcanzó una dimensión global, fue también el primero en precisar toda una nueva serie de saberes que no estaban previstos en el conocimiento corriente de aquellos tiempos. El tomo va cubriendo diversos aspectos: unos relatan las grandes construcciones, los esfuerzos que requirieron y los ingenios que solventaron convertir Madrid, una población de mala e indigna muerte , en centro de un imperio universal; también se tratan de asuntos botánicos, y de cómo la nobleza empleaba sus descubrimientos para enriquecer sus gabinetes de curiosidades y de ese modo generar la impresión de grandeza, de atesorar rarezas que no estaban al alcance de cualquiera; el Escorial, con sus altas torres, y la plaza mayor de Madrid, junto al jardín del Retiro, ocupan no menos espacio en el volumen.

El oído. Brueguel

    El conjunto de aportaciones está compuesta por investigadores del CSIC por lo que, en principio, su calidad es incuestionable. Con todo, he de decir que no todos cumplen con lo previsto. Las aportaciones que componen el volumen se pueden encasillar en tres bloques que yo propongo: 

   - Los que cumplen con lo que se pretende en el objetivo y es su intención cumplirlo.
   - Los que no lo cumplen pero lo intentan.
   - Los que ni lo cumplen ni se lo proponen.

   Afortunadamente, el número del tercer grupo es casi inexistente (casi), el segundo es exiguo y el primero es amplio, por lo que el libro en conjunto se salva y sostiene. Particularmente voy a mencionar aquellas aportaciones que más me han encantado (no digo que seas más rigurosas que el resto): La monarquía hispánica y la ciencia moderna (Juan Pimentel), Las dos dimensiones del espíritu (Jesús Bustamante), El teatro de la corte (Nuria Valverde), Autopsia o la experiencia de lo que se ve por los propios ojos (Jesús Bustamante) y Los cosmógrafos del rey (Mariano Esteban Piñeiro).

   En general me ha resultado absorbente la lectura del libro. De tono didáctico, riguroso y amable. Me he sorprendido subrayando líneas y más líneas, anotando nombres y obras curiosas. Además, la edición es una delicia. Está golosamente ilustrada con imágenes de todo tipo (libros de anatomía, mapas antiguos, dibujos de construcciones...). Un libro para curiosos, que será parte de la colección de pocos, pero que será disfrutado con provecho por aquellos lo tengan y lean.

sábado, 25 de noviembre de 2017

"Los tres libros de la vida" de Marsilio Ficino y "De la vida sobria" de Luigi Cornaro


   Una editorial que hasta ahora desconocía tiene un ejemplar que me ha llamado considerablemente la atención. Entre sus publicaciones se encuentra un texto muy especial que, hasta donde yo se, no ha sido traducido con anterioridad al español. Hablo de un breve tratado de Marsilio Ficino titulado De triplici vita. Se trata de un texto curioso que, según los entendidos, es el punto de partida de gran parte de la literatura mágica del Renacimiento. Acompañando a este texto La sociedad española de neuropsiquiatría (editorial) ha complementado el cuerpo del texto con una breve composición de Luigi Cornaro. Ambos están unidos con una débil razón: que ambos versan sobre la salud.

   El texto de Ficino es complejo para un lector moderno. Su temática no atiende a un solo aspecto. Su estructura ternaria (son tres los libros que lo conforman) atienden a preocupaciones muy diversas: dietética, astrología, astronomía, magia y filosofía. Estos son, principalmente, los frentes que envuelven la escritura de Ficino. Su objetivo inicial era aconsejar a los hombres dedicados al estudio, de los que, se pensaba entonces, nacían bajo el signo o la influencia de Saturno. La astrología sostenía que los planetas imprimían su influencia sobre todo el orbe. Bajo la influencia de un planeta podían caer desde franjas territoriales, minerales y plantas concretas hasta días, meses y etapas de la vida de un hombre. Aquellos que se dedicaban a la actividad intelectual caían bajo la influencia de Saturno, lo que les hacía ser creativos en las ciencias que cultivasen. Pero esta bendición iba acompañada de un carácter melancólico. Sufrían de males del alma y de enfermedades que poco a poco les iba consumiendo. Ficino, que era médico (disciplina que su padre, también médico, le había instado a aprender), pretende escribir varios tratados en los que aconseja cómo evitar los males que el planeta saturnino ejerce sobre los hombres de ciencia. La labor le lleva algunos años, pues a su ingente labor traductora había que añadir su labor como comentarista de grandes autores del neoplatonismo y su actividad de difusión cultural del platonismo en la Florencia del s. XV. Durante ocho o nueve años estuvo barruntando sus ideas sobre el tema y escribió tres textos distintos  en distintas fechas que más tarde juntaría e imprimiría en una edición titulada De triplici vita (1479).

De triplici vita
   Los dos primeros tratados son bastante inocentes. Se dedican principalmente a dietética. Prescriben qué tomar prestando mucha atención a si esta o aquella hierba, bebida, especia o alimento cae bajo la influencia del planeta indicado. Sus remedios son acompañados con fármacos (triacas y electuarios) y ofrece tratamientos atendiendo al tipo de paciente: no puede prescribir lo mismo para un joven que para un hombre que ingresa en la senectud. La mayoría de estos consejos tienen muy en cuenta la hora en la que deben ser tomados (por la influencia de los planetas que correspondan). Son varios los consejos que da para revigorizar el cuerpo y el espíritu y entre ellos no faltan algunos que nos parecerán excéntricos. Uno de ellos, por ejemplo, es que el anciano cuyo vigor decae debe beber leche de doncella virgen a determinadas horas. El tercer tratado (De vita coelitus comparanda) no fue tan inocente.De hecho llamó la suspicacia del censor romano quien le llamó la atención. Con todo, la influencia de los contactos de Ficino, que se carteaba con una cantera inmensa de hombres poderosos y cultos, pudo ganarle la aquiescencia de la curia con su obra. Nunca fue incluida en el Index de libros prohibidos, pero su tercer tratado, que trata de cómo atraer las influencias de los astros, no sedujo a los sectores más ortodoxos. Ahí anidaban buena parte del pensar neoplatónico antiguo (Jámblico y Proclo) y modernos (Plethon y Psellos) con las que la Iglesia no comulgaba.

    ¿Cómo se ha hecho cargo de este texto antiguo la editorial que lo ha vertido a nuestro idioma? Antes que nada habría que decir que hay que agradecer la iniciativa que se ha llevado a cabo, aunque hay que señalizar que el resultado es insuficiente. Primero de todo, la introducción no hace justicia a la complejidad del texto. Es breve, algo supericial y no atiende a la literatura especializada de la obra (los libros que menciona son libros generalistas que el lector medio en la materia conoce porque sirven como "toma de contacto", ya no del texto, sino del Renacimiento en general). El texto en sí de Ficino ha sido bastante maltratado: en principio no solo se ha tomado una traducción moderna italiana sin examinar el texto latino original, sino que además todos los capítulos han sido suprimidos. Se ha optado por presentar el cuerpo desnudo del texto prescindiendo del título y la separación que proveían los 72 capítulos de la obra original. Ello repercute en que los temas no están convenientemente  separados y hace que algunas veces parezca que se entremezclen o haya un mal orden de exposición en sus múltiples elementos. Por otro parte, no se nos avisa en las notas ni en la introducción sobre cómo se elaboró la obra y eso nos puede hacer creer a Ficino cuando al final del segundo tratado introduce el tercero como si este fuera posterior al segundo. Cosa esta que no es cierta, pues el tercer tratado lo tenía escrito con anterioridad. Estas y otras pesquisas no son mencionadas, lo que deriva en que no se presenta el texto como se debe al lector que se inicia en su conocimiento.

