jueves, 12 de enero de 2017

"Caracteres" de Teofrastros y "Cartas" de Alcifrón


"De Yofonte a Eraston
Ojalá reviente y de mala muerte muera el malvado e infame gallo que me despertó, mientras que yo en sueños contemplaba un agradable espectáculo. (...)"  (Cartas, p. 190)
    Resulta difícil abrir un libro de la antigüedad, etapa revestida de una seriedad proverbial y de la que todos hablan como si en ella hubiera un ligero eco de lo divino, que me haya provocado una risa mayor al leerlo. No he leído muchos libros de tal período y quizá, por las maravillas que sobre Platón, la sofística y otras personalidades del mundo antiguo se dice, halla olvidado que no todo lo que escribieron los antiguos tiene que ver con asuntos serios y profundos. Olvidé por completo, y de forma descuidada, que lo vano y lo humorístico también lo cultivaron. Sí que es cierto que me sonaban nombres como Aristófanos, Plauto, Terencio e incluso Luciano de Samosata, pero mi visión de persona que no frecuenta el mundo de los "Clásicos" me llevó a tal deformación de la realidad. Las Cartas de Alcifrón y los escritos recopilados bajo el título Caracteres, de Teofrasto, han tenido una consecuencia inmediata: ese malentendido se ha derrumbado, como la pared que ya no se sostiene a sí misma.

    Unas pocas cartas de Alcifrón sirven para darnos a entender que Atenas fue algo más que el lugar donde se creó la Academia, el Liceo, el Partenón, esta o aquella gloria... Atenas también eran sus pobres, sus desarrapados y sus meretrices. Así reza el subtítulo de la obra, que nos da a entender que el conjunto de misivas son escritas por "perscadores, campesinos, parásitos y cortesanas". Entre las distintas cartas hay de todo, obviamente. Desde un pescador que escribe sobre sus preocupaciones por la azarosa marea que le permite comer o, por el contrario, penar, hasta las artimañas algo audaces de una dama para mantener a un mancebo junto a sí. Todas ellas gozan del verismo que pretende alcanzar el autor sobre una época que él mismo no vivió. Alcifrón, del cual poco se sabe, perteneció al movimiento denominado segunda sofística, que tuvo como inclinación retornar a las formas clásicas en cuanto estilo y, desde luego, muy interesada en representar un pasado que para ellos tuvo el más vivo interés. Fruto de ese interés, Alcifrón elige la epístola como manera de acercarnos a los chismorreos de las gentes antiguas, más preocupadas de cómo llenar el estómago o de los padecimientos sentimentales que de batallas e ideas. En los escarceos literarios que suponen estas misivas se recurre en muchas ocasiones al humor, aunque no siempre: hay más de algún personaje que es un miserable por las penosas circunstancias que le aquejan. A pesar de que no todas las correspondecias son de interés, el conjunto hace que tengamos cierta empatía hacia los habitantes de aquella época. Empatía que un tratado de historia no nos puede proporcionar. Eso, junto al humor vertido en más de una de las cartas, hacen de este libro una lectura para nada engorrosa.

Teofrasto
   Más afortunado fue Teofrasto que su compañero en este tomo. De él se ha conservado ciertas partes de su obra, aunque en conjunto no toda. También, a diferencia de Alcifrón, conocemos algo de su vida y avatares, pues fue el heredero del Liceo. Fue un discípulo avanzado de Aristóteles, hasta el punto de que tuvo un pensamiento propio gracias a su gran erudición y estudio. Su obra Caracteres no puede ser relacionada de forma directa con el quehacer filosófico, aunque en la introducción de este tomo se nos sugieren curiosas relaciones con la Ética de su maestro o, quizá, con el ámbito de la enseñanza. Puede que fueran escritos con el ánimo de distender el ambiente en el Liceo gracias al humor tras las jornadas de estudio y disertación .


    Sin conocer las intenciones que tuviera el autor al escribir la obra nos ha quedado un libro que nos habla en treinta breves capítulos sobre las inflexiones y modulaciones del carácter. Los capítulos suelen presentar un orden similar: encabezados con una definición, se pasa a continuación a enumerar una serie de frases típicas de los que tienen el carácter del que se trata. Por último, indaga algo más en los rasgos principales del carácter. No hay disertación o argumentación profunda en ninguna de estas piezas. Todas pretenden, modestamente, describir las principales tipologías humanas y, en todas ellas, Teofrasto hace gala de humor y hasta mala leche, como solemos decir nosotros. He disfrutado varios de sus capítulos de forma intensa, especialmente el dedicado a los locuaces, a aquellos que hablan tanto que:
"Incluso soportan las burlas de sus propios hijos, los cuales, cuando quieren dormirse, le suplican que les hable: 'Papá, cuéntanos algo para que nos entre sueño'" (Caracteres, p. 63)
    Ambas obras, escritas en momentos distintos, perteneciendo a géneros bien diferenciado y con intencionalidades diferentes, ayudan a tener un contacto amable con la antigua literatura. Su carácter ligero garantiza entretenimiento y, de paso, enseñarnos que los griegos antiguos no eran tan diferentes, ni tenían preocupaciones muy distintas, a las que tenemos nosotros en nuestros días. Recomiendo el libro como pasatiempo. Para ese cometido es más que apropiado. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario