domingo, 4 de marzo de 2018

"Argonáuticas" de Apolonio de Rodas


   Enfrascado en lecturas de mucho seso, me vi empujado a leer uno de mis pasatiempos, una novela de Roger Zelazny. Se titulaba Tú, el inmortal y, como los caminos de la lectura son misteriosos, unas pocas analogías con los argonautas me dirigieron como una flecha hacia el texto de Apolonio de Rodas. Llevaba ya tiempo olvidado y reclamaba mi atención. Una deuda ha sido saldada.

    En mi recuerdo no perdura con mucha alegría la lectura de la Ilíada. En mejores términos quedamos la Odisea y yo. Pero mi lectura de ellas en mi juventud me hizo temer la poesía épica griega. Nunca quedaron enmarcadas en mi recuerdo como lecturas de descanso. Al contrario: el lenguaje arcaico, los dioses que no conocía y las notas que cortaban constantemente mi lectura, provocaron que las considerase lecturas arduas. Al comenzar a leer este poema, el de Apolonio, me di cuenta de que el tono era distinto. Se notaba un aire diferente en su sooridad. No en vano varios siglos distancian un autor del período helenístico (Apolonio) de otro del que se duda hasta que haya existido (Homero). Un espíritu todavía mítico, de aurora imperecederamente ancestral envuelve todo. Y, sin embargo, se palpa que el mundo inicia su desapego de los olímpicos. Entre hazaña y hazaña se deja caer alguna historia sobre el origen de esta o aquella ciudad, casi siempre fundada por algún héroe o algún dios que reposa de sus devaneos olímpicos. Así, se dispone del capítulo antecedente de Heródoto, del descubrimiento de los pueblos, el auge del comercio, el conocimiento de nuevas y más grandes tierras en las que los Dioses no se encuentran. Los hombres conocen el origen divino de sus tierras, pero en estas ya no habitan los dioses, que ni favorecen a sus favoritos, ni tan siquiera urden planes contra los que los agravian. 

    Pero antes de seguir estos derroteros sería mejor que hablara un poco de qué se trata en el poema. La fama de la mitología griega, alguna que otra adaptación cinematográfica de éxito (Jasón y los argonautas, 1963) e incluso alguna novela de reciente creación (El vellocino de oro de Robert Graves) me han llevado al error de no aludir la preocupación y dedicación de los versos de Apolonio, escritos a lo largo de toda su vida (295 a.C.-215 a.C.).

   El ciclo mítico tiene inicio con el temor del tío de Jasón, Pelias, a ser destronado. La sibila, con sus mensajes cifrados, le advirtió que se guardara de un hombre de porte que se presentara ante él sin sandalia, pues ese hombre sería quien le destronaría. Jasón perdió una sandalia antes de presentarse ante su tío un día y, alarmado aquel por lo que le dijeron los auspicios de Apolo, no dudó en mandar a su sobrino a una misión de la que no pudiera retornar. Pelias le encarga a Jasón que busque el vellocino de oro, allende las tierras conocidas por los griegos. Resignado, Jasón recoge el guante del desafío, y reúne una tropa de poderosos héroes con los que acometer la hazaña. Forman parte de la expedición Heracles y Orfeo, pero también otros personajes de fuerza y prestancia semidivina. En la nave llamada Argo partieron del puerto de Yolco, con los vientos soplando hacia el este. La tropa de héroes sufren varias escalas y encuentros con dioses hasta llegar a la Cólquide, tierra donde impera la ley de Eetes, que tiene en su poder el vellocino.

   A grandes rasgos esta parte es la más conocida del mito, y quizá, lo sea menos la que continúa: el regreso. Conseguido el vellocino, los héroes griegos quieren volver a sus tierras y haciendas. Pero el camino no será fácil. Como descubre el lector interesado, Jasón y sus amigos se ven empujados a la huida de las huestes de Eetes, que teniendo mal perder, dispone de su hijo y tropas para la captura de los argonautas. Lo que les espera es un largo rodeo, en el que pasarán por el Danubio hasta llegar al Adriático, desembarcando en el Po, trabando conocimiento con Ligures y, desde los márgenes del Ródano, embarcar de nuevo para pasar el estrecho entre Italia y Sicilia, sufrir desgracias en Libia y volver a viajar en dirección a Grecia.

   Apolonio divide toda la aventura en cuatro cantos. Los dos primeros los protagoniza la ida desde Yolco a las tierras de Eetes. El III se ocupa del amor entre Jasón y Medea y, el cuarto, es dedicado a todo el viaje de vuelta (más bien de extravíos fantásticos). El inicio es abrupto, qué duda cabe, cuando apenas se nos dice algo de las acciones y motivos precedentes al encargo de Pelias a Jasón. Además, una vez iniciados los preparativos del viaje, nos veremos sometidos a un pesado catálogo de héroes y líneas genealógicas (no tan extensa como el de la Ilíada). Pasada la apertura abrupta y el mencionado catálogo, todo fluye tranquilamente hasta su final, dejando ricas imágenes de magia, dioses y hechos fantásticos. Sentimos el fulgor de la forja de Vulcano en la cima de los montes, atareado con sus metales y fuegos, mientras los argonautas pasan el estrecho entre Italia y Sicilia, empujados por toda suerte de seres marinos que comparten linaje con los dioses. O, también, somos espectadores de cómo Medea hiere al gigante Talos, contra el que el valor y las armas de los argonautas poco pueden. Como dije, el poema está cargado de potentes imágenes que no han perdido ápice de su fulgor pasado.