    El tratado de Luigi Cornaro me resulta más difícil de examinar. Mi conocimiento previo de él era nulo hasta leerlo en esta edición. De la vida sobria resulta ser un escrito breve (apenas 30 páginas) en el que Cornaro da unas prescripciones para vivir de forma saludable y longeva. Hay que comer con modestia, nos dice, y de ese modo nuestro cuerpo sobrevivirá más que con los excesos. Se pone de ejemplo a sí mismo, que a la edad de los cuarenta comenzó a padecer dolencias en el estómago y otras afecciones. La solución la halló en comidas no abundantes y en alimentos ligeros. Desconfía del saber médico que le prescribía comer este o aquel alimento y avisa al lector de que sea él mismo su primer y principal médico, aunque se pliegue a escuchar la opinión de los doctos. El texto muestra una confianza en el hombre que puede controlar las causas hasta el punto de acomodar su condición del modo más óptimo. En un momento se nos comenta a propósito del saber:

" (...) Se imita aquí la relación entre el arte y la naturaleza: el primero puede corregir los defectos y deficiencias de la segunda, como se ve claramente en la agricultura y otros ámbitos parecidos."
                                                                                                                               (De la vida sobria, p. 174) 

   De igual modo que ocurre en la agricultura y en la arquitectura, que el saber dispone de un determinado modo (más perfecto), lo natural, con nuestro saber podemos disponer de un mejor modo nuestra vida, alargándola cuanto es posible. El texto despliega en sí la confianza de ese hombre renacentista tan mencionado en los manuales sobre la época y cuya presencia se deja notar en el texto. Esta confianza en nuestras propias aptitudes responde sin duda a las experiencias de la biografía de Cornaro, que realizó obras arquitectónicas en el Véneto y diseñó y supervisó la creación de diques, canales de riego y sistemas para desecar tierras. Sus conocimientos de hidráulica, arquitectura y agricultura se tradujeron en dos tratado. La suerte ha querido que solo se le recuerde por este libro.

    La naturaleza de ambos textos no es comparable... Ni por extensión, ni por temática ni por algún otro parámetro. Su tono e influencias son marcadamente distintos. No es extraño esto echando un ojo a la distancia cronológica que separa ambas obras. Su selección en este libro responde a una lógica pobremente argumentada en el prólogo. Sin embargo, agradecemos que se pongan estos textos al alcance del público. Esperemos que con el tiempo sobrevengan ediciones críticas sobre los mismos, ya que esta esta edición, pese al valor que supone poner estos textos al alcance del público español, no cumplen con dicha función.



domingo, 22 de octubre de 2017

"Sertorio" de Adolf Schulten

   Debió Sertorio emprender su marcha, subiendo primero por el Guadiana, luego el Gigüela hacia Segóbriga y desde allí, en dirección al norte, atravesando el Tajo, hacia el alto Henares y Caraca; se hallan unidas Segóbriga y Caraca por una carretera romana. Coincide justamente con aquella región, la viva descripción de Plutarco relativa a la argucia de Sertorio aplicada a los moradores en cuevas de Caraca. Leemos que los habitantes de Caraca no vivían en una ciudad o en un pueblo, sino en cuevas, singularmente en unas habilitadas para viviendas situadas en un alto y dilatado acantilado de la cara norte. Se sentían los moradores de esta pétrea fortaleza seguros frente a Sertorio, que acampaba ante ellos. Supo, sin embargo, Sertorio la forma de burlarlos. Examinando el lugar comprendió que no podía ni pensar en asaltar las cuevas situadas en lo más alto sobre el nivel del valle. Se le presentó entonces un aliado inesperado; el viento del noreste levantando, en torbellino, verdaderas nubes de polvo hacia las cuevas. (...) Cuando de nuevo sopló el viento del noreste hizo acumular una gran cantidad de tierra seca a todo lo largo de la base del acantilado de las covachas; el viento cuidó del resto. Suave al amanecer, pero soplando cada vez con mayor fuerza a medida que ascendía el sol, introdujo el viento una gran cantidad de polvo en las cuevas (...). Por fin los moradores de las cuevas tuvieron que entragarse al tercer día, a punto ya de asfixiarse.
(Schulten, Sertorio, pp. 145-146)

    La república romana experimentó en sus últimas dos centurias y media un gran éxito. Un éxito en el que anidaría la causa de su propia caída. Por un lado, los territorio  conquistados necesitaban de un cuidado que el entramado gubernamental republicano no contemplaba: inmovilizada en las normas que se proveyeron los romanos al inicio de su república, no habían cambiado gran cosa con el paso del tiempo. Pero Roma sí había cambiado considerablemente. Había pasado de una urbe más entre las grandes ciudades del Lacio a ser el centro político y económico de la cuenca del mediterráneo. Por otro lado, la necesidad constante de afrentar a los numerosos enemigos hizo que la república se tuviera que valer de figuras de considerables dotes. Grandes generales, con grandes ejércitos que debían conformarse al terminar sus belicosos encuentros con dejar todo su poder y gloria a un lado. Cosa difícil es el dejar el poder una vez que ya se ha poseído. Estos dos factores, unidos a la lucha de clases en la propia Roma y las facciones políticas, determinaría que en el siglo I estallaran guerras civiles. La primera tuvo como personajes a Cayo Mario, vencedor de numidios, cimbrios y teutones, y Lucio Cornelio Sila, victorioso general de los insurrectos itálicos. Quiso la suerte que, iniciadas las contiendas entre estos dos grandes hombres, Cayo Mario muriese, mientras Lucio Cornelio partía en pos de Mitrídates, un gran rival de Roma, buen estratega y pésimo táctico. Roma quedó, entonces, bajo la férula de los seguidores de Cayo Mario, a la cabeza de los cuales se hallaba Lucio Cinna. Una figura menos reconocida de los partidarios de Mario, pero que tendría gran importancia, fue Sertorio, al que Adolf Schulten dedicó el libro que hoy vamos a comentar brevemente.

   Fue Sertorio quizá el más dotado de los partidarios de Mario, pero fue también el más ignorado de entre los suyos y fue, sobre todo, el más desgraciado. Su vida tiene cierto hálito de epopeya. Esforzado y valiente, no menos capaz que sagaz, aguantó frente a las águilas romanas de Sila más de ocho años. Ocho duros años con privaciones, en desventaja... Donde solo a fuerza de voluntad e intelecto supo sobreponerse a ejércitos que le doblaban en número y que estaban mejor pertrechados. Pero esto es adelantarnos. Baste con decir que, una vez que Sila venció a Mitrídates volvió a Roma y derrotó fácilmente a los partidarios de Mario; Sertorio, hábil analista que ya había advertido a sus compañeros, estaba lejos de Roma. Tras algunas aventuras por el norte de África fue avisado por los lusitanos de que se pondrían bajo su mando si aceptaba liderarlos.
  
