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domingo, 11 de agosto de 2019

"Imperios galácticos" selección de Brian W. Aldiss (vols I-II)

    El 22 de agosto del pasado año murió, si no me falla la memoria,  Brian Aldiss. Ese mismo año tuve la suerte de leer una buena novela suya: Barbagrís, de la que hice su pertinente reseña. Cuando me enteré del fallecimiento del escritor prometí que conseguiría algo de él y no le perdería la pista. También me prometí que haría una reseña en conmemoración suya cuando se acercara el día de su fallecimiento. Y en ello me hallo, pues tengo en mis manos los cuatro volúmenes de Imperios galácticos, colección de relatos reunida por él. En esta entrada me limitaré a los primeros dos volúmenes, mientras que dentro de poco subiré otra breve nota acerca de los dos restantes. 

     Imperios galácticos es fruto de un sueño. El sueño de quien, con nostalgia, pretende arrastrar el pasado al presente, aplicado a la literatura. Sucedía que mientras Aldiss ocupaba los días en la selección y edición de estas historias, la ciencia ficción habían cambiado las orientaciones y temas en el género. Sucedía también que esta nueva ciencia ficción miraba con condescendencia, cuando no con altivez, su pasado reciente,  a la manera del adulto con el niño. El pasado de esta literatura, fructífero en historias estelares, imperios entre galaxias y aventuras que cambian el navío usual de madera por tecnológicas estancias suspendidas en el vacío quedó tildado de 'literatura de evasión'. Ante ello Brian nos cuenta una anécdota muy interesante: 
 "(...) permítanme de nuevo citar a C. S. Lewis (...). Él pensaba que la acusación de escapismo era muy extraña. 'Nunca lo comprendí por completo, hasta que mi amigo profesor Tolkien me hizo una pregunta muy simple: ¿qué clase  de hombres cree usted que se sentirán más preocupados y más hostiles con respecto a la idea de escapar? Y me dio la evidente contestación: los carcelarios' ". ( tomo 1, pág. 14)
   Contra esa superioridad se levantó Aldiss y disparó con una recámara de relatos a los ojos de los entusiasmados con las nuevas tendencias, de las que el propio Aldiss era seguidor (y distinguido). Entusiasmados que, por otro parte, mostraron ánimo tiránico con la pretensión embadurnar con una capa de olvido la literatura que les creó a ellos, como lectores y escritores. La creación no es labor que se construya sobre el vacío, y la literatura new wave no habría surgido de no ser por la que le precedió. Aldiss roba la llave del carcelero y abre unas cuantas celdas: deja libres a unos pocos presos en estos libros, para que vaguen con libertad por las bibliotecas. Este era, sin duda, el mejor destino que podía esperar la mayoría pues, o pertenecían a autores poco conocidos, o estaban en revistas de no mucho prestigio o simplemente paseaban en un limbo de sótanos polvorientos. No todos necesitaban ser rescatados, por su puesto. Los posesos de Anthur C. Clarke probablemente pululen en alguna que otra antología. El renombre de su autor, esmaltado entre los grandes del género, se lo permite. También se lo permite su calidad, que nos recuerda uno de los grandes temas de este autor: el magisterio de una raza avanzada sobre los homínidos, hasta llegar a nosotros. El fin de la infancia o 2001 una odisea en el espacio ahondan estos temas, y este relato cuenta de modo distinto, con formas distintas, una historia similar, que despierta alegres elucubraciones en nuestras cabezas. 

   Alejados de una necesidad de providencia (en la que una raza ocupa el lugar de la mano divina) H. B. Fyfe tiene una maravillosa historia: Especies protegidas. Es esta una inteligente narrativa, que juega con la perspectiva para darnos un leñazo iluminador, y doloroso, que recuerda la expresión 'el cazador es cazado'. Es mejor no decir más para guardar las mieles del relato. 

    El saqueador de estrellas (Poul Anderson) ilustra una humanidad incapaz de hacer de hacer frente una invasión de bárbaros estelares. Los humanos esclavizados, bien dirigidos por un caudillo hacerse con el control de una nave, germen de un nuevo imperio donde los hombres, vencidos, acaban venciendo... con el sacrificio del protagonista, que rellena el relato de un halo melancólico y dramático. Como es habitual, la traición no ha de esperarse del que se reconoce enemigo abierto, sino del que es abiertamente nuestro conocido. Como dijo Oscar Wilde: 'Los amigos de verdad te apuñalan de frente'.

    Asimov no puede faltar en una recopilación de imperios galácticos, y se asegura una prominente presencia en el primer volumen. 45 páginas (en un primer tomo de menos de 200) de Fundación  reviven imágenes que algunos ya conocíamos, aunque estuvieran gastadas por el tiempo en nuestra memoria. Quizá uno puede preguntarse si era necesario este relato, no por su calidad, sino porque es sobradamente conocido y editado. Ese espacio quizá podrían haberse dedicado a algunos relatos menos conocidos.

   Si con Fundación respiramos vagas referencias de nuestra historia (finales del imperio romano, el Medievo y el Renacimiento), ¡Nosotros somos civilizados! no se queda a la zaga. Las imágenes del colonialismo, envueltas en un tufillo marxista, adornan un relato acartonado en el que ciencia y militarismo se oponen. En el marxismo que desprende (el problema de toda la historia es la propiedad privada) se añaden unas gotitas de fatalismo que hacen que uno acabe por descartar el relato de la lista de relecturas: "No había forma de detenerlo. No se trataba de una cuestión de no plantar la bandera, de no tomar posesión. El capitán tenía razón. Si no lo hacía la Alianza Occidental, lo haría sin duda la Alianza Oriental. Su disputa no era ni con el capitán, ni con el deber, sino con el destino. El tema no podía ser decidido ahora. El tema no podía ser decidido..., cuando el primer homínido saltó a la guarida de otro y le robó a su compañera. El hombre toma. Ya sea por rapiña bárbara o por aceptación a regañadientes del deber, a través de una diplomacia cuidadosamente concebida, el caso es que el hombre toma" (tomo 1, p. 181). Este relato de Mark Clifton y Alex Apostolides mancha la calidad del primer tomo, que es muy considerable.

    Del segundo volumen sólo destacaré dos relatos, por no alargar en exceso. Los relatos son La luminosidad cae del cielo e Inmigrante. En la primera Idris Seabright es capaz, en apenas una docena de páginas, de contarnos una historia de amor y retratar una sociedad humana decadente, entregada a la satisfacción de sus más bajas pasiones. El resultado es una pequeña joya. En el segundo relato, Clifford Simak nos da una patada en las entrañas y desvela las miserias de la inmigración. La historia no encalla aquí. La ciencia ficción se abre camino, en un juego de posibilidades muy rico. Su riqueza nos paga con sabiduría acerca del hombre, de sus limitaciones, haciendo que ni el protagonista tenga certeza alguna, ni tampoco el lector. Simak nos empequeñece y, haciéndolo, engrandece su relato, porque nos hace sentir poca cosa ante tan gran cosa. Es un relato para enmarcar página a página y releerlo de vez en cuando. Posiblemente sea el mejor del segundo volumen. Para mí es el mejor de los dos, pero ahí ya entra el juicio de cada cual.

    De la suma total excluyo varios relatos, algunos bastante buenos, otros no tanto. Según mi parecer es una antología muy buena, y que depara agradables sorpresas con casi todo lo que propone, pero no puedo ser taxativo... me quedan por leer otros dos tomos. Ya les contaré. Como colofón a esta reseña quizá lo mejor será decir: continuará...




    

sábado, 29 de diciembre de 2018

"La locura de Dios" de Juan Miguel Aguilera

"La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres"
                                                      (Corintios 1, 25)

   La frase de San Pablo ha tenido tantos usos que no es de extrañar que hasta en el género del fantástico haya sido mencionada. Nos es recordada nada más abrir el libro de Juan Miguel Aguilera, que viene muy bien para el lector despistado (mea culpa), pues a partir de cierta generación (los 80, principalmente) ya no reconocemos, porque no conocemos, los lugares comunes de la Biblia. Con el título La locura de Dios se nos recuerda la afirmación de San Pablo, de la cual han bebido todas las vertientes irracionalistas del cristianismo (Tertuliano, San Bernardo, Erasmo, etc). Bajo esa referencia, hoy culta y antes de ayer común, el escritor español ha pergeñado un libro que consigue aunar historia, fantasía, terror y ciencia ficción. Nada menos, porque todos esos géneros los acoge y abraza de modo respetuoso, haciendo que encajen unos con otros, y de un modo que no chirríe, por artificial, al lector. Y es que eso es, sin duda, muy difícil. Al propio autor sólo le ha salido bien la jugada en una ocasión, según sé. Ya hablé del engendro que fue Rihla en este blog hace tiempo. Me resta acercarme a La edad de la razón para certificar los méritos y fracasos que Juan Miguel Aguilera ha conseguido con estas amalgamas. Detengámonos, en esta ocasión, en La locura de Dios.

