lunes, 4 de julio de 2016

Fragmento de "Imagenes en fuga de esplendor y tristeza" de Luis Antonio de Villena

Áureo joven incógnito

Sólo la tosca moneda de oro da fe de él y de su imagen. Rasgos jóvenes en un estilo de ángulos y ojos grandes, bizantinos. Sabemos poco, casi
nada,
de quien fue, nominalmente, el último emperador de Roma, con más
exactitud
del Imperio Romano de Occidente, reducido ya (por aquellas fechas) a
poco
más que el territorio de la actual Italia. Por todo lo demás antiguas
provincias
-rota ya la comunicación entre ellas- campeaban, mandaban y
destruían, ramas
diversas de la gente germánica, godos especialmente. El paisaje abundaría
en estatuas rotas o caídas, acueductos deteriorados, y carcomidas murallas,
herrumbre en palacios y mosaicos, a menudo, descascarrillados... El general
Orestes -que conoció a los hunos- decidió hacer de su joven hijo el
césar:
Flavio Rómulo Augústulo -extraña coincidencia-a quien llamarían
"Augustulus",
Augustito, no sabemos si por ternura o por desprecio. No se excluyen.
El chico había nacido en Rávena y su padre lo llevó a la deteriorada pero
aún imponente Roma en su derribo. Allí, con lo que quedaba del Senado,
lo nombró emperador el 31 de octubre del año 475 de la era de Cristo.
Suponemos (por conjeturas de unos y otros) que el muchacho tendría
en tal momento unos diecisiete años. Odoacro, rey de los hérulos, otra
estirpe
goda, tras matar a Orestes, depuso a Rómulo el 4 de septiembre de 476,
fecha solemne del irremediable final del Imperio Romano de Occidente.
Quizá
para que nadie tornase a tener vanas ensoñaciones de Imperio (a él le
bastaba ser
rey) hizo enviar a Zenón, emperador de oriente, todas las insignias y
trastos
imperiales. ¿Y qué hizo con Augústulo? Debió haberlo matado también,
pero por algún motivo -rico a las conjeturas- bien que el chico nunca hubiera
pisado la política ni la batalla, bien que fuese un adolescente hermoso,
dieciocho,
como mucho diecinueve años, lo perdonó y lo mandó al sur, a una
propiedad
en Nápoles, que en tiempos mejores, había pertenecido al célebre,
opíparo Lúculo.
En el "Castellum lucullianum" -hoy del ovo- quedó en vigilada
libertad el chico.
Sabía leer a Virgilio y Homero, pero también sabía que eso ya no valía
nada...
Unos dicen que huyó y hasta que murió viejo, entre tantas revueltas,
felizmente
olvidado de sí mismo. Otros aseguran que lo más tarde hacia el 480 fue
muerto
por orden de Zenón, su igual, que no quería ni siquiera competencias
teóricas.
Es claro que el bárbaro Odoacro lo respetó porque lo simpatizaba, le
quería.
Un moralista severo diría: Nada quedó de nada. Pero nosotros (con la aurea
moneda en la mano, el brusco perfil joven) no somos ese agrío moralista
ni nos tienta -por obvio- el "memento mori". Pensamos que quizá
Augústulo,
junto al mar soleado de Parténope, soño en el viejo mundo de Pan y la
Sibila
y deseó morir antes (antes del cuchillo final) porque ya estaba muerto y perdido.
Fuera de su mundo, de sus libros, de su razón, de su dios y dioses,
entre gente áspera que le hacía burla cuando leía a Tácito o a Plutarco,
decidió que morir era mejor que vivir y dispuso el tósigo apropiado.
Una casualidad (que no se si llamar feliz) hizo que el puñal de Oriente y
el veneno del médico coincidieran en su lecho el mismo día y a la misma
hora.
Había dicho al viejo: sobrevaloráis la vida. Vale cuando brilla y deja de
valer
cuando es tan sólo el roto capuz de un fantasma. Ave atque vale. No fue su tiempo.

viernes, 24 de junio de 2016

La caída de Albión (o eso que algunos llaman Brexit)