Lucio Cornelio Sila

    Sertorio no se lo pensó demasiado y, más temprano que tardé, desembarcó con unas exiguas tropas romanas en la península en el 80 a. C. Lo que iba a suceder a partir de ahora sería una constante preocupación para Roma, que destinó a dos de sus mejores generales, Quinto Cecilio Metelo y Pompeyo Magno. Durante los próximos años la república no pararía de enviar tropas que, año tras años, Sertorio aniquilaba de un modo u otro. Su astucia era proverbial y, sabiendo que el suyo no era un ejército romano (se componía principalmente de iberos con armamento ligero), adoptó la estrategia de guerrillas que ya le brindara grandes éxitos a Viriato. En su momento de mayor poder, controlaba casi toda la península, con pequeñas zonas en las que se veían reducido sus rivales. Pero si Sertorio era un hombre capaz, no tuvo la suerte de poseer una buena cadena de mando. Sus derrotas, que nunca fueron suyas, se debieron a los altos mandos. Si Sertorio vencía en el norte se encontraba luego con que algún lugarteniente había perdido una batalla o incluso un ejército entero allá donde él no podía estar. Su más capaz hombre fue Hirtuleyo, pero cayó en la batalla de Segovia frente a Metelo. Heredó su puesto Perpenna, que perdería muchas batalla. Sería este quien tramaría con el resto de altos mandos de Sertorio la muerte de su caudillo. Una noche del año 72 a. C.,  en un banquete con ricos manjares y vinos, fue vilmente acuchillado por aquellos que más debieron protegerlo. Resulta reconfortante saber que el instigador, Perpenna, fue vencido por Pompeyo. En sus últimos momentos imploraba por su vida alegando que podía delatar a muchos contactos favorables a Sertorio en Roma. Enseñó a Pompeyo cartas, pero este, repugnado ante un ser tan cobarde y traidor, le hizo matar y quemó las cartas sin siquiera mirarlas.

   Dejo a un margen una considerable cantidad de datos, pero estoy seguro de que el lector interesado acudirá al libro de Schulten, crónica fehaciente, esmerada y lúcida de las guerras sertorianas. La obra tiene ya alguna antigüedad y puede que haya quedado, no lo se, anticuada por el manantial de literatura histórica moderna. Sobre este punto me hallo incapaz de opinar, aunque puedo decir que me ha parecido un libro serio (como requiere el tema) y que suscribo lo que dice de él el prologuista (Francisco Socas): "Se lee con gusto y comodidad".

   Considero que merece algún comentario el trabajo de la editorial Renacimiento con el libro de Schulten. Hay que hacer mención de honor al prologuista que cumple esmeradamente su cometido, uniendo rica prosa y conocimiento del asunto. Complementa a este libro, de buena presentación, un apéndice de Felipe Mateu y Llopis que satisfará a los curiosos de la numismática... Su interés es relativo y podrá pasar desapercibido para muchos lectores (entre los que me incluyo). Por último, se echa en falta mapas en el libro para tener a un golpe de vista el desarrollo de las campañas militares. De tener esto, la editorial Renacimiento, hubiera otorgado una útil ayuda al lector. Quitando esto último, el texto se nos presenta sin errata alguna y en una edición muy cómoda y manejable.



viernes, 15 de septiembre de 2017

"Figuras de la historia de Roma" de Theodor Mommsen

Retrato de Mommsen por Ludwig Knaut
   Envuelto en libros, papeles y algún que otro busto romano, un hombre de ajadas facciones, pelo largo, blanco y algo ondulado, escribió una gran obra en la afortunada vida que gozó.  Así fue como lo presentó, creemos que con justicia, Ludwig knaus a Theodor Mommsen en 1881.

   Romanista, conocedor de leyes, lenguas y hasta de monedas, Mommsen amplió los campos tradicionales de la historia, especialmente de la romana. Y esto fue no solo porque renegara de los mitos, que en la antigüedad siempre se enhebraban con la política o los actos de este o aquel general, sino porque escribió a lo largo de sus días una vasta obra sobre Roma. La historia que le dedicó a esa ciudad abarca su nacimiento, con la unión de varias tribus en las orillas del Tíber, hasta los últimos coletazos de la república: unos 700 años. Atrás quedan Eneas y, más lejos, incluso, Rómulo y Remo; cerca nos deja un relato verosímil, un gran conocimiento legislativo de la antigua Roma y más cosas que este pobre lector no puede contar de primera mano... En 3º de ESO me leí su primer tomo de Historia de Roma . Me desgastó tanto aquella lectura que hasta el día de hoy no había retomado nada suyo. La promesa de este tomo, implícita, de liviandad y amenidad me hizo probar suerte... ¡Y bien que hice!

   El texto que Mommsen dio a imprenta bajo el título de Figuras de la historia de Roma es un libro desarropado de las técnicas más asépticas del método científico y además rescata, para deleite del lector, las técnicas propias de los biógrafos antiguos. Este libro se aleja, por tanto, de otros textos que escribió Mommsen de corte más científico que presentaban, hay que recordar, su buen hacer literario en su prosa rica, enérgica y amplia en recursos expresivos. En esta obra vemos que la trampa verbal que prepara Mommsen al lector es eficiente, si no mortal. Quien empiece a leerlo no puede parar su lectura.

   Comienza el libro con Anibal. Nos habla de su carácter y de sus hechos pero no pretende, ni mucho menos, una biografía. La pluma de Mommsen prefiere lo fragmentario, muchas veces le basta un suceso. Es así como dedica el inicio del libro a uno de los más temibles adversarios de Roma, si no el que más y, luego, otro capítulo lo protagoniza, pero no tanto el personaje, sino el suceso de su muerte, al que la escritura ágil de Mommsen provee de cierto dramatismo al que no es inmune el lector. Otro tanto ocurre con Escipión africano, el único que batió y se alzó con la vitoria frente a Aníbal, que no es mostrado como triunfador, sino como un hombre vencido por los recelos de sus compañeros. No rehuye Mommsen en sus esbozos biográficos verter la opinión del moralista junto con la del justiciero historiador, escorando la narración hacia el ávido lector, que quizá no entienda de historias, pero sí de sentimientos y de la aflicción, la alegría o el orgullo que debió invadir el corazón de estos hombres. Uno se siente cercano a estos personajes cuando lee pasajes como el siguiente:
"De genio altanero, creyéndose formado de otro y mejor barro que el común de los mortales, completamente entregado al sistema de las influencias de familia, arrastrando en pos de sí por el camino de grandeza a su hermano Lucio, triste testaferro de un héroe, se había granjeado muchos enemigos, y no sin motivo. La dignidad es el escudo del corazón. El excesivo orgullo lo descubre y expone a todos los dardos lanzados por grandes y pequeños, hasta que llega un día en que esta pasión ahoga el sentimiento natural de la verdadera dignidad. Y además, ¿no es siempre propio de esas naturalezas, mezcla extraña de oro puro y brillante oropel, como era la de Escipión, el necesitar para encantar a los hombre el brillo de la felicidad y la juventud? Cuando desaparece una u otra, llega la hora de despertar, hora triste y dolorosa, principalmente para el que, habiendo producido grande entusiasmo, se ve ahora desdeñado."
                                                                                (Mommsen, Figuras de la historia de Roma, p. 44)


   Siguiendo esa estela, la del que que hace retratos de las figuras que trata, sopesando sus valías y defectos, va pasando revista a personalidades del mundo antiguo. Encontramos apuntes bien definidos sobre Filipo de Macedonia, aquel que se alió con Aníbal y lo hizo para causarle más desgracias que ayudas. Como complemento a las figuras heroicas o guerreras, se nos ofrece otros cuya valía se deslizaba mejor en otras áreas. Cicerón destaca en ese apartado, compartiendo lugar con los hermanos Gracos, legisladores que no sobrevivieron a sus propias leyes. Con ellos llegamos de lo que serían las futuras agonías de la pobre república romana. Intentaron ellos realizar unas reformas que incluyeran en el reparto de riquezas a los más desfavorecidos. Desde ese pasado, sepultado con los cadáveres de los Gracos a manos de la oligarquía romana, llegamos a Mario, Sila, Sertorio y César. Cuando uno cierra el volumen de remembranzas que Mommsen hila puede darse cuenta el lector de que el volumen se cierra justo donde los estudios más serios del autor terminaron: el fin de la república romana y el inicio del principado.

   Está exenta de dudas esta obra en cuanto a rigor histórico aunque, evidentemente, por su carácter fragmentario no se presta a la disquisición puntillosa de nada. Deja buen sabor de boca e invita como buen aperitivo a buscar otros textos que complementen este con matices e historias más largas. El conjunto no presenta debilidades, pues hay que tener el libro por lo que es: unión de puntos dispersos que aportan un mosaico de momentos y vidas. Delicioso como libro.

lunes, 24 de julio de 2017

"Eros y magia en el Renacimiento" de Culianu


    Uno va teniendo con los años sus peculiares filias que se han dejado, sin embargo, entrever de cuando en cuando. En el caso de este blog suelen ser algún que otro escrito que tiene que ver o bien con la astrología, o bien con la magia o bien con el ocultismo. Siempre he sentido interés por ese mundo en que, si bien puede que no haya nada verdadero, hay sin duda una potencia imaginativa desplegada en una gran cantidad de literatura. Su efecto no ha sido del todo irrelevante en la historia. Muchos sabrán de las aficiones bien expresadas de un Kandinski o un Mondrian, en quienes ciertas ideas teosóficas han inoculado su veneno y han dado como resultado representaciones pictóricas sugerentes y atractivas. Esta influencia en artistas no era exclusiva suya, pues muchos ingenios humanos se han visto atraídos por los estudios ocultos: Newton o Goethe suelen ser mencionados. Es por esto que, cuando encuentro una obra que promete un estudio serio de ciertos fenómenos como la magia, la astrología u otros similares, me acerco con cierto interés. El libro de Culiano ha acaparado, por las temáticas que ocupa, mi interés durante estos días.

   Eros y magia en el Renacimiento se publicó en 1984. Es un estudio, como vemos, que no es del todo antiguo. Han pasado treinta y tres años. Pocos, si se trata de un clásico; muchos, en cambio, si la obra no ofrece nada singular. Ya os dejo caer que este libro entra dentro de la segunda categoría... Pero antes de despellejar haré un breve resumen de lo que propone:

   Culiano presenta diversas tesis en este ensayo de corte histórico (pero no solo) de las que la primera es que, la magia, es predecesora directa de las ciencias psicológicas. Esto lo dice porque algunos escritos mágicos versan sobre cómo ejercer control sobre el individuo o un colectivo gracias a un control mental. El modo en el que se desarrolla esta disciplina de control es a través de la conceptualización que se hace del erotismo. El erotismo o amor, que tiene una significación importante en el pensamiento y la filosofía occidental desde El banquete de Platón, sirve como base al pensamiento mágico. Sigue a lo largo un itinerario bien marcado: comenzando con Ficino, siguiendo por Pico della Mirandola y terminando por Giordano Bruno. Otra de las tesis importantes que maneja en este libro es que la persecución del pensamiento mágico por la Reforma y la Contrarreforma dio el impulso definitivo para el nacimiento de la ciencia. La razón que aporta para esto es que con ambas iglesias (católica y protestante) se persigue todo enunciado de tipo cualitativo (mágico o religioso) y se deja solo libertad para aquellos de carácter cuantitativo, produciéndose así el desarrollo de las ciencias duras.

     Este es un libro que me ha sorprendido por su capacidad de ponerme contra él casi desde el principio. No es solo por el ligero tufo a influencias jungianas que permean su estudio histórico (frecuentes alusiones al inconsciente individual y colectivo), sino porque me parece discutible en bastantes cuestiones. Algunas se pueden perdonar dado el tiempo transcurrido desde su publicación; otras no. Entre las segundas incluyo no menos de tres faltas:

    1) Al convertir el eros en "el grado cero" de la magia traza un itinerario. Este enlaza la obra temprana de Ficino (De amore) con Pico della Mirandola y, finalmente, con Los heroicos furores y el De vinculis de Giordano Bruno. No tengo ningún problema con la interpretación que da de estas obras separadamente, aunque sí  con la tesis de que hay una continuidad entre ellas. Ha obviado, deliberadamente, información en aras a permitir la linealidad de todas las obras mencionada. Esa información que omite es que aquello que plantea Ficino en su tratado son la expresiones de un hombre joven que serán sustituidas por las del Ficino maduro que escribirá la Teología platónica, suma de su pensamiento. Resumiendo: en el De amore se expresa, es cierto, que el amor es una fuerza cósmica que tiene la capacidad de mediar, de servir como punto de unión entre todos los extremos. En la Teología platónica dicha función se le reserva al hombre. No mencionar esto es lo mismo que no ver el desarrollo completo del eros. Culianu se queda en la obra primeriza de Ficino y sugiere entonces la continuidad con Pico y Giordano Bruno. Si mencionara lo que apuntamos (que en realidad es lo que apuntó en su día P. O. Kristeller) no podría verse esa continuidad.
    2) De lo apuntado más arriba uno puede rastrear rápidamente que el continuum en el pensamiento mágico que propone el autor es deudor de la obra de Frances Yates (de quien ya reseñamos uno de sus libros hace algún tiempo). Hay un gran problema en este punto porque, si uno va siguiendo de cerca el aparato de notas así como la bibliografía, se da cuenta que esta obra debe más a estudios modernos que a las propias fuentes. Esto no sería un (gran) problema si la influencia se sopesara con una gran cantidad de estudios modernos, pero son pocos los que sostienen la mayor parte de las obra. Ficino, Bruno y Campanella los examina a través de la interpretación de Yates, a Pico della Mirandola con H. de Lubac, a Tritemius mediante la obra de Klaus Arnold. Esto, sin duda, resiente en no poco la originalidad del ensayo donde hay, que no quepa duda, aportaciones propias interesantes (el análisis del De vinculis de Bruno o la influencia de Sinesio de Cirene en Ficino (sospecho que aprovechando la pista que Kristeller apuntó pero que no explotó en su The philosophy of Marsilio Ficino, que emplea en su revisión mejorada y ampliada en Il pensiero filosofico di Marsilio Ficino).
   3) Por último creo que es impugnable, o que al menos se presta a controversia fundamentada su tesis de que los avances técnicos y científicos de la época se deben a lo que llama "la abolición de lo fantástico", es decir, la reforma protestante y la contrarreforma. Aquí sus opiniones me parecen de lo más descuidadas pues en primer lugar da por hecho que en el Renacimiento se dieron todos los avances de la época, evadiendo la discusión con los medievalistas (aquellos que dicen que los verdaderos avances de la ciencia se hicieron ya en las universidades medievales con Grosseteste o Juan Buridan al frente). Primero de suponer, sin refutar ni demostrar, que los logros científicos son en su esencia frutos del Renacimiento, no añade más "razones" con las que apoyar su tesis de que la ciencia experimentó su nacimiento gracias a la reforma y la contrarreforma. Por lo que respecto a los avances técnicos no hace falta leer mucha bibliografía para saber que la técnica y sus conquista preceden a la reforma protestante.