   La locura de Dios vio la luz en el tranquilo año de 1998 y toma como como marco de acción el agitado siglo XII en Aragón. Escogido Raimundo Lulio (filósofo y poeta de aquel tiempo) como personaje principal, se cubren algunos acontecimientos históricos para luego, libremente, montar sobre ellos una fantasía literaria. Aprovechando los viajes del filósofo por el oriente bizantino descubrimos la alborada aragonesa: la conformación del imperio mediterráneo de Aragón, que se extiende por la península ibérica, las islas baleares, Sicilia y el ducado de Atenas. Junto al filósofo aragonés se nos presenta la figura carismática de Roger de la Flor, jefe de una fuerza armada de varios miles de hombres que sería contratada por el emperador bizantino para enfrentar a los turcos. En el momento de mayor éxito, Roger de la Flor derrota con un contingente de 6000 hombres a una tropa turca de 30000 soldados. Sobre estos hechos iniciales se destapa una historia paralela, ya que el aire cruzado que se respira en las 100 primeras páginas (al mítico grito de "!Desperta ferro, Arago, Arago!"), deriva en la singladura de un grupo de almogávares junto a Lulio en el más lejano oriente cuyo fin es una ciudad mítica: la ciudad del preste Juan.


Roger de la Flor ante el emperador de Bizancio
    En la búsqueda de esa ciudad, que no se sabe si es más imaginada que real, se pierden en las arenas del desierto. Encuentran a no mucho tardar los rastros de una especia distinta a la humana, aunque muy parecida. Una especie de engendros sucios y malolientes que peinan los prados arrasando todo tras de sí y que les dificultarán cada uno de los pasos que den. Hasta que por fortuna dan con la ciudad del preste Juan, que les parece más una ciudad de brujería que sagrada. Raimundo, con su mente filosófica, llega a atisbar que nada hay de brujería en la ciudad, sino que todo se puede conseguir por manos del hombre. Simplemente, los hombres que residen en tal ciudad, ostentan una tecnología mucho más avanzada. Una tecnología basada en el vapor que les permite disfrutar de aviones, cultivos avanzados en medio del desierto y mil comodidades imposibles de imaginar para cualquier hombre del siglo XII. Aquí la novela de aventuras y la histórica se integra con el steampunk de toda la vida. En un ejercicio de maestría imaginaria se concilia, con estos tres elementos, unas gotitas de terror cósmico, de impronta lovecraftiana en el fondo, aunque no en la forma.

Una de las ilustraciones de Rafa Fonteriz para el libro 
   Además de la mezcolanza de tan diversos elementos, es de destacar la correcta elección de datos biográficos de Lulio para hacer guiños literarios. En este caso a la gran obra de Dante. Raimundo Lulio dejó a su mujer e hijos, así como títulos y riquezas para dedicarse a la predicación y la conversión. Juan Miguel Aguilera explota el hecho de que Lulio se separara de su mujer  y juguetea con el peso que eso tendría en su futuro, bajo la forma de la melancolía, el recuerdo y el sueño. Y así, en la novela descubrimos una suerte de Divina comedia invertida, porque nos muestra a un poeta desvelado por un antiguo amor, que primero cruza el cielo (la ciudad del preste Juan) y termina en el infierno, que en este caso son las entrañas de la tierra. La dirección no sólo es invertida sino también el objetivo: Dante despliega su saber escolástico para mostrar un orden, una inteligibilidad que penetra tanto lo natural como lo sobrenatural; Juan Miguel Aguilera, de un modo humilde (esto es, sin conocimiento de teología o filosofía), emplea a Lulio para triturar el orden de lo real y sentenciar que ese orden es una locura; una locura que un hombre sabio, formado y filósofo, como es Lulio, es incapaz de comprender. De nuevo aquella frase del principio ronda el libro: "La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres".

   Pero dejando interpretaciones libres, que bien pueden estar erradas o mal fundamentadas hay que señalar los méritos o deméritos de que hace gala el autor en la novela. El libro es adictivo y sorprende, pero no tiene un cierre completamente perfecto. Algunos personajes son poco explotados, o no se ahonda en demasía su profundidad psicológica. Es particularmente  irritante (por falso) el tópico de lucha entre fe y razón, entre religión y ciencia. También es irritante que se convierta a Lulio en una especia de ecuménico. Jamás fue Lulio eso. Él quería convertir a musulmanes y judíos, no convivir con ellos. Él anduvo caminos que le dirigían a todas las cortes importantes de Europa para pedir una nueva cruzada, una nueva guerra, contra el islam. Por lo tanto estas desfiguraciones pueden resultar algo molestas, pero no hay que dejar caer sobre el autor peso alguno de culpa. La literatura no debe cuentas a la realidad, porque en tal caso no sería literatura sino crónicas. Basta con advertir al lector que no tome todo lo que se le muestra tal y como se le muestra. La novela reúne sobre sí méritos suficientes que hacen necesaria su lectura. Lean este libro.


viernes, 30 de marzo de 2018

"He aquí el hombre" de Michael Moorcock


   Karl Glogauer percibe una temperatura anormalmente alta. La caída es inminente. Siente el choque contra el suelo y la mala fortuna de su cuerpo. Músculo, huesos y sangre se dan en unión para causarle dolor.  Gloglauer ha viajado en una máquina del tiempo a un pasado remoto. Nada menos que a la Palestina de los tiempos de Jesucristo. Lo hace movido por una fijación: encontrar al personaje histórico de Jesús de Nazaret. Así es como se inicia esta novela de Michael Moorcock, el mítico creador de Elric de Melnibone.

   A partir de aquel punto de arranque la pequeña novela de Moorcock maneja dos momentos entrelazados. El presente en Palestina de su personaje y una línea temporal del pasado, que nos informa de la infancia de Glogaeur, de su crecimiento, traumas, peripecias y de sus obsesiones. Particularmente se da acento a las obsesiones. Estas atraviesan toda la obra y son las que le dan sentido. Principalmente se centran en la manera en que los demás contribuyen a crearnos a nosotros mismos: lo que ellos ven en nosotros y esperan, nos obliga de algún modo a responder. Así, se plantea en la juventud y en la incipiente madurez de Glogauer la dificultad de no querer amoldarse a lo que se proyecta sobre nosotros, de ser sujeto sin los otros. 

Con Gerard era serio, intenso, inteligente. Con Johny era superior, burlón. Con algunos era tranquilo. Con otros, ruidoso. En compañía de estúpido era tan feliz como un estúpido. En compañía de aquellos a quienes admiraba, se sentía complacido si podía parecer astuto. 
-¿Por qué soy todas esas cosas a todos los hombres, Gerard? Simplemente no estoy seguro de quién soy. ¿Cuál de todas esas personas soy realmente, Gerard? ¿Qué es lo que está mal en mí?                                                                                                                                                                                         (He aquí el hombre, p.81)
   Dicha preocupación se trufa en toda la novela con flecos y coletazos que hacen referencia a Jung. Glogauer es huérfano doble: de padre biológico y espiritual. Junto a la honda presencia de la madre, su protección y una infancia poblada de maltratos, el cuadro que se muestra es propicio para que algunos saquen el cigarro y empiecen a crear churros dialécticos de procedencia psicoanalítica. El conjunto es algo inconsistente, pero consigue dibujar una psicología tormentosa del personaje que lo hace cautivador. Lo suficiente para interesarnos. 

   Junto al olor de temas emparentados a la new wave, se respira otro más perturbador: la puesta en cuestión del relato cristiano acerca de la vida y gestas de Jesús. El personaje principal, nada más encontrarlo, se sorprende, y la sorpresa da paso a la náusea y la huida. El molde de la historia es un jarrón tan frágil que, con solo una visita a una casa, se rompe y fragmenta. Ese es el embiste más directo de Moorcock, el más provocador. El otro, que hace flaco favor a la novela, son discusiones que pretenden altos vuelos acerca de lo que el cristianismo es. El resultado ahí es más bien pobre.

   Con estos elementos Moorcok probó suerte en el género de la ciencia ficción. Género en el que, por lo poco que se, escribió más bien poco. Es una ciencia ficción religiosa, provocativa y muy interesante. Sus 49 años no han disminuido su atractivo. Es una novela de elemento más bien reducidos, pero muy bien medidos. Todo está dispuesto de modo convincente, y más de una vez nos sorprende con potentes imágenes. Alguna cosa falla, como el aspecto del viaje en el tiempo, suceso narrado para salvar la coherencia de la historia, pero que está solventado de manera muy ligera, casi improvisada, para salir del paso. A excepción de eso, estamos ante un potaje de ideas interesantes. Un Moorcock poco usual.

   Pese a lo que pueda parecer no he escogido este libro adrede para estas fechas. Estaba en la pila y sin saber muy bien de qué trataba lo empecé. En dos tardes absorbí su amargo licor. Y, de hecho, me llevó a indagar ciertas cuestiones, pues estas cosas me interesan, dando con una interesante conferencia. La pongo para aquellos que, después de leída la novela (o antes) busquen material sólido sobre la materia.


miércoles, 6 de diciembre de 2017

"La otra sombra de la tierra" Robert Silverberg


   Antologías las hay, y muchas, pero no todas tienen un verdadero aire compendioso. Por lo general son la suma de aportaciones distintas, unidas por el criterio de algún entendido (o de alguien que dice serlo). A veces ese criterio es bueno y otras no tanto. En España tuvimos la suerte de que Martínez Roca rescatara una que llegaba del otro lado del charco. Dicha antología recogía buenos relatos de Robert Silverberg. Principalmente los relatos eran de los años 60 y 70, que dicen algunos que era la época en que este señor mejor escribía. Los relatos en cuestión son: Algo salvaje anda suelto, Ver al hombre invisible, Ismael enamorado, El día en que desapareció el pasado, Hacia la estrella oscura, Los colmillos de los árboles, El poder oculto, La canción que cantó el zombie y Moscas.

   De todos estos relatos no todos tienen la misma calidad, ni la misma elegancia, ni las mismas buenas ideas, pero es que eso es lo normal en toda antología. Sin pretender hablar de todos los relatos, comentaré aquellos que más me han gustado, aunque he de decir que todos, sin excepción, despiden el tufillo propio de Robert Silververg.

   Empezaré con Moscas, el último relato. Aquí vemos a un pobre desgraciado de cuyo designio se han apoderados unos seres que no llegamos a conocer en ningún momento. A través del ser humano al que han enajenado, los seres inspeccionan las sensaciones de los hombres. Están especialmente interesados en el dolor y, atendiendo a este interés, obligan al protagonista a visitar personas importantes de su vida. Las visitas nunca acaban bien.

    Otros relatos adoptan temas más reconocibles para quien haya leído algo de Silverberg. Yo solamente he leído Regreso a Belzagor y Tiempo de cambios, pero con esas dos lecturas me ha bastado para "calar" la similaridad de ciertos relatos con problemas muy propios de sus inquietudes. En esta línea pondría encuadrar sobre todo tres relatos: Algo salvaje anda suelto, Ver al hombre invisible y El día en que desapareció el pasado.

    Algo salvaje anda suelto nos pone en el escenario de unos exploradores que, tras desembarcar en un planeta, transportan sin saberlo un ser inteligente microscópico en su viaje de vuelta. Dicho ser inteligente intenta comunicarse con ellos para decirles que en la Tierra no puede sobrevivir. Cada intento de comunicación se ve frustrado por el hecho de que su comunicación es esencialmente psíquica. El extraterrestre solo puede llevarla a cabo cuando los tripulantes sueñan, porque sólo en ese estado le resulta posible, pero siempre fracasa: los astronautas en vez de recibir sus mensajes razonables tienen terribles pesadillas de seres informes. Así es como Silverberg toca una de sus teclas (al parecer) habituales: la conciencia como un estado de cerrazón, el ego consciente como un estado reducido de todo lo que en realidad somos.

    En El día en que desapareció el pasado vemos rasgos de similitud en su objetivo. Cambia el foco pero con el mimo objetivo. Su dardo se dirige contra la memoria, la función constituyente de la conciencia. El relato recrea la situación hipotética en la que una droga tiene efectos contundentes contra nuestros recuerdos. Quien la toma olvida cosas de su vida presente y pasada. Un rufián se infiltra en el sistema de aguas de una gran ciudad y vierte la droga. Silverberg explora durante medio centenar de páginas las posibilidades de tal hecho y nos recuerda que, en ocasiones
Olvidar es una bendición. (...) Lo que ha sucedido en San Francisco esta semana no significa necesariamente un desastre. Para algunos de nosotros ha sido lo mejor del mundo. (La otra sombra de la Tierra, p. 105)
   Ver al hombre invisible juega con el lector al sumirle en la tristeza que provoca su personaje principal: un hombre que se concibe muy independiente, hasta el punto de creer aborrecer el contacto humano. Por su desprecio a la sociedad es condenado a ser ignorado por esa misma sociedad. El relato es cruelmente desolador. No puede uno no sentirse cercano a este hombre ignorado por todos, salvo por el que lo imagina al leer este magnífico relato.

    Haré una gran injusticia al no dedicar unas líneas a cada uno de los relatos, pero prefiero no ser exhaustivo. El lector de esta reseña puede agradecer llegar virgen, sin contacto previo, a algunos relatos contenidos en esta antología. Yo solo hablo de aquellos que más me han gustado. El último que mencionaré es El poder oculto, relato discreto que, como otros de este autor, destaca más por lo original de su idea que por alarde desarrollos tecnológicos. La historia es la siguiente: los humanos han conseguido por fin tener poderes mentales, al menos el suficiente para manipular objetos. Esta nueva capacidad conlleva más responsabilidades, más control de los propios sujetos sobre sí mismo. Cuando en esta sociedad de telepáticos intuyen que alguien no puede controlar debidamente sus poderes le someten a una prueba: lo envían a algún planeta donde haya sociedades humanas más primitivas, que no tengan dichos poderes. El personaje principal de El poder oculto es enviado nada menos que a un planeta en el que mover objetos con la mente es considerado brujería y quienes lo practican brujos a los que hay que quemar. So pena de muerte, nuestro preocupado protagonista tiene que cohibir sus hábitos telepáticos, incluso los más inofensivos. Este ha sido el relato que más tensión me supo provocar (que no digo que sea el mejor, ojo) con la evocación de un ambiente inquisitorial o quizá de uno de esos pueblos de la América profunda en los que aquel que es diferente se convierte en el centro atención... Y no para bien.

    De esta antología remarco sobre todo las cinco narraciones que he apuntado en las líneas precedentes. Los colmillos de los árboles e Ismael enamorado me dejaron buen sabor de boca. El resto me dejó algo indiferente, sea porque no estaba fino el día que los leí, sea porque no destacan por sí mismos. En una antología de nueve relatos me parecen buenos 7... No tengo que decir, por tanto, que el conjunto es más que satisfactorio, tanto para los que conocemos poco a Silverberg, como para aquellos que no lo conozcan tanto. Para los que han leído mucho a este autor nada tengo que decirles, porque ya saben que este es un buen libro.

jueves, 9 de noviembre de 2017

"Ciclo de Tschai" de Jack Vance


Traz y Anacho salieron fuera para sentarse a la pálida luz del atardecer, y finalmente Reith se reunió con ellos. Con imágenes de la Tierra en su mente, el paisaje se volvió repentinamente extraño, como si estuviera contemplándolo por primera vez. La desmoronante ciudad  gris de Sivishe, las espiras de Hei, la Caja de Cristal reflejando un brillo bronce oscuro a la luz de Carina 4269, los altos acantilados apenas entrevistos en la bruma: aquello era Tschai. 
                                                                                                                             (Jack Vance, Los dirdir, p.134)


    Jack Vance hará sonreír a más de una persona. Alguno le conocerá por El jardín de Suldrun, sus continuaciones y quizá alguna otra saga, como la Tierra moribunda. Y les hará sonreír porque siempre consigue hacer despegar en sus páginas cierto sentido de la aventura, alejado de la narración pesada y bien cercano a lo exótico, lo extravagante y lo desconocido. Leer una novela suya es adentrarse en una red de caminos poco hollados que reciben al aventurero, figura principal de sus novelas, con muchas vicisitudes. Aunque solo he leído la trilogía de Lyonesse, y hace mucho tiempo, he conseguido con mucha facilidad reconocer algo del Vance que había en aquellos tres tomos en esta tetralogía, aunque esta se ambiente en la ciencia ficción y aquella hunda sus raíces en la leyenda fantástica. Ha conseguido ser tan ameno que me he "tragado" de una sentada los cuatro pequeños tomitos que la editorial Ultramar publicó (serie que me encanta por la sencillez y vistosidad de sus edición).

    ¿Qué tiene de especial Jack Vance, se preguntará algún lector? Pues, básicamente, la facilidad con la que desarrolla mundos que no requieren la seguridad de un par de cientos de páginas de preparación. Vance es un hábil constructor de bocetos ambientales. No necesita mucho espacio. Le bastan un par de líneas, un par de páginas para ponernos en escena y, de ahí, hacer empezar a rodar a sus personajes por peripecias, buenas y malas. Sus personajes lo conocen todo: desde el miedo, la inseguridad, la confianza y la alegría repentina por un logro casi imposible, hasta la seguridad y la comodidad de una caldeada habitación en una posada. Todos saborean de cerca el filo de la muerte y todos son siempre lo suficientemente ingeniosos, o lo suficientemente suertudos, para escapar de ella y adentrarse en una nueva aventura. Sus novelas son así un intrincado haz de acciones inesperadas, criaturas indescriptibles y resultado dudosos. 

   El mundo que despliega en esta tetralogía será recorrido casi en toda su extensión por el personaje principal de estas entretenidas novelas: Adam Reith. Al principio se nos hace saber que este formaba parte de una expedición espacial que se lanzó desde la Tierra y tenía como objetivo un distante mundo desde el que se detectó una extraña señal. La expedición, ya cerca de su destino, es atacada y se ve destruida. Tan solo Reith consigue sobrevivir a este suceso. Al aterrizar con una pequeña nave en la superficie del planeta, no tarda en descubrir para su sorpresa que el mundo está repleto de vida. Se encuentra primeramente con humanos que en su fisonomía han cambiado. No mucho, pero sí lo suficiente para ser distintos a él mismo. Poco después, descubre que el género humano vive en este mundo en condiciones de subdesarrollo sirviendo como mano de obra a distintas razas que pueblan Tschai. Horrorizado por esta esclavitud a la que se pliegan los humanos, intenta encontrar una manera de escapar del mundo y, al mismo tiempo, ayudar a los que se encuentra en su camino. Labor esta última que no es muy fácil, pues los hombres de Tschai, sin desarrollar y dispersados sin orden alguno son de la calaña más dudosa. Truhanes, sinvergüenzas, delatores y parias desfilan por las páginas de Vance y en no pocas páginas encontramos a auténticos explotadores.



    Reith, en este plantel que se encuentra, consigue la rara compañías de dos excluídos en sus respectivas sociedades: Traz, antiguo jefe de una banda tribal y Anacho, un exiliado algo refinado y pesimista. Este trío se mantendrá unido la mayor parte del tiempo en las cuatro novelas y, eventualmente, se les sumará alguna mujer. De estas no comentaré  muchos pues les falta enjundia y presencia. Carecen de una personalidad que se haga patente y su papel es el de meras desvalidas que aguardan al hombre fuerte y confiable que las rescate. Traz y Anacho no caen en esta falta de caracterización, pero en su contra hay que decir que no destacan y son fácilmente olvidables. En lo que respecta a nuestro personaje principal, es demasiado bueno como para ser cierto. Siempre es lo suficientemente astuto, fuerte y, en una palabra, capaz, para resolver todos los entuertos. Pese a esto los personajes funcionan y, si bien no destacan, sí que sirven como razón en la que apearse para contar las historias que tienen lugar en el ciclo de Tschai.

    La ciencia  ficción que Vance nos presenta no es compleja en sus personajes, como hemos visto. Acorde con esto, se nos presentan unas novelas que tienen muchos ingredientes pero no se emplean. Se podría haber explorado la condición humana en esta situación en la que se encuentra, se podría haber indagado en la lucha por su emancipación o incluso suscitar inquietudes por los aspectos de las sociedades que hay en Tschai, pero Vance descarta estas posibilidades y agota su narración en la pura aventura. Quizá esto no motive a muchos lectores porque, encandilados con la necesidad de lo trascendente, solo atienden a la ciencia ficción que explora la antropología, la sociología o aun cuestiones filosóficas. Vance no toma esos caminos ya hollados por un Silverberg, un Brian Aldiss, un Bob Shaw o esa larga lista de autores cuya escritura se condensa en la búsqueda de suscitar futuros inquietantes a través de los cuales reflexionar sobre nuestro presente o sobre nosotros mismos. Su apuesta y trinchera es otra. Descarta aquella para dejar volar su imaginación a un mundo despreocupado, forjado con imaginación exótica. Su escritura es un crear de sociedades y mundos que se deleita en esas sociedades y mundos. Los construye y los muestra como escenarios del camino errático de sus personajes pero no los instrumentaliza para hablar de otra cosa.

   En esta tetralogía desfilan cuatro razas, a cada cual peor (por sus fines y carácter), cuyas intenciones no van más allá derrotar al resto y hacerse con el control del planeta. Todas tienen su interés aunque yo solo voy a mencionar aquí la raza Pnume, que es la que más curiosa de estas cuatro. A diferencia de las otras, los Pnume se caracterizan por abandonar los conflictos a los que periódicamente se ven abocados el resto de razas. Viven en un mundo subterráneo, poblado de pasadizos caóticos para el desconocido y son meros espectadores de lo que acontece. Son una suerte de enciclopedistas, que reúnen muestras de todas las razas y guardan memoria de todo cuanto ha pasado. Vance les dedica parte del último a explorar esta raza pero no llega a ahondar demasiado en ellos. Quizá esto lo haga precisamente más interesante.

    Sin aportar más datos invito al interesado en pasarlo bien al leer a Jack Vance. Es un escritor con carencias, qué duda cabe, pero tiene aciertos que solventan esos fallos. Si falla su caracterización y profundidad de personajes y aun el modo de resolver algunas situaciones, siempre sabe hacer que pasemos la siguiente página y, después de esta, la siguiente hasta terminar sus libros.



lunes, 21 de agosto de 2017

"Babel 17" de Roger Delany


-Bien, la mayoría de los textos dicen que el lenguaje es un mecanismo para expresar las ideas, Mocky. Pero el lenguaje es idea. La idea es una información a la que se le da forma. La forma es el lenguaje. La forma de este lenguaje es... sorprendente.
 -¿Qué es lo que te sorprende?
-Mocky, cuando aprendes otra lengua aprendes el modo en el que otra gente ve el mundo, el universo. 
          (Babel 17, p. 35)


   En 1966 Roger Zelany consiguió alzarse con un premio Nébula con una de sus obras tempranas y que hoy traemos aquí: Babel 17. Era aquella una novela que causó cierto revuelo porque, en aquella época, era innovadora. Conservaba lo viejo en moldes nuevo y lo nuevo estaba insertado en las formas tradicionales de la ciencia ficción. ¿Cómo consiguió dicho equilibrio? La respuesta es que reorientó la space opera tradicional. En Babel 17 se dan los acostumbrados viajes espaciales, junto a sus batallas y conflictos galácticos pero estos se dan, a su vez, entremezclados con temas que centran la atención del lector en la conciencia individual del sujeto, centro de la preocupación de toda la narrativa new wave que proliferaba por aquel tiempo.

    Equidistante de los más tradicional y de lo más innovador, Delany traza una historia donde la humanidad ha extendido su dominio más allá de los confines terrenales y donde, a su vez, se encuentra con otras razas que también proliferan en múltiples planetas. Comienza así una lid por el poder, de alianzas y alguna que otra traición, por la supremacía. La novela comienza in medias res y, después de unas páginas, ya nos va poniendo mejor en escena. En un principio solo tenemos a un general de las fuerzas humanas que realiza un encuentro con una agente, la más capaz, para descifrar todo tipo de códigos y lenguajes secretos. Esa agente es Rydra Wong, poeta sin par en la galaxia de Delany y que, curiosamente, se dedica a servir en múltiples asuntos a las fuerzas humanas. Su personalidad no está constreñida por estos dos oficios tan dispares (el de poeta y decodificadora). Pronto veremos que tan pronto puede componer un  verso, como lanzarse a la búsqueda de una tripulación por los barrios bajos de la ciudad o, incluso, liderar y planificar un combate. Es un personaje polivalente con pocas dudas y mucha convicción... excesivamente plano, sin chicha... Está claro que Delany no quiere centrarse en sus personajes sino hacer de estos un medio. Rydra wong, como el resto de personajes, son un cosmético necesario para contar la trama, que bascula entre batallas y aventuras, por un lado, y algunas reflexiones de corte lingüistico, por otro.

   En el segundo aspecto, el lingüístico, ahonda planteamientos de teoría del lenguaje antigua, cuando se discutía si el lenguaje era un medio de comunicación simplemente o si era algo más. Algunos, como Shapir y Whorf, sostuvieron que el lenguaje nos hacía ver el mundo de un modo y que, en consecuencia, había tantos modos de ver el mundo como lenguas. Esta tesis tengo entendido que se habían explotado en obras anteriores en el género, como El mundo de los no A (1945), eterno pendiente de este lector. Sin conocer muy bien el recorrido de esta idea en el género de ciencia ficción sí que parece que, todavía, está presente aunque sea de modo marginal. Producciones de la gran pantalla, como La llegada, nos dejaba, hace no mucho, una buena historia de género que coqueteaba con las ideas sobre el lenguaje.

La llegada
    El modo en que plantea esas interesantes ideas no está a la altura, en mi opinión, de lo que podría haber ofrecido Delany. Para mayor frustración, sobre la parte final de la novela comienza a narrar todo con una prisa y con una cantidad de elipsis que a cualquiera no puede sino darle la impresión  de que la historia está acabada con desgana, con poco cuidado y, lo que es peor, con un final abierto que no convence en modo alguno.

   A la superficialidad de los personajes, de los planteamientos y del mundo imaginado hay que añadirle, para finalizar, o un mal estilo literario o una mala traducción. Me inclinaría por esto último ya que en algunos momentos sorprende descubrir frases de alto vuelo poético que son contaminadas con grandes dosis de frases mal construidas, o raramente pergeñadas. Con todo este desaguisado solo me queda encomendarles que la disfruten... si pueden. Yo fracasé en ello a pesar de que he leído algunas otras obras de Delany y siempre me gustaron o, al menos, me entretuvieron. Una obra muy por debajo del potencial de Delany.


martes, 7 de marzo de 2017

"El germen" de Mike Resnick

    Las breves incursiones que hago al género de ciencia ficción me llevan en ocasiones a títulos que tienen relación directa con alguno que ya he leído anteriormente. En esta ocasión ha sido un libro que indaga asuntos religiosos, justo como la última novela del género que compartí en este blog hace no mucho.