    Pero, a pesar de esa fuerza mitológica, se notan las inflexiones y cambios con respecto de la épica antigua, de lo que nos pone en aviso el traductor y prologuista Mariano Valverde Sánchez. Mariano Sánchez pone a la vista, en las algo menos de 80 páginas de introducción, las diferencias que se dan entre un momento y otro. Eso sí, mejor es dejarle en paz a él y a su introducción hasta después de haber leído el poema. Si no, el factor de novedad se perderá por completo, pues su análisis es minucioso. Este lector que escribe, avisado de estas cosas, procedió primero con el poema. Su docta introducción nos advierte: Apolonio arrastra el pasado glorioso a la mundana realidad de un griego helenístico; pero nosotros, los lectores no doctos, nos podemos dejar arrastrar, descuidados de precisiones, por las corrientes de la poesía de Apolonio, que nos parece tan mítica como solo las antiguas leyendas podían serlo.

miércoles, 17 de enero de 2018

El compás y el príncipe: ciencia y corte en la España moderna


    Resulta común el pensar la historia como progreso. Nuestros instrumentos, máquinas e ingenios son más productivos, eficientes, pequeños y manejables. Nuestra capacidad para alterar la materia y darle cualquier forma no puede hallar comparación con ningún punto del pasado. Es por esto que algunos han entendido el progreso que se ha dado en nuestro sometimiento de la materia y el mundo como algo que podía exportarse al campo de las ideas. Exportado al campo de la historia de la ciencia, por ejemplo, produjo un relato patentado en la ilustración. Tal relato dice lo siguiente: que la historia de la ciencia es una historia de descartes, que elimina lo erróneo y falso, las creencias y los mitos. Expurgado el conocimiento de quimeras, se encuentran los frutos, los avances. Así, la historia del hombre es una crónica de progreso. La historia se puede dibujar, y basta con una sola línea ascendente, que ejemplifica nuestros logros.

   Tal concepción fue dinamitada hace ya un par de décadas por obras como la de Khun (La estructura de las revoluciones científicas), que generaron una avalancha de estudios desde muchas perspectivas que cuestionaban tal relato. El libro de El compás y el príncipe, es deudor de esas intuiciones y su propósito es claro desde las primeras páginas. Javier Moscoso, uno de los autores de este tomo, despliega en algunas de las primeras páginas el haz de nombres y teorías que han envuelto el debate de la historia de la ciencia y, lo que he apuntado arriba, lo muestra, lo explica y desmonta con absoluta maestría. Nos revela entonces que el primer y principal propósito de la suma de contribuciones de esta recopilación giran en torno a una idea: que el saber no está desligado de ciertos lugares. Las ideas no flotan y se transmiten. Por el contrario, requieren de resortes institucionales, de lugares en los que desarrollarse. Estos pueden ser los conventos o las universidades, pero sitúa como centro de gravedad del saber en la modernidad uno muy concreto: la corte. A esa entidad etérea que se plasma en magnos y áureos salones pertenece la necesidad del desarrollo de saberes que antes no lo eran.

     Aquello va de la mano con una nueva circunstancia, que hace que el desarrollo de ciencias y la corte se liguen y unan con mayor fuerza: los reinos europeos entran en los siglos XVI y XVII en una nueva dimensión. Sus dominios son vastos y eso implica necesidades nuevas. Se requieren de hábiles constructores de barcos, de ingenieros, de artilleros, de cartógrafos, cosmógrafos, botánicos, etc. En otras palabras: los imperios europeos requirieron de saberes que hicieran que sus dominios fueran gestionados y ampliados con mayor eficiencia. Eso requería de la creación de instituciones muy concretas, que alentaran las investigaciones en ciertas áreas y que formaran a las futuras generaciones de navegantes, descubridores y científicos.

   España, como primer reino que alcanzó una dimensión global, fue también el primero en precisar toda una nueva serie de saberes que no estaban previstos en el conocimiento corriente de aquellos tiempos. El tomo va cubriendo diversos aspectos: unos relatan las grandes construcciones, los esfuerzos que requirieron y los ingenios que solventaron convertir Madrid, una población de mala e indigna muerte , en centro de un imperio universal; también se tratan de asuntos botánicos, y de cómo la nobleza empleaba sus descubrimientos para enriquecer sus gabinetes de curiosidades y de ese modo generar la impresión de grandeza, de atesorar rarezas que no estaban al alcance de cualquiera; el Escorial, con sus altas torres, y la plaza mayor de Madrid, junto al jardín del Retiro, ocupan no menos espacio en el volumen.