    Este libro es claramente uno que me hubiera gustado hace tiempo. Lo hubiera devorado sin contemplación. Ahora también lo he devorado, pero con un lápiz señalando las cosas que no me convencían. Quizá hubiera preferido leerlo hace años. Hoy por hoy me resulta un texto insípido (quien lo lea no debe esperar quedar atrapado en la miel de sus palabras) y bastante discutible, cuando no anticuado.


viernes, 3 de marzo de 2017

"La cultura del Renacimiento en Italia" de Jacob Burckhardt


    A toda obra le cae con el tiempo algún que otro varapalo. Cosas que tiene eso de la edad. Con los libros sucede que o bien caen el olvido o bien se consagran como clásicos. El libro de Burckhardt es uno de los segundos. Este autor suizo pudo escribir en la segunda mitad del siglo XIX una obra que merece ser tildada de monumental. Sus tesis pueden haber sido superadas, pero nadie ha sabido abarcar la época con la habilidad con que él mostró un tiempo pasado. Sobre la montaña de datos que acumula su obra se erige una voz que clara, nítida, que ha sabido sobrevivir más de un siglo... Y lo que le queda. Entra así de facto en la categoría de obras como El espíritu protestante y el capitalismo, de Max Weber, o de La decadencia y caída del imperio romano de Edward Gibbon.

    La obra, terminada en 1860, quedó estructurada en seis partes que se ocupan de tres aspectos principalmente: las relaciones entre rasgos del Renacimiento, a saber, el estado, la cultura y la religión. Esas tres esferas son las plataformas privilegiadas desde las que Burckhardt partió para mostrar varios hilos discursivos que dan cuenta del aquel tiempo protagonizado por grandes latinistas, artistas y filósofos. Y es precisamente ese elenco de grandes personalidades a las que hace presente el autor... Lección de la que deberían aprender, en mi modesta opinión, algunos historiadores, enfrascados más en las interpretaciones modernas de compañeros que en la lectura de las fuentes primeras. Merced a estas fuentes crea una tupida gama de relaciones; el nacimiento de la subjetividad con sus nuevas formas de expresión y modos de relacionarse. Que nazcan obras como Trattato del governo della famiglia de Agnolo Pandolfini, Il galateo de Giovanni della Casa o Il cortigiano de Castiglione no es casualidad. Todas ellas, juntos con las biografías de Benvenuto Cellini o Girolamo Cardano, expresan un cambio profundo en la manera en que el individuo se examina y concibe a sí mismo. El ideal del caballero medieval da paso a nuevos prototipos y formas de conducta. La esfera íntima, el modo adecuado de vivir, de actuar, el cómo hablar o la familia se convierten en trasunto de reflexión. Meditación, eso sí, orientada al amparo de la cultura latina que vive una exaltación en este tiempo. Ovidio, Virgilio y otros muchos poetas son leídos e imitados... porque eso que se suele decir de que el Renacimiento da la espalda a las autoridades y piensa "por sí mismo" es una falsedad. Da la espalda a los medievales y su forma de entender el mundo, pero solamente para abrazar la de los latinos. Esto no es librarse de una autoridad, sino someterse a otra.

    En vistas a lo arriba comentado se comienza en los pequeños y grandes principados y repúblicas de Italia a crear bibliotecas con nuevas ediciones de los escritos antiguos. Además, aprovechando la decadencia y caída de Constantinopla, Italia da acogida a los sabios bizantinos. Argirópulos, Crisoloras, Jorge de Trebizonda se convierten en adinerados profesores de griegos y en traductores de autores vedados al pensamiento medieval. La biblioteca Vaticana, la Laurenciana y la veneciana conocen en este momento un notable aumento con los más nobles ejemplares. Así se nos dice del incremento de algunas de ellas:
"En las copias para grandes señores el material era siempre pergamino y la encuadernación era, uniformemente, tanto en la Vaticana como en Urbino, de terciopelo carmesí, con guarniciones de plata. Teniendo en cuenta esta actitud espiritual, que testimoniaba la veneración por el contenido de los libros con la presentación más bella posible y los más nobles materiales, se comprende que la repentina aparición de los libros impresos fuera recibida al principio, con desagrado. Federigo de Urbino ¨se hubiera avergonzado¨ de poseer un libro impreso" (La cultura del Renacimiento en Italia, p. 152)
   Toda esta parte dedicada a las bibliotecas, adquisiciones, traducciones y obras creadas ingeniosamente en esta época es, sin duda, la que más acaparó mi interés. Le sigue, de lejos, las consideraciones sobre el estado como obra de arte, que nos revela un mosaico de reinos, los de Italia, que eran incapaces de vivir en paz y que, avocados a sus continuos vicios guerreros, atrajeron la ruina sobre sí al dejar que los franceses intervinieran en sus asuntos. Italia perdería, de este momento en adelante, la iniciativa cultural que ostentaba desde hacía tiempo. Señala Burckhardt en repetidas ocasiones la influencia negativa que en esto tuvo la presencia española en la península italiana. Abomina del buen honor castellano cada vez que lo menciona. Su hispanofobia, como otros puntos del libro han quedado muy atrás... Y como fruto del pasado hay que verlos. La irreligiosidad de la época de la que habla ha sido también muchas veces matizada por historiadores del período (Kristeller, por ejemplo). Esto, junto a las carencias de la obra en terrenos científicos o filosóficos, nos dejan una obra que se sostiene en su conjunto, pero que ha sido superada en cada uno de sus aspectos singulares. El retrato que Burckhardt nos presenta le ocurre algo así como a Hegel con su filosofía: última gran síntesis, visión totalizadora que, sin embargo, en cada área particular ha sido superada, mas no en conjunto. Del mismo modo que no ha habido síntesis mayor que la del filósofo alemán no ha habido, hasta la fecha, mejor retrato general del Renacimiento que el que Burckhardt nos dio.


sábado, 4 de febrero de 2017

"Lorenzo el magnífico" de Marcel Brion


   Hay nombres que están asociados a lugares o épocas con más fuerzas que los eslabones unidos de una cadena: César, con Roma; Sócrates, con Atenas; Jesucristo, con Jerusalén; Florencia, con los Médici. Precisamente sobre uno de estos últimos trata el libro que traigo hoy aquí. Un libro algo olvidado, como su autor... y encuentro razones para ello, la verdad.