   Con unos cuantos años que median entre ambos (tres décadas), la entrega de Resnick aborda bajo un prisma distinto las relaciones que median entre lo divino y lo humano, la historia y la creación, la voluntad divina y la voluntad de los hombres... Y lo hace de un modo nuevo y gracioso haciendo que el mesías sea un juerguista, un golfo, un fullero que se pone en medio del camino de uno de los mayores señores del crimen: Salomon Moody Moore.
 
   Todo tiene como inicio un encuentro casual en el que Solomon, como buen matón adinerado, le da un paliza al mesías, cuyo nombre es Jeremías el G. El paso que esté seguirá a continuación será tramar un intento pretendidamente fallido de asesinato contra Salomon Moody Moore. El plan trazado no es excesivamente complicado: tras el intento fallido de asesinato intentará escapar de la organización criminal de Salomon el tiempo suficiente para que este se confiese incapaz, con todo su poder, de prender a su objetivo. Con ello pretende sorprender a Salomon y que le de un puesto en la organización con el cual llevar una vida disipada. Lo se, no suena muy prometedor o muy atractivo el argumento, pero Mike Resnik sabe hacerlo bien y engancha rápido, con hábiles diálogos y comentarios graciosos.

   Pronto, la primera parte de la novela, más jocosa, va cediendo lugar a una mayor seriedad cuando se va descubriendo que, efectivamente, Jeremías el G. tiene peculiaridades que le hacen distinto a cualquier humano o mutante. Son varias las veces que Salomon Moody Moore (me gusta cómo suena este nombre) lo apresa y le intenta dar muerte... Todas ellas son fracasos absolutos. Transcurrido el tiempo, el propio Salomon, Jeremías y otros personajes, al observar la biografía del fugitivo inmortal van sospechando la real naturaleza de este. Parece encajar con todos los rasgos del mesías, pero no el cristiano, sino el del antiguo testamento. En torno a él se va conformando una organización cada más sólida que hace que al rey del crimen le sea imposible capturar o, simplemente, seguir los movimientos de Jeremías. La justicia humana, asegurada con el poder de las armas y su voluntad, se topa de bruces con la divina, que impide que el mesías sea dañado de cualquier forma. Esta tensión se desarrolla durante toda la novela hasta que Jeremías cumple el cometido al que supuestamente está atado. Moore, sin embargo, no ceja en su empeño y conforme crece la fuerza de su rival va buscando aliados cada vez más fuertes: primero, socios de los negocios sucios; finalmente, llega a hablar hasta con dirigentes de alto nivel preocupados por el cariz que está tomando la nueva situación. Esta situación anormal es la que hace que pese a ser un personaje de moral más que cuestionable, las simpatías del lector se sitúen por completo del lado del mafioso asesino. Sobre todo porque su conflicto personal le lleva a tener un conflicto con el mismo Dios... Al fin y al cabo su obsesión de acabar con el mesías es su manera no de cuestionar la existencia de Dios -que le importa muy poco-, sino la forma en que este muestra su "benignidad". Tal cosa la manifiesta en una breve conversación con el Creador que tiene lugar casi al final de la novela:
"-ESTOY AQUÍ, DONDE SIEMPRE HE ESTADO, PORQUE ESTE LUGAR FUE EL MONTE HOREB ANTES DE SER EL MONTE SINAÍ, Y AQUÍ FUE DONDE HABLÉ CON MOISÉS.
 -¿Por qué no enviaste alguien como Moisés? -dijo amargamente Moore- ¿Por qué un loco sanguinario como Jeremías? (...) ¿Dónde estabas cuando te necesitábamos? ¿Por qué no enviaste ayuda durante la inquisición, por qué no salvaste al pueblo elegido del yugo de los nazis? ¿Qué te lo impidió?       
 - (...)!ANULO MI PACTO CON EL HOMBRE! ¡NUNCA MÁS PREOCUPARÉ POR VUESTROS ASUNTOS!
 -¡Nos las arreglaremos! -gritó Moore en dirección al cielo- ¡Nos las apañamos cuando tú estuviste demasiado ocupado para preocuparte por nosotros, y nos las apañaremos ahora!" (El germen, p. 188)*
* He tenido que mutilar la cita para no hacer spoiler. De ahí que pueda dejaros algo descolocados y parezca que no tiene sentido del todo.

   Así las cosas, la historia que a un primer vistazo iba a ser solo una graciosa novela de género se convierte en una reflexión sobre el destino y sobre si la voluntad del hombre puede hacer algo teniendo todas las cartas en contra. No está mal para una novela que al principio no me llamaba la atención. Aunque no destaque por un plantel de grandes personalidades, ni tampoco de grandes secundones, se deja leer muy bienel libro de Mike Resnick.


martes, 17 de enero de 2017

"Mesías" de Gore Vidal

 "Muchas actitudes venerables fueron abandonadas y numerosas ¨verdades eternas¨ del siglo anterior, que había arrojado una sombra que parecía venir de un alto peñasco, tan formidable y tan densa era, resultaron, entonces, arena pura, adecuada para construir edificios fantásticos pero perecederos y expuestos al movimiento de las mareas" (Mesías, p. 20-21)
   Siempre he tenido la impresión de que nuestra época en más de algún sentido se puede equiparar a la tardía antigüedad, cuando el imperio romano  todavía era fuerte pero, interiormente, mostraba todo signo de descomposición. Las gentes no tenían ninguna convicción, ni patriotismo, ni confianza. Se dejaban caer, bien crédulas, en cualquier secta oriental que procurara calma de espíritu. Hoy, como en aquel tiempo, vemos proliferar pseudociencias y doctrinas aquí y allá. Todas ellas con unas buenas bolsas llenas y literatura barata que se puede encontrar en cualquier librería. Ya sea psicoanálisis, astrología prostituida (recordemos que la astrología de nuestros días no tiene mucho que ver con la antigua) o autoayuda, mucha gente devora libros, conferencias, va a reuniones y cree firmemente en ideas generales de pseudo saberes.

   Gore Vidal, me temo, pensaba en este paralelo cuando escribió este libro. No en vano el personaje principal, Eugene Luther, escribe una biografía de Juliano el apóstata. El propio Gore Vidal tiene una novela histórica sobre dicho personaje, por cierto. Los dos personajes, Eugene en esta novela y Juliano en la otra, comparten el hecho de partir del mismo punto: un escenario en el que una religión irrumpe y destruye a las religiones y facciones competidoras. Las orientaciones y perspectivas de ambas historias, eso sí, varían de forma considerable. En la novela que nos ocupa nuestro protagonista es un ocioso estudioso, lector de Platón y de los clásicos, que vive retirado del mundo mientras disfruta de la lectura de Dión Casio o algún otro escritor antiguo. La placidez de su retiro se ve estorbada por las reuniones con una tal Clarissa, personaje enigmático del cual poco se nos dice en la novela. Por mediación de ella conocerá a una hermosa joven, de nombre Iris Mortimer. Ambas le harán tomar contacto con una incipiente secta en la que quedará atrapado por las palabras de evidente carisma de su ¨mesías¨, John Cave. 

    Al poco de trabar conocimiento con estos dos personajes, Eugene se descubre a sí mismo seducido por la nueva doctrina, mientras que se da cuenta de que esta también ha conquistado la mente de otras personas. Cuando Cave habla, los demás se sienten arrastrados a su terreno sin poder oponerse. No hay teología, ni doctrinas de comportamiento en esta secta. Cave es un inspirado, no un pensador... Y de ello surge un pensamiento cautivador de masas, pero que no aporta un modo de vida. Quienes le siguen se dan cuenta de ello y deciden extender la palabra de su mentor... mientras añaden alguna otra. Ahí es donde entra en acción nuestro protagonista pues él, hombre culto y de prosapia intelectual, se encargará de dar forma a la doctrina. Escribirá panfletos, diarios, ensayos y hasta diálogos filosóficos. Poco a poco, en torno a la organización surgen personas que son las que verdaderamente sostienen las riendas de la empresa. Se despliega entonces un campo de intereses y relaciones que tienen muy poco que ver con la verdad, con la fe o con cualquier valor y sí, y mucho, con la ambición, el poder y  la inmoralidad. 

    Al leer la novela uno puede caer en el error de pensar que la idea que subyace a toda la narración versa sobre el uso peligroso que se puede hacer de los medios de masas, de la televisión, periódicos y diarios para inculcar una idea, sea esta verdadera o falsa... Y puede que halla algo de eso en la novela, pero no es del todo así. Tampoco tiene que ver con una irreligiosidad, pues en más de algún momento se sugiere la existencia de seres inspirados... pero de cuyas palabras y obras se hace lo que quieren otros. Así, hablando de la doctrina de Cave, en un momento se dice:
"-Sospecho que John es el anticristo -dijo Iris, y vi por su expresión que lo decía absolutamente en serio-. Ha venido a anular todas las iniquidades del cristianismo.
          -Aunque espero que no de Cristo -dije-. Hay cierta virtud en su leyenda, aun corrompida en Nicea tres siglos después." (Mesías, p. 138)

    Despachando esas categorías simplistas no hay duda de que haya que situarla en esa estela de autores de ficción empeñados en indagar la condición humana y sus devenires. Por esto, muchos han situado esta novela bajo la categoría de new wave. Pero esta categoría, atendiendo a la mera cronología, me parece imprecisa. Aquella corriente de novelas de ciencia ficción halla sus orígenes en años posteriores a la publicación de esta novela (1954). Todas estas razones hacen que la novela de Vidal sea rara y de géneros entremezclados, pero con un claro interés de especulación sobre cómo los fenómenos religiosos podrían desarrollarse en nuestras sociedades modernas.