La tendencia a la mitología es universal en la mente humana. Nuestra imaginativa mente teje como las famosas hilanderas, mas no vidas, sino orígenes de mundos y ciudades. Así Rómulo y Remo fundaron la ciudad  que sería un imperio de imperios. Pero sin las faldas levantadas de cierta sacerdotisa y sus escarceos con el dios guerrero, nada hubiera pasado. Gran Bretaña encontró su expresión mitológica en Albión. William Blake, poeta y pintor, lo emplearía para hablar de los males que afectaban al pobre héroe, que era reflejo de su nación. El materialismo y el racionalismo ciego carcomían a Albión. Hoy Albión es un cadáver: sombra de un imperio que ha moldeado el mundo con su lengua y filosofía, no acierta a ver dónde se dirigen sus pasos. Albión deja Europa sin saber muy bien hacia dónde se encamina. Será un anciano, con bastón, todavía poderoso y temible, que se apoyará en el hombro de su principal hijo: Estados Unidos. De tal palo tal astilla. Hoy el palo es astilla y la astilla palo. Juntos seguirán durante un tiempo contaminando el mundo con los males que Blake viera en su tiempo y que hoy son más fuertes y virulentos.




jueves, 23 de junio de 2016

¡Qué frágil es el lenguaje! Una frase mal entendida o mal expresada puede ser el inicio de caóticas discusiones o enfrentamientos. ¿Cuántas veces lo que uno intenta decir acaba completamente cambiado, por torpeza propia o ajena? Los escritores y poetas son los únicos que huyen de las trampas del lenguaje dando armonía a lo dicho y a la intención de lo dicho. Desde la caída de Babel ellos son los más aventajados para hacerse entender de modo veraz. Ellos tenían que ser, sin duda, los primeros maestros de los grandes pueblos de la historia, cuando la ruda ciencia todavía no acertaba a decir nada del mundo.

jueves, 9 de junio de 2016

Fragmento de Rubaiyat, de Fernando Pessoa



Las victorias externas del que manda,
todo en la misma rueda incierta anda.
Piensa, bebe vino, no seas. Todo pasa
y el alma misma no gobierna nada. (pág. 97)


Mi corazón, plomo que el alma siente,
pesa al sentirse. Nada nos consiente
claramente confianza o esperanza.
Bebe, que Dios es todo y todo miente. (pág. 103)


No te preocupes de la ciencia, ni de usarla
¿De qué sirve, en esta oscura sala
que es la vida, medir mesas y sillas?
Úsala, no midas; tendrás que abandonarla. (pág. 69)

jueves, 12 de mayo de 2016

"Y eso fue lo que pasó" de Natalia Ginzburg


    "Y eso fue lo que pasó"... Colofón habitual de muchos relatos que nos cuentan y que contamos no es, en este caso, tal colofón. En esta ocasión es el título de una de las novedades de la editorial Acantilado que nos lleva inmediatamente a pedir respuesta por parte de nuestra cotilla inquietud, ese patrimonio indiscutible de todos los castellanos. En este sentido el título es una invitación y una incitación: nos vaticina con antelación una confesión. Una confesión que, a las pocas líneas, nos sorprende con un "Le pegué un tiro entre los ojos". Ese tiro mencionado en la primera página del relato no deja concesiones al lector, el cual ya sabe qué pasó. El resto del libro, brevemente, nos reconstruirá los acontecimientos que han llevado a ese disparo que se realiza por las manos de una mujer, apuntando cuidadosamente a su marido y que con mano firme le dispara. 

    "Le había estado esperando durante tanto tiempo que hasta el silencio se había acabando volviendo denso en mi interior. Trataba inútilmente de encontrar algo que contarle para que no se aburriese de mí. Intentaba encontrar cosas graciosas y divertidas. Hacía punto bajo la lámpara y él leía el periódico agarrándose la cabeza con fuerza. De cuando en cuando dibujaba algo en su cuaderno (...)" (p.45)