    La que supuestamente es la biografía de Lorenzo el magnífico es, también, la historia algo extensa de su familia. Marcel Brion da inicio a la obra hablándonos del abuelo y de los tejemanejes bancarios de este, mientras busca el equilibrio con el poder reinante. Por asuntos que nos llevan muy atrás en el tiempo -y que no voy a contar demasiado por su largueza-, los Médici quedaron en descrédito ante la plutocracia cuando no se opusieron al pueblo en uno de sus alzamientos. Las consecuencias no fueron agradables pues el dinero y el poder de lo Médici peligró. El abuelo de Lorenzo (Juan) cambió esta suerte invirtiendo a la carta ganadora, fijando un nuevo rumbo para los asuntos familiares: abandonando los asuntos políticos se dedicó única y enteramente a los negocios. ¿Para qué implicar a la familia en política cuando con favores y dinero se podía poner a amigos en puestos de poder?¿Vale la pena el riesgo de que se sospeche acerca de ellos sobre tentativas de tiranía cuando se puede dominar el escenario político de forma encubierta? Juan, que supo de la conveniencia de los disfraces, se guardó mucho de los asuntos públicos... al menos públicamente. Brion va trenzado en las paginas sucesivas las conquistas encubiertas que hace Juan, al tiempo que deja preparadas las líneas maestras de su sucesor, Cosme.


Lorenzo el magnífico de Benozzo Gozzoli

    Planificadas así las cosas, a Brion se le va de la mano los precedentes de Lorenzo y hace que estos ocupen más o menos la mitad del libro. Unos precedentes algo largos... Cuando se nos habla de la educación del joven ya ha transcurrido un tercio del libro. La historia se queda estancada en los progresos con los poco a poco se hacían con el poder los Médici en la ciudad que, por derecho propio, podía ser llamada la capital cultural de occidente en ese siglo: Florencia.

     El advenimiento al poder de los Médici contribuyó a unas nuevas relaciones y a una realidad política distinta en la península italiana. Florencia es, de todos los grandes estados de Italia, el más débil por su situación: al norte linda con el ducado de Milán, al noreste con Venecia, al este con el Papado y el reino de las dos Sicilias:
"(...) Una riña con Milán significaba, por ejemplo, que el acceso a todos los mercados del norte le quedaban privados en adelante, y que toda su economía interior se derrumbaba. Una nación cuyo equilibrio financiero reposa esencialmente sobre sus exportaciones, debe guardar vías libres. No es cuestión de influjo lo que aconseja la posesión de Pisa, sino la necesidad de dejar abierta la embocadura del Arno y el comercio mediterráneo. El paso por la Romaña, que puede ser impedido el día menos pensado por el Papa o por Venecia, desemboca directamente en el Adriático y, más allá, el levante."(Lorenzo el Magnífico, p. 101)
    Lorenzo, por su parte, seguiría en política exterior las líneas maestras trazadas por Cosme: una alianza con Milán (tradicional enemigo de Florencia) y Nápoles. Eso, junto con la amenaza del turco que tenía inquietos al Papado y Venecia, que veía peligrar sus dominios de ultramar, brindaron a Italia una etapa de relativa calma. Calma que solo las conjuraciones de un Papa (Sixto IV) y sus exhortaciones a la guerra hirieron casi de muerte. 

    Todos aquellos hechos, y muchos más, son cubiertos por Brion, pero lo hace de una forma que no respeta la cronología. No son pocas las ocasiones en que nos habla de unos sucesos y no sabemos cuál de los jefes de la familia Médici (Juan, Cosme y Lorenzo) afrentan los peligros. Las fechas son un gran desconocido en este volúmen. Son pocas las ocasiones en las que se emplea. Además, los hechos a veces son dejados en segundo plano en aras de dar importancia a disquisiciones innecesarias de Brion... o de loas dedicadas a los Médici... Porque, sí, Brion parece un panegirista de esta familia: todos son bondadosos, excelsos e inteligentes entre los Médici. Son los otros, los rivales, los que guardan para sí la maldad, la fealdad y los malos propósitos. Es así como Savonarola nos es presentado como un mero frustrado que por su fealdad se dedica con empeño al rezo y desdeña los placeres mundanos. Si atendemos a otros aspectos, la obra podría ser una oportunidad de darnos una idea de los intelectuales (poetas, pintores y pensadores) que rodearon a la familia Médici. Aquí también pierde una oportunidad Marcel Brion, quien alguna vez menciona algún intelectual, pero sin ponerlo en relación con otros de la misma ciudad ni hablar muy profundamente de ellos. Todo esto, y las extensas divagaciones, ponen al límite una narración que asiste, milagrosamente, a algunos puntos de verdadero interés: reconozco que el pasaje de la conjuración de los Pazzi en la catedral me dejó absorbido línea tras línea. Pero quitando ese momento estamos ante una pésima biografía que confunde la vida de un personaje destacado con contar los sucesos de la familia, por un lado, y la divagación y la loa como análisis histórico, por otro. Es la obra de un diletante que no está mal, pese a todo.


jueves, 12 de enero de 2017

"Caracteres" de Teofrastros y "Cartas" de Alcifrón


"De Yofonte a Eraston
Ojalá reviente y de mala muerte muera el malvado e infame gallo que me despertó, mientras que yo en sueños contemplaba un agradable espectáculo. (...)"  (Cartas, p. 190)
    Resulta difícil abrir un libro de la antigüedad, etapa revestida de una seriedad proverbial y de la que todos hablan como si en ella hubiera un ligero eco de lo divino, que me haya provocado una risa mayor al leerlo. No he leído muchos libros de tal período y quizá, por las maravillas que sobre Platón, la sofística y otras personalidades del mundo antiguo se dice, halla olvidado que no todo lo que escribieron los antiguos tiene que ver con asuntos serios y profundos. Olvidé por completo, y de forma descuidada, que lo vano y lo humorístico también lo cultivaron. Sí que es cierto que me sonaban nombres como Aristófanos, Plauto, Terencio e incluso Luciano de Samosata, pero mi visión de persona que no frecuenta el mundo de los "Clásicos" me llevó a tal deformación de la realidad. Las Cartas de Alcifrón y los escritos recopilados bajo el título Caracteres, de Teofrasto, han tenido una consecuencia inmediata: ese malentendido se ha derrumbado, como la pared que ya no se sostiene a sí misma.

    Unas pocas cartas de Alcifrón sirven para darnos a entender que Atenas fue algo más que el lugar donde se creó la Academia, el Liceo, el Partenón, esta o aquella gloria... Atenas también eran sus pobres, sus desarrapados y sus meretrices. Así reza el subtítulo de la obra, que nos da a entender que el conjunto de misivas son escritas por "perscadores, campesinos, parásitos y cortesanas". Entre las distintas cartas hay de todo, obviamente. Desde un pescador que escribe sobre sus preocupaciones por la azarosa marea que le permite comer o, por el contrario, penar, hasta las artimañas algo audaces de una dama para mantener a un mancebo junto a sí. Todas ellas gozan del verismo que pretende alcanzar el autor sobre una época que él mismo no vivió. Alcifrón, del cual poco se sabe, perteneció al movimiento denominado segunda sofística, que tuvo como inclinación retornar a las formas clásicas en cuanto estilo y, desde luego, muy interesada en representar un pasado que para ellos tuvo el más vivo interés. Fruto de ese interés, Alcifrón elige la epístola como manera de acercarnos a los chismorreos de las gentes antiguas, más preocupadas de cómo llenar el estómago o de los padecimientos sentimentales que de batallas e ideas. En los escarceos literarios que suponen estas misivas se recurre en muchas ocasiones al humor, aunque no siempre: hay más de algún personaje que es un miserable por las penosas circunstancias que le aquejan. A pesar de que no todas las correspondecias son de interés, el conjunto hace que tengamos cierta empatía hacia los habitantes de aquella época. Empatía que un tratado de historia no nos puede proporcionar. Eso, junto al humor vertido en más de una de las cartas, hacen de este libro una lectura para nada engorrosa.