     Sobre la calidad de la obra he de decir que me ha decepcionado. Yo leí con devoción en mi juventud Juliano el apóstata y Creación. Como todo joven que se encuentra con obras notables, me sentí maravillado y tenía un respeto inusual a este autor. Parte de él lo conservo en buena medida, pero Mesías ha cambiado ligeramente eso. El humor cáustico -mi favorito- tiene lugar y no es que el libro carezca de bella narración, pero los personajes son en su mayoría pobres y de algunos acabamos sin saber nada. A eso se suma que a uno le da la impresión de que la novela se alarga demasiado, de que la misma idea se vierte en exceso, que cien páginas menos le hubieran sentado bien a la narración. El final está bien resuelto y causa impresión, pero me he quedado con la sensación de que la novela está coja, de que le faltan elementos para ser una narración sólida. Sin llegar a ser insalvable (ni mucho menos) no la tildaré de gran obra. Como dato curioso diré que Eugene Luther son los dos primeros nombre del escritor, cuyo nombre completo es Eugene Luther Gore Vidal.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Barbagrís

 "Nosotros necesitamos los desastres que nos suceden. Usted y yo hemos pronosticado, de alguna manera, el colapso de la civilización. Somos dos supervivientes de un naufragio. Para nosotros dos, esto significa algo más que la supervivencia... ¡el triunfo! Antes de que llegara el desastre, nosotros lo deseábamo, y por esa razón es un éxito, una victoria para la voluntad. ¡No se asombre tanto! Estoy seguro de que no es usted un hombre que considere los rincones de la mente como un lugar muy saludable. ¿Ha pensado en el mundo don nacimos, en lo que se habría convertido si no hubiera tenido lugar el desastre este desgraciado experimento de la radiación?¿No habría sido un mundo demasiado complejo, demasiado impersonal, para nuestro gusto? (Barbagrís, págs 143-144) 
    J. G. Ballard publicó en 1962 una novela que se ambientaba en la cercanías de Londres que tituló Un mundo sumergido; dos años después aparareció un libro titulado Barbagrís de un Brian Wilson Aldiss. Ambas son novelas de autores de ciencia ficción ingleses. Ambas se ambientaban en un mundo degradado y ominoso, como también ambas discurrían en las zonas aledañas a Londres o el Támesis. Muchos parecidos y una única diferencia: que uno era un mal libro y el otro no.

    Wilson Aldiss se enmarca en la lista de autores que, como Ballard, pretendieron un viraje en el género, una suerte de nueva visión. En sus mundos imaginados, el hombre no iba a ser el hacedor de una raza que formara imperios galácticos, con enormes naves surcando el espacio y rascacielos dorados en mundos prósperos y ricos. La suerte del hombre podía ser muy distinta: podía llegar a caer en desgracia, acosado por algún destino terrible o una propia metedura de pata. Las dos obras señaladas hasta ahora son ejemplos claros. Barbagrís se acerca a una fecha muy cercana a la nuestra pero con un presente más complicado: los juegos torpes de políticos y las tensiones entre las potencias originaron ciertas pruebas de "fuerza". Estas consistieron en el lanzamiento y explosión de diversos misiles que tuvieron el efecto inesperado de alterar la atmósfera. Inundado el ambiente por la radiación, los humanos no tardan mucho en darse cuenta de un efecto secundario: pierden la capacidad de tener hijos. Lo que sucede a esto no es un diluvio de catástrofes que aniquilan cuanto haya en el planeta. La catástrofe no se presenta de modo total, arrasando cuanto haya. Por el contrario, va a apareciendo lenta pero progresivamente. Aunque al principio todo permanezca igual, pasadas unas décadas no queda ninguna de las naciones del presente. Quedan poblados autosuficientes, incomunicados y llenos de ancianos doloridos y supersticioso.

    A tenor de lo dicho arriba comprobamos que los trajes espaciales no tienen lugar en esta novela, como tampoco productos de alta tecnología. La ciencia ficción de este libro es la que muestra el derrumbe, no el avance, del género humano. Desprovistos, poco a poco, de los conocimientos que otrora le otorgaran el dominio natural, los hombres se visten con pieles, cazan animales para comer y recurren a sistemas autárquicos. Nada queda de la moderna economía ni de sus productos, convertidos en el libro en reliquias de un mundo pasado. El comercio da paso al trueque y los hombres, más que sentirse seguros en sus zonas de confort, se sienten amenazados por la presencia cada vez más amenazante, aunque sigilosa, de la naturaleza.

    El modo en que se muestra todo esto no es de manera grandilocuente, sino a través de hechos que llegan a ser cotidianos: tener un reno se considera poseer un tesoro, un sesentón es considerado "joven", ante la carencia de lujos y de acicalamiento la barba es un signo de persona cuidada... Pero la decadencia también tiene lugar en forma de grandes eventos causada por la torpeza del militarismo obtuso o las enfermedades que acompañan siempre los momentos críticos. Ambas cosas las vivirá Algernon Timberlaine, protagonista de la novela, y nos las mostrara a través de viajes introspectivos a su mundo interior.  El viaje por el Támesis junto a su mujer y dos conocidos dará ocasión a las incursiones en su mente. Quiero destacar este último dato como algo relevante porque la estructura de la novela es peculiar. Podemos decir que en la novela tenemos dos líneas de desarrollo, contrapuestas, pero que acaban conciliándose: una nos lleva desde el presente hasta el pasado y la otra desde el presente a lo que va ocurriendo. Ambas confluyen en el punto final, en el último momento de la novela, dando como resultado un personaje bien trazado, que da cuenta de su mundo cercano, de lo que ha pasado, de las aspiraciones que tiene o tuvo... Gracias a esta estructura, felizmente llevada, la novela resulta efectiva haciendo que el lector sienta la melancolía y la nostalgia que inspira un mundo tan poco agradable... Pese a lo esperado, la novela cierra con una nota de esperanza.

  Todavía me hallo cavilando las razones por las que la obra no se ha vuelto a editar, pues ni estamos ante una obra menor, ni ante un relato mal construído. Barbagrís es por derecho propio un libro bueno, una sólida narración que nos brinda un mundo rico en matices y que nos habla de la condición humana en situaciones desafortunadas.



lunes, 10 de octubre de 2016

Gabriel revisitado de Domingo Santos

         Infravalorado como género, la ciencia ficción vive una extraña situación en nuestros días, pues mientras es mirada con recelo por gente supuestamente adulta (y culta), es, al mismo tiempo, la que se hace hueco en las mayores producciones de nuestros días. El género da cabida a los planteamientos más novedosos y singulares, y estos, aprovechados por la industria en forma de films o videojuegos, alcanzan un elevado éxito.

    Contra esta injusta, a la vez que hipócrita, situación luchan algunas voces. De dentro del género, por supuesto, que no cejan en su empeño de dignificar las temáticas que recoge la nueva literatura. Parece que en esa pertinaz lucha ha ocupado un lugar no menor la figura de Domingo Santos, quien ha ejercido las difíciles tareas de la traducción con el mismo empeño que las labores editoriales. Esta faceta me resulta, sin embargo, tan desconocida como la de ser escritor del género. Este es su primer libro que he leído y, aunque en primer momento su título me echó para atrás, las numerosas críticas a su favor me hicieron adentrarme en sus páginas. Estas palabras que escribiré aquí conformarán otra de esas críticas favorable.

    Temáticamente puede que esta no sea una novela que sea revolucionariamente nueva... ¿Pero quién apetece de esto después de un siglo de defensa de lo nuevo en el arte y la literatura? Yo, desde luego, no. De hecho prefiero narraciones contenidas, sin amplias pretensiones estilísticas, temáticas, pero capaces de decirnos algo. En esto último quizá Gabriel revisitado pueda contarnos algo. Su punto de partida no es algo que no hayamos visto ya. Las historias de robots son muchas  sin duda, al igual que los enfoques que se han hecho de ellas. En muchos casos nos encontramos una tendencia a tratar este tema con cierta sospecha o suspicacia: siendo dioses creadores tememos que nuestros adanes tecnificados acaben con nuestro edén cómodo y artificial. Hay muchos ejemplos de esto, tanto en el cine como en la novela, y de esta intuición, afortunada o errada, bebe Domingo Santos para brindarnos una buena historia. Lo hizo en el 62 en una España, sospecho, ajena a las preocupaciones que vinieran de robots y relatos elucubradores. Esa versión, que no tengo y de la que no puedo opinar, fue reescrita hace poco, en 2004. La intención del autor era "ponerla al día". No se si ha triunfado en ese empeño.