     Historia de un amor frustrado, Ginzburg nos narra las pequeñeces que tienen lugar en la aburrida vida de una mujer del siglo XX. Como dice en la introducción Calvino, la mujer se definía y se identificaba en la esperanza de encontrar un varón que la amara y sostuviera, dejando de lado cualquier pretensión que fuera más allá de las pulcras estancias que debía mantener en ese hogar que habría de convertirse en su templo. Un templo en el que todo se hallara sacro y límpido, a la espera de que su divinidad tomara forma y figura en su marido, al cual debía cuidar y proporcionar hijos. Tomando esto como piedra angular, Ginzburg esboza una historia que va desde las cándidas esperanzas de una chica por un hombre, al hastío de la misma por él: las primeras citas, el afianzamiento de los efímeros encuentros que se van transformando en una relación seria y en el consecuente matrimonio. Mas esa relación en la que la protagonista cree hallar el fin de sus objetivos, no es sino una caja de Pándora que encierra no todos los males, pero sí más de uno: odio, celos, desprecio... Su marido, infiel, descuida aquello que se le ofrece generosamente para abrazar una relación frustrada desde hace muchos años. Así, las tortuosas relaciones van tejiendo el hilo argumental de la novela, una novela que se articula sobre ejes mínimos, con muy pocos elementos. Ciertamente no hallamos un gran mural humano en el que se nos muestre un tratado sobre las pasiones y sentimientos humanos. Más bien no. Ginzburg hace gala de austeridad, tanto en personajes, como en lugares. Le bastan cuatro o cinco personajes para contarnos la experiencia interna de esa mujer que pacientemente aguanta ser relegada a segundo plano y a la que le es negada hacer algo, tanto en el mundo como en su propia casa. Sin dominio en el mundo ni en el hogar, la protagonista se refugia en la interna actividad de la escritura y la confesión. Vedado el mundo externo todavía le queda desahogo en la introspección y la subjetividad, lugar silencioso y sin contornos, en el que la mirada autoritaria del varón no puede legislar.

   Tenemos entre manos entonces un libro que más que una gran novela con intenciones puramente estilísticas es una gran apuesta que tiene como fin la denuncia de la situación de la mujer. En ese sentido podemos recordar aquello que dijera Brecht: "El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma". Ciertamente, el libro de Ginzburg, aunque breve, deja huella en la conciencia de los varones, pasados y presentes, recordando que el mundo todavía es más de ellos que de ellas. Y esto lo hace desde una voz femenina: la mujer ya no se reivindica a través de un hombre, ya sea por la mano de algún escritor como Tolstói o del travestido Flaubert, ese que dijera "yo soy Madame Bovary". Pocas molestias hallará cualquier lector en el encuentro con esta femenina voz -a parte del precio desproporcionado- que con estilo austero nos entretiene a lo largo de sus breves cien páginas.



martes, 12 de abril de 2016

"Si hubiéramos sabido que el amor era eso" de Francisco Umbral

    "¿Vas a tomar cerveza?" "Sí, claro, cerveza"

    Vivían de dulces convencionalismos aquella primera tarde, sabiendo ambos que ninguno de los dos era realmente así, pero incapaces de ser de otro modo, cogiéndose las manos brevemente al roce, en torno de las botellas, de los vasos, con miedo de mirarse de pronto, entregadamente. Y repentinamente asustados de su naturalidad, de su sinceridad, volvían a las miradas perdidas, a los ademanes vagos, a la farsa de una amistad que, efectivamente, alguna vez había sido amistad, pero ya no lo era, sino otra cosa. Y en esta vuelta atrás, en este inútil retroceso de las conversaciones, de los gestos, hacia la tierra de nadie de la amistad, encontraban cerradas las puertas del paraíso de la inocencia, pero quizá sentían como miedo de alejarse definitivamente de ellas, y entonces se movían fantasmalmente en otra tierra de nadie, perdida la camadería, aún no ganado el amor, diciendo que hay que cambiar el plan de estudios y que, en realidad, lo bueno es pasar el verano en Madrid "porque en la sierra te aburres como una bestia"; y las palabras no tenían que ver con la música de la voz, ni las opiniones con la actitud del rostro. Qué angustioso temor cuando él o ella llevaban la farsa demasiado lejos y parecían verdaderamente interesados en subrayar la injusticia de aquel catedrático voluble. "No hay derecho, es que no hay derecho" ¿Habría sido todo una ilusión, un defecto óptico? Un estudiante y una estudiante, como antes han tomado café en un café y se están diciendo cosas que les importan a los dos por separado, y han dejado de importarles desde el momento en que están juntos, aun siendo casi las mismas cosas; pero es ese maravilloso no importar del amor lo que tratan de ocultarse, lo que tratan de retardar en su revelación inevitable, y lo hacen para evitar el vértigo del yo asomado a otro yo, que siempre es mareante, casi pornográfico en su desnudez, pues puede ser que el amor no sea sino la pornografía de los espíritus sensibles"

lunes, 4 de abril de 2016

"Amado siglo XX" de Francisco Umbral


     "El siglo XX, en su mitad variable, que hemos repasado voluntariosamente aquí, es un siglo fecundo y fracasado, generoso y tardío. Arrastra la herencia revolucionaria de Francia, de Rusia, de España, etc. En una palabra, mantiene pendiente la revolución absoluta que nos prometía el XIX, sin llegar nunca a consumarla." (Amado siglo XX)

   Umbral es una de esas figuras que hacen su presencia patente, en un sentido u otro. Ante tales casos uno no puede uno sino pronunciarse a favor o en contra. Mayormente conocido por su "Yo he venido aquí a hablar de mi libro" y otras subidas de tono, Umbral se gana un lugar propio en ese abigarrado plantel de escritores españoles del último siglo. Con voz propia y resonante (figurada y literalmente) consiguió fama y renombre a edad temprana consagrándose con su libro "Ninfas". Otros también mencionan "Mortal y Rosa". Ambos libros me observan con mirada cómplice, torturándome por haberlos despreciado y haberlos dejado al cuidado del tiempo y el polvo más que al de mi descuidada mirada. "Amado siglo XX" es el último libro de este escritor, adquirído recientemente para mi biblioteca y al que me condujo mi también reciente lectura de Retrato de un joven malvado.

    Junto a los libros que venía publicando en sus últimos años, "Amado siglo XX" marca un giro. Si bien se habla sobre la vivencia del autor, una constante (parece) en su obra, esta vez cambia el foco. Se escribe sobre lo cotidiano e íntimo más que de la acalorada y bulliciosa Madrid, a las que tantas páginas le dedicara el genio de la bufanda blanca al cuello. Las pensiones que ocupara a su llegada en Madrid, sus primeros premios literarios y sus escarceos habituales tienen presencia en una obra en la que su conciencia rememora a placer, eligiendo aquello que más gusta. No es esta, sin embargo, una obra de memorias. El título no estaría justificado en tal caso. Si bien el autor está presente, lo está más todavía el pasado reciente que muchos solo conocemos por los libros que nos dieran en escuelas públicas. Abundan las referencias a nuestra historia y personajes más relevante. En este sentido se puede decir que la conciencia de Umbral, avarienta de actualidad -esa que tanto le sirviera en sus artículos-, se centra más en lo cercano que ha tenido: Madrid, los cafés, la literatura y política española... Los grandes sucesos del mundo, aun teniendo presencia, parecen tenerla en un segundo plano. Son el telón sobre el cual van apareciendo las figuras que a Umbral le parecen de interés. Si uno de los libros de Umbral es Un ser de lejanías este del que hablamos podría renombrarse como "Un ser de cercanías" al tratar, de algún modo, todo aquello que más inquieta e interesa al escritor de voz grave y grandes gafas. "Amado siglo XX" es el intento de dejar dicho todo cuanto a uno le interesar dejar dicho antes de desvanecerse. Así, Umbral nos deja sus ácidas críticas a un Ayala, sus juicios sobre Sartre, Gracíán e incluso al ya muerto Ratzinger:

    "Europa, que tan poca suerte está teniendo en su última aventura soberanista, quizá se encuentre ayudada ahora por un sacerdote de carácter dialogante y buenas intenciones. La deconstrucción de Derrida no debe poner su pie en Roma porque la antigüedad nos es necesaria a todos como modelo de modernidad. Esto, si no queremos quedarnos en manos de los grandes supermercados, de las grandes superficies, que solo nos justican por lo que compramos y sólo nos rubrican por lo que comemos." (...) "El Vaticano no era necesario pero lo es ahora, cuando el hombre corriente, vestido de gris, se ata la muerte a la muñeca como antes el reloj de pulsera" (pág. 208 y 211)


    El apartado dedicado a Ratzinger me ha parecido de particular interés. Poco sospechoso es Umbral de formar parte de cristianismo militante, pero eso no es óbice para que vea con su perspicaz mirada la necesidad del cristianismo para combatir el pensamiento fragmentario, escéptico, relativista que nos inunda y que convierten lo existente en un conjunto de contingentes, de cosas que son así pero que podrían haber adoptado otras formas y por ello no son necesarias ni verdaderas. Todo son constructos. A propósito de Sartre ya nos dice Umbral que era "el último pensador metafísico, porque tras él viene una legión de estructuralistas, los deconstructores y los fragmentalistas" (pág 273). De interés son las páginas que dedica a Quevedo, "puticojo más que paticojo" (p. 224). No hay apartado que no me haya acabado interesando. Sí que ha habido algunos que no me atraían, pero esto ya es cuestión de preferencias. Tanto los que eran de mi interés como aquellos que no lo eran tienen la gracia  estilística de Umbral. Con eso su presencia está plenamente justificada.

     Por mencionar la introducción he de decir que Eduardo Martínez Rico ha sido interesante en las páginas que ocupa. No se puede decir lo mismo de todas las introducciones que se pueden leer, que parecen más la antesala del aburrimiento que un pequeño aperitivo que augure el disfrute al lector. En ella, Eduardo nos dice que son dos los generos predilectos de Umbral: las memorias y el artículo. ¿Podrían convenir otros mejor para un ego que necesita volcarse a sí mismo en las páginas que escribe? Parece que la respuesto es un no. La vívida conciencia de Umbral parece querer abarcar todo lo abarcable y hacerlo suyo con este Amado siglo XX. Es un libro con el que me he sorprendido mutilando, en más de una y dos ocasiones, con dobleces en la esquina de la página. Umbral ocupará más lugares en mi biblioteca a partir de ahora.


martes, 29 de marzo de 2016

"Amores" de Ovidio

     "Por una parte el amor y el odio por otra el luchan entre sí y orientan mi débil corazón en direcciones contrarias; pero creo que vence el amor. Si me es posible, odiaré; si no, amaré contra mi voluntad: tampoco el toro gusta del yugo y a pesar de odiarlo, lo lleva. Huyo de tu frivolidad, pero tu hermosura me reclama cuando huyo; recrimino tu falta de moral, pero amo tu cuerpo. De manera que no puedo vivir ni sin ti ni contigo, y me parece no tener claro cuál es mi deseo."

sábado, 26 de marzo de 2016

Death parade



    De las manos de Madhouse nos llegó el pasado año una serie que tuvo cierto eco en el panorama del anime. Death parade. Sin poder contrastar con series de la misma temporada (ya que apenas veo anime en los últimos tiempos), he decidido que es merecedora de dedicarle unas breves líneas. En caliente, apenas pasados unos pocos minutos de haberla terminado. La espontaneidad de las primeras impresiones puede ser más certera que el pensamiento macerado por el tiempo.

     La historia que nos presenta Madhouse gira en torno a una extraña circunstancia. Personas que no recuerdan nada aparecen en una sala donde se encuentran a un señor de aspecto grave que, sin decirles nada, solo insiste en que juequen a un determinado juego. Sin saberlo, los participantes asisten a un juicio en el que se decidirá si sus almas son salvadas o no. El hombre de carácter serio que mencionamos, Decim, hace que durante los juegos vayan rememorando recuerdos de su anterior vida y, durante el juego, juzga si sus vidas merecen ser salvadas o mandadas al limbo. Se establece una unión constante entre el juego y la vida, pues mediante la primera se decide sobre la segunda. Los personajes que van siendo juzgados por Decim muestran todas sus frustraciones, amarguras y sentimientos a lo largo de los capítulos. Pero no todas las historias están encaminadas a ofrecernos retratos descarnados y violentos de la condición humana. También hay historias encantadoras con gente entrañable. La señora que aparecerá en el cap. 10 es un buen ejemplo de ello. 