Teofrasto
   Más afortunado fue Teofrasto que su compañero en este tomo. De él se ha conservado ciertas partes de su obra, aunque en conjunto no toda. También, a diferencia de Alcifrón, conocemos algo de su vida y avatares, pues fue el heredero del Liceo. Fue un discípulo avanzado de Aristóteles, hasta el punto de que tuvo un pensamiento propio gracias a su gran erudición y estudio. Su obra Caracteres no puede ser relacionada de forma directa con el quehacer filosófico, aunque en la introducción de este tomo se nos sugieren curiosas relaciones con la Ética de su maestro o, quizá, con el ámbito de la enseñanza. Puede que fueran escritos con el ánimo de distender el ambiente en el Liceo gracias al humor tras las jornadas de estudio y disertación .


    Sin conocer las intenciones que tuviera el autor al escribir la obra nos ha quedado un libro que nos habla en treinta breves capítulos sobre las inflexiones y modulaciones del carácter. Los capítulos suelen presentar un orden similar: encabezados con una definición, se pasa a continuación a enumerar una serie de frases típicas de los que tienen el carácter del que se trata. Por último, indaga algo más en los rasgos principales del carácter. No hay disertación o argumentación profunda en ninguna de estas piezas. Todas pretenden, modestamente, describir las principales tipologías humanas y, en todas ellas, Teofrasto hace gala de humor y hasta mala leche, como solemos decir nosotros. He disfrutado varios de sus capítulos de forma intensa, especialmente el dedicado a los locuaces, a aquellos que hablan tanto que:
"Incluso soportan las burlas de sus propios hijos, los cuales, cuando quieren dormirse, le suplican que les hable: 'Papá, cuéntanos algo para que nos entre sueño'" (Caracteres, p. 63)
    Ambas obras, escritas en momentos distintos, perteneciendo a géneros bien diferenciado y con intencionalidades diferentes, ayudan a tener un contacto amable con la antigua literatura. Su carácter ligero garantiza entretenimiento y, de paso, enseñarnos que los griegos antiguos no eran tan diferentes, ni tenían preocupaciones muy distintas, a las que tenemos nosotros en nuestros días. Recomiendo el libro como pasatiempo. Para ese cometido es más que apropiado. 


domingo, 27 de noviembre de 2016

"El sueño de Constantino" de Paul Veyne


   Se diría que junto a las losas y esbeltas esculturas de los pasados tiempos romanos el cristianismo ha tenido una fortuna similar: persistente y dura como una roca, tan antigua como ellas y presente casi del mismo modo (como reliquia). Sea cual sea la naturaleza del cristianismo, similar o no a las reliquias romanas, Paul Veyne dedicó un libro a la cuestión de cómo el cristianismo llegó a ser la religión de todos cuando, en principio, había sido la religión de unos pocos. 

   Con el fin de tratar la cuestión, el historiador francés dirige su lupa al crisol en el que él considera que se da un punto incisivo, de importancia considerable pero no irreversible: Constantino y sus medidas. Pero no caigamos en la confusión: este libro no es un libro de historia que hable de todo cuanto se hizo bajo el reinado de dicho emperador. Hay que fijarse en el subtítulo -cosa que a veces obviamos- para ser consciente de la amplitud y medida de lo que se va a tratar: el afianzamiento del cristianismo y su fortuna. Respecto a esto Paul Veyne nos es del todo sincero, pues en numerosas veces nos repite que la fortuna del cristianismo debe mucho a la casualidad y la suerte, y no solo a un entramado y una estrategia bien definida (que también).

    Constantino podría empoderar a la que entonces había sido solo una secta, favoreciéndola, financiándola y ayudando a extenderla, mientras al mismo tiempo se insinuaban medidas que entorpecían el culto a los paganos. Esto no supuso, ni mucho menos, una inflexión histórica definitiva. Cuanto podía haberse conseguido podía desaparecer en cualquier momento, pues los cristianos seguían siendo minoría en un imperio de paganos. Esta debilidad se evidenció cuando Juliano, el apóstata, llegó al trono y se afanó en entorpecer a los cristianos y colocar el paganismo en el lugar en el que debía estar. Su muerte sellaría, sin embargo, la suerte del cristianismo:

    "Sin presentir las consecuencias históricas de su decisión, los dos clanes militares se pusieron de acuerdo en 364 sobre el cristiano Valentiniano, por mil razones en las que la religión apenas intervenía, y sí lo hacía y mucho la oportunidad, la urgencia, el interés personal y corporativo, el talento o la permeabilidad de los candidatos." (El sueño de Constantino, p. 130)

    Como dijimos, los hechos que examina y valora Veyne, van más allá de Constantino y no tienen en cuenta todos los que en su época se dieron... porque tampoco son pertinentes para el tema. Sin embargo, sí que centra en él una gran parte del libro, en elucidar sus intenciones a la hora de explicar lo que hizo. Contraviniendo a aquellos que ven en la adopción del cristianismo un gesto interesado, Veyne no duda en responderles que, como emperador, poca ventaja podía sacar de elevar a un grupo minoritario. Agraviar a las élites paganas y a la mayoría de sus súbditos con ciertas palabras y nuevas formas no era precisamente obrar en vistas a un interés de mente calculadora, que mide y busca los resortes del poder. Más bien, nos dice este historiador, habríamos de creer que fue un creyente sincero. Junto a este deslizamiento de la cuestión, se une otro: el triunfo del cristianismo no se debe a que el ambiente de la época favoreciera una mentalidad crédula que se evidenciaba en multitud de sectas y cultos, sino en que el cristianismo aportaba una novedad: la inclusión del alma individual en un proyecto histórico divino. 