     La nueva versión nos pone ante la situación de la creación de un robot de caracteres nuevos. Más allá de incorporar los mejores elementos, los más novedosos y potentes, se intenta que estos no estén encaminados a un fin concreto. En otras palabras: se procura que el nuevo robot sea libre. De esta primera situación se nos irá llevando a través de las experiencias del robot, al principio meditadas con racionalidad fría, pero que finalmente se sopesan por el candor de una conciencia que no obedece solo a la estricta lógica. Este robot será como los seres mitológicos que obedecen a dos realidades. Gabriel es la versión tecnificada de lo que fuera un minotauro o una sirena: dos naturalezas en una. El juego y el desarrollo de esas naturalezas ocupan la novela, quizá no de forma genial, pero sí de forma interesante explorando temas como el libre albedrío de un ser mixto, o la finalidad a la que este deba dedicarse. Por supuesto se hará eco del tradicional miedo que es expresado ante una máquina que no siga necesariamente las órdenes de los hombres. Esta es en buena medida la problemática que vertebra la obra.... pero alejándose de ella. En este caso la humanidad no ha de preocuparse: de hecho están sobradamente protegidos. Las máquinas de Domingo Santos son especialmente generosas con la humanidad. He aquí donde da un vuelco la figura del robot en esta novela, en la que es tratado como un salvador, un arconte de la humanidad que, pese a su función benefactora, no es muy bien recibido. El robot se inviste así con la dignidad de un mártir. Tal tema lo trata deliberadamente el autor:

"Tienes todos los elementos para convertirte en el nuevo mesías de la mecanizada humanidad actual. Tienes todos los condicionantes clásicos para ello. No naciste de hombre y mujer. Moriste a manos de la Robotics pero resucitaste al tercer día. Has venido a la luna a predicar tu apostolado de paz y convivencia. Y los selenes están dispuestos a crucificarte. Cualquier secta, cualquier religión, te convertirá inmediatamente en su dios venido a predicar entre los hombres." (p. 260)

    En efecto, el robot de Domingo Santos es una figura amable que deberá primero huir de sus creadores, para luego buscar fortuna a la hora de calmar las tensiones que crecen entre nuestro planeta y la futura colonia de la luna. De sus desventuras surge este libro, que en buena medida podríamos decir que es un "bildungsroman"  de la ciencia ficción. Quizá este bildungsroman no toque todas las teclas con la precisión excelsa que caracterice a las grandes obras, pero no cabe duda que es un buen libro, aunque algunos de sus planteamientos queden atrás por ingenuos.

domingo, 18 de septiembre de 2016

"Homo plus" de Frederick Pohl


    El personal del proyecto se había aislado del resto del mundo. Si podían evitaban mirar las noticias de la televisión y no leían en los periódicos más que las gacetillas deportivas. Para las altas esferas, la explicación, la explicación era que no tenían tiempo, pero no era esa la razón. La razón era, sencillamente, que no querían enterarse. El mundo se había vuelto loco, y el extraño aislamiento dentro del gran cubo blanco del edifico del proyecto les parecía sano y real, mientras que las revueltas en Nueva York, la encarnizada lucha en torno al golfo arábigo y las masas hambrientas de lo que solían llamarse 'las naciones en desarrollo' les parecían fantasías sin importancia. (p. 103)

     Estas no son las primeras líneas con las que empieza la novela de Frederik, pero sí podrían haber sido aquellas con las que hubiera podido comenzar. Sirven desde luego para ponernos en situación, para saber qué mundo ha creado en sus imaginaciones el escritor de Mercaderes del espacio o Pórtico. El escenario no nos es desconocido: el mundo está al borde del colapso y necesita ser salvado. ¿Su última esperanza? Que el imperio yanqui llegue a Marte. No parece muy prometedor el argumento. De hecho, por obvio, puede echarnos para atrás. Ahora bien, resulta casi un reto hacer que con esas premisas se consiga un libro decente. Frederik consigue eso... aunque no mucho más.

    Los primeros momentos de la novela nos van exponiendo la situación en la que se plantean todos los medios en marcha para poner a punto el proyecto de colonización de Marte. El proyecto pone especial cuidado en la parte más importante y más endeble: la creación de un hombre que pueda vivir sin apenas recursos en el que será su nuevo hábitat. A tal fin se hacen todo intervenciones quirúrgicas y de todo tipo que dan como resultado un monstruo o un nuevo hombre mejorado (a gusto de quien lea la novela). A esta parte se dispone casi todo el libro, donde el protagonista, Roger Torraway, sufre cambios considerables en su cuerpo. Durante el proceso se describen los estados de ánimo del personaje, las pruebas a las que debe hacer frente y su posterior aventura en el planeta rojo.

    Aquella letanía se endulza para el lector con la introducción de una serie de personajes, muy pocos, que dan algo de vida a la novela. Con ellos se acarameliza la lectura. Aun cayendo en ciertos tópicos, consiguen cumplir su papel y salvar de algún modo la novela. Entre los tópicos explotados en el elenco de personajes tenemos el científico taimado, presentado en la figura de Alexander Bradley y Don Kayman, científico y religioso (aunque por el rol que desempeña más bien debería decirse al revés). Entre ellos se pone de manifiesto dos actitudes algo reducidas pero muy comunes: el científico que solo se preocupa por la investigación y aquel que preocupado precisamente por estos indivuduos tiene en consideración las repercusiones y ciertos compromisos. En otras palabras, uno es el contrapeso del otro: mientras uno solo se compromete con conseguir resultados el otro se compromete con que esos resultados no signifiquen la anulación de la libertad moral de Roger Torraway. Exceptuando estos dos personajes, ocuparán algunas páginas otros dos: la mujer del protagonista y una inquietante enfermera, cuyos papeles en la novela ya descubrirá el lector.

    Con aquel reducido elenco Frederik nos lleva desde los laboratorios americanos a Marte, con un estilo bastante pobre hay que decir, que adolece de virtudes literarias. Con todo, no es soez y, mal que bien, se las apaña para entretenernos. Pesa muy desfavorablemente el hecho de que la narración de lo que se hace en los laboratorios ocupe más dos terceras partes de la novela sin que ocurra nada significativo. En un primer momento pareciera que se nos plantea un dilema: lo que las instituciones o los gobiernos pueden llegar a hacer con una persona sin que esta tenga elección, pero este sería un falso dilema. Ello se debe a que todo está justificado tras la misión de "salvar a la humanidad". Lo poco que en este sentido se muestra es para una cuestión práctica, que tiene que ver con el desarrollo del personaje principal. Quizá hubiera ayudado que esta parte se hubiera completado con una profundización en la psicología de los personajes, pero esta no es una novela que se caracterice por personajes sólidos y complejos. No son planos, pero desde luego no son memorables. El resultado es un novela entretenida, pero nada más. Los premios que tuvo esta novela sirven a eso que popularmente se dice de "mucho ruído y pocas nueces".






martes, 16 de agosto de 2016

"El señor de la luz" de Roger Zelazny

   
      Decidí que la humanidad podía vivir mejor sin dioses. Si los eliminaba a todos, la gente podía volver a tener abrelatas y latas para abrir, y cosas por el estilo, sin temer la ira del Cielo. Ya hemos pisoteado bastante a esos pobres diablos. Quería darles la oportunidad de ser libres, de construir lo que quisieran (p.243)

     Roger Zelazny, nombre preeminente  dentro del género de ciencia ficción, tiene un basta obra, no siempre bien considerada y no siempre bien entendida. A ello no contribuye una mala lectura del lector, sino más bien el propio estilo del autor. La trilogía Dhalgren es un ejemplo de ello, aunque ejemplo de lo contrario tenemos también en El señor de la luz, de claro estilo sencillo. Escrito en 1967 y traído a España por la editorial Minotauro en 1979, la novela nos presenta un mundo imaginativo peculiar. En él, parecemos situados en un mundo que entremezcla fantasía, ciencia ficción y mitología. Combinación peculiar sin duda. Dicen algunos que dicha mezcla es atendida con la intención de poner a prueba aquello que dijera Arthur C. Clarke: Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistingible de la magia.

    Fuera aquella la intención de Zelazny o no -yo sospecho que no- nos presenta una historia que a algunos no nos pillará sin aviso: un mundo de dioses humanizados, con pasiones y luchas de poder que se manejan entre los hombres, para bien o para mal de estos. Con cambios en más de algún sentido, esto ya lo encontramos en otra saga del autor: Los nueve príncipes de Ámbar. La trama de poder que allí se desarrollara tiene su equivalente en este libro, donde el personaje principal, El señor de la luz - señor de otros muchos nombres por lo que vemos en la novela- es un dios derrotado en sus luchas de poder contra el panteón indio. Del mismo modo, en la serie de Ámbar asistíamos al intento de retomar el poder entre los dioses del personaje, en El señor de la luz, Siddharta -otro de los nombres que tiene el protagonista- se habrá de enfrentar a una especie de superhombres que se han dotado de una tecnología tal que no son distinguibles de los dioses. Al menos los hombres no los distinguen, pues los temen por el poder de sus dones, capaces de arrasar sus ciudades fácilmente. Bajo este temor, los humanos erigen templos y adoran a estos dioses, que vigilan atentamente cualquier avance tecnológico que hagan, procurando que la ciencia y el saber de aquellos no avance con el fin claro de que jamás puedan combatirlos. Nos hallamos pues en un mundo primitivo, deliberadamente mantenido así, por un panteón de figuras poderosas que planean mantener una rígida escala del ser, en la que ellos gozan en la cúspide de su edén artificial y tecnológico.



