A tantas lumbres ha sorprendido la caída del imperio romano que muchas de ellas han barruntado, como han podido, las causas de su declive. Gibbon arrojó parte de la culpa al cristianismo, pero las posturas avanzaron a criterios más consistentes después de su siglo. Las explicaciones, ya fueren de índole económica, política, social o militar han examinado el cadáver romano, descubriendo los órganos de su putrefacto cuerpo, aquellos que causaron el paro cardíaco de un corazón que oxigenó, en su momento, tres continentes: Europa, África y Asia . Todavía fresco el cadáver, es visitado con frecuencia por los anatomistas de la historia, por los fisonomistas del tiempo. Peter Brown es uno de esos fisonomistas, pues ha dedicado toda su vida a manosear este exquisito cadáver con sus estudios.
Brown, en El mundo de la antigüedad tardía desgrana en tres grandes bloques su ensayo: 1) el imperio occidental de Roma, 2) el imperio oriental y 3) la aparición del islam. Se nos dice, al principio, que los romanos eran especialistas en la ingeniería, y conectaron todos sus territorios con seguras vías, pero ninguna mantenía más unidas las provincias del imperio que el mar Mediterráneo. En un período de veinte días una nave podía surcar de una punta a otra este mar. Este era la más firme unidad del imperio, el que garantizaba tener un circuito de grandes urbes bien conectadas. Pronto nos dice Brown, con sagacidad, que el enemigo de los imperios -en realidad para cualquier cosa- no son sus enemigos más obvios, sino aquellos que uno no percibe como tales: el espacio y el tiempo. El espacio es letal. Para Roma ese espacio estaba más allá del mar, bien entrados en tierra. Alejados de las urbes con puerto (Alejandría, Roma, Antioquía, Marsella, Cartago, et alia) el mundo romano se desvanece a cada paso que se avanza:
"En las Galias los campesinos hablaban aun celta; en el norte de áfrica, púnico y libio; en Asia menor, antiguos dialectos como liconio, el frigio y el capadocio; y en Siria, el arameo y el siríaco." (p. 29)
La unidad lingüística, social, religiosa y aun filosófica que Roma pudo desparramar por todas las orillas del Mediterráneo era contrapunto de los territorios que se adentraban en tierra, con otras lenguas, con otras costumbres, diversas en deidades y con otras formas de contemplar la vida. Dadas esas circunstancias el desencuentro, con el tiempo, es inevitable, porque sólo quienes viven y piensan de modo parecido se sienten unidos. La uniformidad es el pilar no de Roma, sino de cualquier imperio o territorio. Allá donde los ciudadanos no se sientan envueltos por el mismo tejido institucional, por los mismos intereses y convicciones, se da, indefectiblemente, la disolución del Estado, ya fuere la Roma antigua o la España del siglo XXI. Este sutil enemigo que no se presta a combate con el hierro fue carcomiendo a los romanos, que no tuvieron problemas en frenar a germanos, sasánidas o tribus africanas.