    Tal y como está planteada la serie resulta difícil establecer un nexo que abarque todos los caps, pues cada uno es diferente del resto. A pesar de ello, los creadores se las apañan para que no sea una amalgama de cosas inconexas, una serie de historias completamente separadas. A ello ayuda sin duda la brevedad de la serie, que no se prolonga más allá de los 12 caps que nos han brindado esta pasada temporada. Desde el primero hasta el último de ellos veremos esta situación repetida una y otra vez, pero siempre cambiada sutilmente (supongo que con el fin de no cansar al espectador). Los escenarios no irán más allá de dos o tres... Y no son solo los escenarios escasos. También pocos pensonajes hay: básicamente podemos enumerar muy pocos y todos ellos apenas esbozados. Supongo que la razón de ello es que se ha querido dar preeminencia a los juicios y las historias separadas que nos presentan. Es por eso que esta no es una serie en la que los personajes se desarrollen demasiado y, cuado esto ocurre, casi queda reducido al último tramo de la serie (que es muy emotivo, dicho sea de paso). Hasta ese momento nos encontraremos a Decim juzgando impasblemente a sus invitados. ¿Será una casualidad que Decim maneje hilos? ¿No eran las parcas quienes también los empleaban para tejer la vida de las personas? Átropos era la encargada de cortar el hilo de la vida de los hombres, de dar el punto y final. De forma similar, Decim resuelve el final de aquellos a los que "juzga", ya sea enviándolos al olvido o decidiendo que se reencarnen. Si bien la vida de los juzgados no es representada mediante un hilo que es tranquilamente cortado, parece que no es casualidad el hecho la elección de que Decim maneje "hilos" con los que apresar a sus enjuiciados si estos deciden no seguir los pasos que él les indica.



    Resulta curioso el contraste entre el opening y el carácter real de los personajes. En otras series se intercalan momentos graciosos a modo de contrapuntos a una historia seria; sin embargo, no ocurre lo mismo con Death parade. Los contrapuntos son tan escasos que quedan reducidos casi en su totalidad a un opening "animado" donde todos ponen cara bobalicona y bailan. Quitando esto lo que tenemos es una serie escatológica y con un tono bastante serio. En los últimos capítulos se intensifica eso con toques algo dramáticos que ya se van intuyendo antes de que se presenten. Ayuda a ello el uso de piezas musicales que dan el toque necesario. En efecto, el apartado musical cumple sobradamente su cometido y acompaña muy efeicazmente el desarrollo de la trama. Me gustaron bastante las piezas de piano.

   En cuanto a los personajes poco hay que decir. Como ya dije más arriba al ser una serie de carácter episódico, de compartimentos con distintas historia sin hilo común que las abarque y desarrolle, los personajes no encuentran lugar para desarrollarse. Es algo que hace que la serie de menos de sí. Hay algunos de los personajes que podemos contar sus apariciones con los dedos de las manos y que quedan apenas caracterizados. A pesar de ello se le toma algo de cariño al personaje principal con su eterna e imperturbable poker face. Sobre todo por el modo en que se va desarrollando, que nos recordará a aquellos ángeles que había en el filme de "El cielo sobre Berlín" (SpoilerComo dice cierto personaje acerca de los jueces: "Somos muñecos. Nunca vivimos... y nunca morimos". Pero en el cap 7 vemos que Decim guarda los maniquíes en los que antes han estado las personas que juzga. El personaje principal se aferra a ellos porque envidia la incompletitud de esas personas que han tenido una vida emocional, mejor o peor, pero que la han tenido).Es una auténtica pena, por otro lado, que algunos aspectos de la serie no lleguen a desenvolverse. El personaje de Nona prometía ser el elemento más intrigante e interesante de la serie, pero finalmente queda en nada, al igual que su hilo argumental (y no diré más para no incluir otro spoiler).



    Para ir concluyendo diré que Death parade ha sido una grata sorpresa. Es un producto lo suficientemente cuidado como para merecer mi aprobación. No creo que roce las cumbres del género (sean cuales sean porque yo tampoco he visto una gran cantidad de anime), pero sin duda es una digna muestra de calidad y no necesita de mi recomendación para verla. Simplemente entren al bar de Decim y juzguen por sí mismos la calidad de sus bebidas y todo lo que les pueda ofrecer.