   Por la razón que comentamos arriba, muchos creerán hallar una crítica implícita hacia la religión. Pero esto no es del todo así en mi opinión. Si bien en nombre de la religión y de la labor de "cuidar a los humanos" estos seres mantienen estancada la civilización, impidiéndole desarrollar sus naturales inercias creativas, no es menos cierto que Siddharta, en nombre también de la religión (que él mismo emplea como excusa), agrupa a cuantos hombres puede para combatir el edén tecnológico que sus congéneres han creado y de ese modo permitir que la civilización se desarrolle. En esa noble aventura buscará la ayuda de los demonios y se internará en las grutas más profundas de la tierra para liberarlos y unirlos a sus fuerzas.

    Lo dicho hasta aquí nos deja entrever que, a través de una teogonía, nos es presentado un mundo de figuras fantásticas, que dan contornos precisos a un mundo imaginativo propio. La trascendencia de lo divino -idea tan cara a nuestra civilización- es anulada por la persistente presencia de los dioses entre los hombres. A los pies de la muralla de Keenset -una de las últimas batallas de la novela- no vemos algo muy distinto de lo que veríamos en la Ilíada: el conflicto de fuerzas humanas y divinas que dan lugar a un cierto orden mundano y celeste. Sin insinuar que esta obra esté influenciada por una obra tan antigua, sí que creo que hay que atender a este aspecto de la novela, viendo cómo entremezcla esos temas que encontramos en los grandes poemas antiguos con los más populares de nuestros días: retazos de ciencia ficción y fantasía. 

    No hay que pensar que esto se hace sin fallas. Tenemos, por un lado, una psicología de los personajes algo simple, aunque no incongruente. El sinnúmero de vidas que han tenido los dioses daría mucho más juego. En el conjunto de vidas que han tenido, en cada una de sus encarnaciones, no hay dios que haya conocido el amor de otro... Aunque también el odio, la traición, la reconciliación, la paz y la guerra. Atendiendo a esto se podría exprimir el jugoso tema de cómo sus caracteres se han modificado a lo largo de sus biografías. La novela, se desliza, sin embargo, por una vertiente más "heroica", que atiende a las gestas más que a la creación de personajes  psicológicamente profundos. Aquello puede no ser un fallo, sino una preferencia mía, pero este sí lo es: el modo en que se desatienden los conflictos. A la hora de narrar las batallas entre dioses y hombres, Zelazny adolece de cierta simplicidad. A pesar de estos apuntes la obra es sin duda entretenida y servirá para desconectar un par de horas de la rutina. Novela sencilla pero que cumple perfectamente con aquello que muchos pedirán: entretenimiento, buen y puro entretenimiento.



jueves, 4 de agosto de 2016

"El mar de madera" de Jonathan Carroll



   Jonathan Carroll es un nombre que en más de una ocasión había escuchado. Por foros de aficionados al género fantástico se le suele mencionar alguna que otra vez, si no con esta con otras obras. Cuando me crucé el libro por casualidad en una librería de viejo me resultó curiosa la portada por lo que de extraño tenía: un bosque sobre el que hay un mar. Arrojado en esa vastedad onírica que es un mar sostenido sobre árboles hay una figura, en una barca, remando, no se sabe muy bien hacia dónde. Frotándome las manos, y tras haber leído alguna que otra reseña considerablemente favorable me dispuse a comenzar el festín literario. Tras leer las primeras páginas no veía nada de peculiar. Tan solo la anodina existencia de un agente de policía que desde el principio se nos ofrece como un personaje "molón". Habría de esperar unas cuantas páginas hasta que comenzaran a darse una serie de acontecimientos de difícil explicación: un perro que es enterrado y que siempre acaba resucitando  cerca del protagonista, una pluma multicolor que aparece por todas partes, una joven que se ha suicidado... El policía, Frannie McCabe, intenta hallar una explicación de los sucesos que van ocurriendo, busca darles darles explicación y sentido. Pero como le dice un personaje: 

(...) la maravilla te tiene trincado del brazo, Frannie. Porque esto escapa a tu control. Ahora las reglas serán otras. (p.45)
    El policía, acostumbrado a que todo incidente, todo crimen, todo hecho atienda a una intención o razón la busca; pero como le dicen en ese fragmento aquí no procede la fría lógica a la hora de desentrañar lo que ocurre. En las próximas 200 páginas esperan al lector viajes en el tiempo, hechos incoherentes con lógica habitual y escenarios y situaciones rocambolescas. Todo ello en una apuesta por parte del autor de hacer de este libro una obra con toques de surrealismo... Empeño que en mi opinión fracasa estrepitosamente. La razón de ello es que es cierto que hay cosas sorprendentes y que no son normales. Se emplea lo asombroso con la idea de hacer de "El mar de madera" una obra surrealista. Ahora bien, si el lector se fija bien, hay cierta "lógica" en el aparición de lo sorprendente y lo increíble en la novela (Spoiler: la lógica a la que atiende los hechos sorprendentes es la de la actuación de ciertos seres que provocan todo. Sin su intervención todo seguiría igual. Por lo tanto, se mantiene un esquema causal... cosa que cualquier verdadero surrealismo dinamita) . El verdadero surrealismo, por su parte, destruye toda lógica. Lo sorprendente se da por una ausencia de lógica, no porque ella esté presente.  Esto es lo que hace que, a mi juicio, esta obra que pretende vestirse bajo los ropajes del surrealismo no sea verdaderamente surrealista. Aunque fracase en esto, queda claro que la novela entera se sostiene por el choque entre lo cotidiano y lo asombroso, exprimiéndolo al máximo para sacar de sí un libro de 316 páginas. 

    Aclarado aquello, ¿qué nos queda? Nos queda una novela de ciencia ficción que juega bastante bien con el humor para mostrarnos las peripecias de su protagonista, personaje elaborado claramente con la intención de caer simpático al personal: un tipo fuerte, policía, sarcástico, padre de familia, buen marido... vamos un dechado de virtudes. McCabe, con todas sus cualidades y defectos tendrá como principales compañeros en su travesía a sí mismo, pero en distintas edades: tendrá que compartir aventuras con un McCabe veinteañero, rebelde, claro antagonista a lo que es él con sus cuarenta y ocho años de edad. El libro nos presentará este antagonismo sin dar muchas razones de cómo un rebelde sin sentido acaba siendo un "ciudadano de bien", lo cual nos deja un mensaje del tipo: "con el tiempo sentamos la cabeza". A la oposición de lo cotidiano y lo asombroso se añade otra: la del McCabe que es un hombre de bien frente al cabeza loca que era con treinta años menos. Y del mismo modo fracasa... la ausencia de relato de cómo se produce ese cambio de concepción del mundo hace que sea inexplicable el salto del McCabe joven al McCabe maduro. La antítesis se explota con la intención de formar un dúo gracioso, que seguro que sacará una sonrisa a aquellos que se preciaron de tener juventudes locas y luego se han convertido en ciudadanos conformistas. En ese sentido, el dúo de los McCabe más que un elemento surrealista (que tu "yo" del presente se encuentre con  tu "yo" del pasado no es lo más común) de la trama está empleado para simpatizar con un amplio grupo de lectores. A mi sinceramente me resultaron cansinos los dos integrantes del dúo

Así era en los setenta. Prendíamos chapas en nuestras cazadoras vaqueras que anunciaban (neciamente) que no pensábamos fiarnos de nadie que tuviera más de treinta años. Ni de nadie que tuviera un trabajo fijo, que se vistiera con trajes, que pagara una hipoteca, que creyera en El Sistema... Si no me hice hippie fue porque me solazaba en la violencia, el egoísmo y la intimidación. (p.165)
    El resto de personajes lo acaparan la pizpireta hija del policía, su mujer (de la que solo sabemos que la ama mucho) y un malo que parece que está metido en la historia porque en toda historia debe haber uno. Podemos decir que exceptuando al personaje principal, del resto sabemos muy poco y que no están bien caracterizados ... o por lo menos podrían estar mejor presentados. Todos ellos son las piezas que, junto a McCabe, van apareciendo en la historia de Carroll, una historia con cambios bruscos y que hacen que uno tenga que estar atento.

   Se que hasta ahora no he hablado muy bien del libro, pero es por las razones que ya comenté: si la novela se sostiene sobre dos dualismos y ambos no se relacionan como deben podemos hablar de una novela que desde luego no es el prodigio, al menos en mi opinión, que se ha dicho que es. Es una novela entretenida, soberbiamente graciosa. Yo mismo me he reído muchas veces con las quejas de los McCabe, con sus improperios, con las situaciones que Carroll nos ofrece. Todo eso mezclado con el estilo fresco y desinhibido hacen del "Mar de madera" una buena lectura de entretenimiento, pero en modo alguno es una maravilla.