Constantino I
    De aquellas dos opiniones surge una tercera, que no está ligada propiamente con el tema del libro, y sí con cómo entender la tensión entre individualidad y colectivos y cuál privilegiar a la hora de hacer historia. Por esto y por otros temas esbozados tenemos un ensayo algo disperso. Así, y fuera de la cuestión de los avatares de la religión cristiana, trata la cuestión de si nuestro continente puede considerar que tiene raíces cristianas, o incluso traza algún paralelo - a mi juicio innecesario- entre algunos momentos del pasado y el siglo XX. También, como historiador que se me mete en camisas de once varas, se inmiscuye en algún tema en el que mete la pata. Al considerar el cristianismo menciona en numerosas ocasiones la cuestión de la inmortalidad del alma. Señor Veyne, la Iglesia no sostiene la inmortalidad del alma de forma unánime hasta el concilio de Letrán en 1512. Acudiré en mi ayuda a Etienne Gilson:

"Hoy se sorprendería a muchos cristianos diciéndoles que la creencia en la inmortalidad del alma en algunos de los más antiguos Padres es tan oscura que es inexistente. (...) En realidad, un cristianismo sin inmortalidad del alma no hubiera sido absolutamente inconcebible, y la prueba está en que fue concebido. En cambio, lo que sería absolutamente inconcebible es un cristianismo sin resurrección del hombre." (El espíritu de la filosofía medieval, p. 180)
   Quitando este fallo, que entiendo que puede tenerlo cualquiera, el libro nos hace una exposición dispersa pero interesante de ciertos temas. Por su amenidad creo que este libro puede incluso llevarse en un viaje. Para interesados en la historia del imperio romano, y solamente del imperio romano, quizá acaben algo descontentos al comprobar que no encontrarán un libro que se centre propiamente en un cierto período del mismo. Si el lector pretende encontrar algo menos concreto, que verse sobre historia y que sea ameno, este puede ser un buen libro para él.




viernes, 24 de julio de 2015

Los filósofos y las máquinas de Paolo Rossi



   Nos encontramos  en un estudio de pintura junto a caballetes, cuadros, esbozos y demás materiales propios de un pintor. De pronto uno de los pinceles que el pintor usa para retratar a su cliente se le cae de las manos con un gesto torpe. El gentil cliente se acerca para recoger el pincel que ofrece, rápidamente, al agradecido pintor. ¿Quiénes son estas dos personas que nos molestamos en mencionar? Estamos hablando ni más ni menos que de Tiziano y el emperados Carlos V. Era algo insólito que la persona más poderosa del s. XVI enalteciera con tal gesto a un mero pintor. Un par de decenios antes o incluso un par de siglos el pintor era considerado un mero artesano, no mucho mejor que el resto, y desde luego no digno de ningún reconocimiento. La base de que tal contraste se diera es lo que pretende aportar la obra de Rossi, según la cual, esto se explica por una revolución a la hora de entender las "artes". Como es sabido, la educación durante el medievo se basaba en el trivium y el cuadrivium que conforman las artes liberales. el inicio de estas se halla en la antigüedad. Más concretamente comenzaron a surgir en el contexto de hombre libres griegos que podían dedicarse a los estudios. Los hombres que no eran libres, los esclavos, eran quienes se encargaban de las tareas manuales. Como consecuencia, todo trabajo o investigación que implicara el trabajo del cuerpo era denostado como algo indigno. El asunto quedó completamente zanjado con la filosofía racionalista de Platón y Aristóteles que consagraban la vida contemplativa en la que para la investigación bastaba el uso del intelecto.

   El resultado de aquella concepción era que pintores, artesanos, arquitectos y técnicos de todo tipo fueran tratados de forma indigna y, lo que es peor, que sus observaciones empíricas no se tuvieran en cuenta en las investigaciones. Los matemáticos, gramáticos y demás integrantes de los estudios liberales podían mirarlos con el gesto propio de quienes se sienten en una posición de superioridad. Andrea Vesalio en "De corporis humani fabrica" (1534) nos da cuenta de este desprecio por todo lo manual. Según sus descripciones, en las sesiones de estudios anatómicos eran dos los participante. Por un lado estaba el médico o estudioso de las enfermedades y por otro aquel que hacía propiamente la disección pues el médico no podía hacer un trabajo manual, cosa muy deshonrosa. Vesalio veía en esta situación algo supremamente disparatado y no dudaba en señalar este como una de los hechos de que se tuviera un peor conocimiento del funcionamiento del cuerpo humano, pues conlleva que el médico no tenga un conocimiento cabal de cuestiones anatómicas. Decir que de una actividad manual se podía obtener mayor conocimiento de una determinada materia era ya algo revolucionario y como constata P. Rossy esta sería la dirección que seguirían un número significativo de personalidades que van desde finales del medievo al renacimiento. Una de esas personas, que afirmaba con rotundidad el beneficio de las actividades manuales y prácticas para el conocimiento, sería Bernard Palissy. Su actitud no era aislada. El mismo Leon Battista Alberti no dudaba en relacionar la pintura con la ciencia, pues aquella requiere del cálculo de la perspectiva y otros estudios. Piero della Francesca apuntaría en la misma dirección al decir que es necesario para la pintura tener conocimientos de geometría y de las ciencias. Leonardo, por último, tomaría posición al decir: "Si la llamáis mecánica (a la pintura) porque es ante todo manual, las manos representan lo que encuentran en la fantasía; vosotros, escritores, también dibujáis con la pluma aquello que en vuestro entendimiento encontráis". No obstante su interés, y el de la mayoría de los artistas, no era disolver la diferenciación entre las artes, sino incluir sus prácticas entre las liberales.

"Margarita Philosophica Nova"

     La verdadera rebelión intelectual hacia la forma de entender la ciencia como una división entre artes liberales y artes manuales no la encabezarían los artistas, que estaban más interesados en incluirse entre los liberales, sino por los primeros iconos que reivindicaban un experimentalismo en las investigaciones, como Vesalio o Palissy. Aunque esto no desestima a los artista que inauguraron una actitud seguida también por los otros, en la que no bastaba una mera descripción de los fenómenos sino que se buscaba un elemento teórico lo suficientemente fuerte como para dar cuenta de los hechos descritos. Esta línea que se empieza a imponer durante el renacimiento acabará con Bacon como principal epígono. El relato histórico hasta aquí trazado nos lleva a un punto de total rechazo de la cultura libresca y filosófica: "Enojados contra la naturaleza, que ignoraban, los dialécticos se han construido otra, a saber, la de las formalidades, las ecceidades, las relaciones, las ideas platónicas y otras monstruosidades que ni  los mismos que las han inventado pueden entender. A todas estas cosas se les atribuyen un nombre lleno de dignidad y la llaman metafísica." (Rabelais, I, 24). Rabelais y Swift parodian a los antiguos doctos en sus sátiras, pero es Bacon quien en el campo filosófico crea un pensamiento de abierta ruptura con el modo de concebir el conocimiento y la ciencia desde la antigüedad hasta sus días.

    Todas estas cosas son las que abarca la obra de Rossi, que sin duda es un erudito y un gran historiador. Aun con todo, hay ciertas cosas que me han generado reservas. La primera de ellas es que en algunos momentos parece ceder a sus pasiones intelectuales y tratar algún tema que no vincula suficientemente con la problemática del ensayo. Habida cuenta de ello es la excesiva presencia, en mi opinión, de Bacon o cuando trata temas sobre si este es un utilitarista o no teniendo en cuenta el modo en que se le ha traducido. Creo que el ensayo hubiera quedado mejor si por ejemplo se hubiera centrado más en el impacto de las máquinas en los filósofos, pues a partir del capítulo 2 se centra sobre todo en cómo surge la cienciay la noción de saber acumulativo. A pesar de eso y que en algunas ocasiones parece que está haciendo un mero listado de personalidades que se oponía a las artes liberales, es un ensayo indudablemente interesante, escrito en un estilo que no sobrecoge por méritos estilísticos pero al menos claro y conciso. Resumiendo podría decir que me ha dado la impresión de que en alguna ocasión pierde la atención sobre lo que en un primer momento pretende pero dado lo interesante de todo cuanto trata eso no me parece un demérito absoluto.