En el siglo III se produjo una revolución interna que favorece el ascenso de militares a todas las áreas administrativas del Estado, que talan con cuidado y esmero la administración senatorial, y que refuerzan el ejército hasta convertirlo en un sofisticado aparato de 600.000 efectivos, bien pertrechados, bien administrados, bien conducidos. Sin embargo, la distancia daba dentelladas al mundo grecolatino: la mayoría de dignanatarios surgidos en los siglos III-IV no pisaron Roma, y los ciudadanos antes de sentirse cercanas a las instituciones romanas se apegaron a grandes señores de provincias, a los que se denominaría patronus. La preocupación de los emperadores por la presión en las fronteras ocasionó que no pudieran fijar su mirada en lo que ocurría dentro del imperio: los ciudadanos, inseguros ante el deambular de la vida, se sentían indefensos por las guerras, el empobrecimiento y la distancia de los grandes centros de poder. La Iglesia palió, del alguna manera, esas carencias, y de ahí obtuvo una enorme fuerza:
En el siglo III se produjo una revolución interna que favorece el ascenso de militares a todas las áreas administrativas del Estado, que talan con cuidado y esmero la administración senatorial, y que refuerzan el ejército hasta convertirlo en un sofisticado aparato de 600.000 efectivos, bien pertrechados, bien administrados, bien conducidos. Sin embargo, la distancia daba dentelladas al mundo grecolatino: la mayoría de dignanatarios surgidos en los siglos III-IV no pisaron Roma, y los ciudadanos antes de sentirse cercanas a las instituciones romanas se apegaron a grandes señores de provincias, a los que se denominaría patronus. La preocupación de los emperadores por la presión en las fronteras ocasionó que no pudieran fijar su mirada en lo que ocurría dentro del imperio: los ciudadanos, inseguros ante el deambular de la vida, se sentían indefensos por las guerras, el empobrecimiento y la distancia de los grandes centros de poder. La Iglesia palió, del alguna manera, esas carencias, y de ahí obtuvo una enorme fuerza:
"(...) durante las emergencias públicas, tales como las revoluciones y epidemias, la clerecía cristiana se mostraba como el único grupo unido en la ciudad capaz de preocuparse del sepelio de los muertos y organizar distribuciones de alimentos. En Roma, hacia el 250, la Iglesia sustentaba a mil quinientos pobres y viudas. Las comunidades de Roma y Cartago pudieron enviar gran cantidad de dinero a África y Capadocia para rescatar a los cautivos cristianos después de las incursiones bárbaras del 254-256. Dos generaciones antes, y enfrentando a problemas similares después de una invasión, el Estado romano se había lavado las manos respecto a los provinciales más pobres: los juristas declararon que incluso los ciudadanos romanos debían permanecer como esclavos de los individuos que los rescataron de los bárbaros. Formulado sencillamente: hacia el 250, hacerse cristiano garantizaba una protección mayor de los correligionarios que el ser civis romanus." (p. 74)
Esta política de protección interna de los ciudadanos llevada a cabo por la Iglesia -tras la iniciales olas de violencia contra el paganismo en el oriente- continuó hasta la entrada en escena de los árabes, momento en que verdaderamente se rompe la uniformidad cultural que, mal que bien, había sobrevivido:
"La llegada de los árabes cortó simplemente los últimos hilos que habían ligado a los provinciales del próximo oriente con el imperio romano. En el imperio árabe nadie era 'ciudadano' en el sentido clásico. Ello significaba la victoria final de la idea de comunidad religiosa sobre la concepción clásica del Estado. Los musulmanes eran esclavos de Alá, y los demás dhimmis, es decir, grupos protegidos definidos cabalmente en términos de sus fidelidades religiosas. (...) El mundo antiguo había muerto en la imaginación de los habitantes del Mediterráneo oriental." (pp. 177-178)

Es imposible reconstruir aquí no todas, sino alguna de las fructíferas líneas históricas que hila Brown. Pese a sus poco más de 200 páginas, es un libro extraordinariamente denso. Hay mucho en muy poco. La información se nos presenta como un fogonazo cegador, que nos hace difícil el acopio de datos. Esto es tanto una virtud como un defecto. Hace difícil la claridad del ensayo y uno tiene la sensación de cierto desorden, así como de cierta falta de armonía: la parte dedicada a los árabes es, con mucho, muy inferior a la dedicada a los bizantinos. Y la de estos, a la de los romanos de occidente. Pero la suya es una deleitosa falta de armonía, un confortable desorden y una clarividente densidad que auguran que el lector pueda volver a recorrer sus líneas con la seguridad de que descubrirá cosas nuevas, de que ordenará mejor los datos y de que recordará otros que, entre la madeja de observaciones, ha perdido de vista. Es un libro completamente recomendable.