El oído. Brueguel

    El conjunto de aportaciones está compuesta por investigadores del CSIC por lo que, en principio, su calidad es incuestionable. Con todo, he de decir que no todos cumplen con lo previsto. Las aportaciones que componen el volumen se pueden encasillar en tres bloques que yo propongo: 

   - Los que cumplen con lo que se pretende en el objetivo y es su intención cumplirlo.
   - Los que no lo cumplen pero lo intentan.
   - Los que ni lo cumplen ni se lo proponen.

   Afortunadamente, el número del tercer grupo es casi inexistente (casi), el segundo es exiguo y el primero es amplio, por lo que el libro en conjunto se salva y sostiene. Particularmente voy a mencionar aquellas aportaciones que más me han encantado (no digo que seas más rigurosas que el resto): La monarquía hispánica y la ciencia moderna (Juan Pimentel), Las dos dimensiones del espíritu (Jesús Bustamante), El teatro de la corte (Nuria Valverde), Autopsia o la experiencia de lo que se ve por los propios ojos (Jesús Bustamante) y Los cosmógrafos del rey (Mariano Esteban Piñeiro).

   En general me ha resultado absorbente la lectura del libro. De tono didáctico, riguroso y amable. Me he sorprendido subrayando líneas y más líneas, anotando nombres y obras curiosas. Además, la edición es una delicia. Está golosamente ilustrada con imágenes de todo tipo (libros de anatomía, mapas antiguos, dibujos de construcciones...). Un libro para curiosos, que será parte de la colección de pocos, pero que será disfrutado con provecho por aquellos lo tengan y lean.

domingo, 24 de diciembre de 2017

They are billions (game)


   Tengo muy olvidada una sección en este blog. Me refiero a la de videojuegos. Normalmente ya están bien cubiertos de publicidad ciertos juegos, pero el que me ha absorbido estos días parece que todavía no ha tenido excesivo eco en los medios en los que suelen publicitarse las novedades. Con independencia de eso, le quiero dedicar unas líneas. La razón de ello es que me ha resultado un auténtico vicio lo que hoy os traigo: They are billions.

   El juego está desarrollado en suelo patrio (vamos, que es de un equipo español) por la compañía Numantian games. Hasta ahora me resultaba desconocida. Steam, la plataforma virtual en la que se pueden adquirir numerosos juegos, interrumpió un día mi jornada de vicio malsano con el anuncio de este juego. Vi el trailer y lo cierto es que que me pareció una idea interesante. Os dejo el vídeo.


   Como se aprecia es un juego de estrategia que se ambienta en el siglo XIX, pero a ese mismo mundo se transporta un escenario apocalíptico zombie. Normalmente esa catástrofe (la del apocalipsis zombie) siempre se sitúa en nuestra sociedad presente o un poco más avanzada, pero aquí han tenido la genialidad de insertar esto en un período del pasado. A parte de ser innovadores en su concepto también lo han sido con el juego de estrategia que nos brindan: no podemos decir que sea un juego de estrategia en tiempo real porque podemos pausarlo en cualquier momento. Tampoco es un juego en el que vallamos a manejar cientos de unidades al mismo tiempo. Un par de docenas todo lo más. Hay que hacer notar que entremezcla una estrategia que oscila entre lo habitual en Age of empires, Cossaks y un city builder. Es una mezcla explosiva. El nivel de dificultad es realmente cruel. Puedes subir su dificultad hasta un 320% (a mi costó cuatro partidas ganar por vez primera con un 10% de dificultad). 

   No voy a decir que todo sea perfecto. El juego está en pañales. Salió hace apenas alguna semana y el early access no tenía ni siquiera un sistema de guardado. Se autoguardaba en determinados puntos y, creedme, eso era un gran problema: tenías que pensar muy bien donde poner tus defensas. No podías cargar y anticiparte sabiendo qué iba a pasar. Es más realista tal y como lo dispusieron al principio, pero también terriblemente difícil, porque 3 horas de juego pueden desvanecerse en cualquier momento. Una pequeña falla es que actualmente no hay modo de campaña. Esperemos que lo incluyan y, por favor, sin DLCs, que algunos ya estamos cansados de que la industria robe por algo que ya debería estar incluido en el juego. De momento sólo cuenta con cuatro mapas, pero tranquilos, que desbloquear el segunda mapa os llevará tiempo. Yo todavía no lo he conseguido.


   En términos funcionales todo está correcto. No hay fallos ni bugs. Gráficamente hay que decir que se han portado y cumple. Estéticamente no me parece que ofrezca todo lo prometido. Se nos prometía una estética steampunk y aquí me parece que fallan un poco, sobre todo en las unidades. Los edificios en general sí que cumplen bastante bien (aunque podría mejorar). A poco que juguéis podréis decir si os parece así o no.


 

   Con la imágenes que he puesto se ve a simple vista que las unidades podrían formar parte de un sucedáneo de Warhammer 40000. Preferiría algo que, al verlo, a simple vista, pareciera del siglo XIX pero sin serlo, ya que ese es el juego del steampunk. En este punto creo que deberán mejorar. También creo que alguna unidad aérea se echa en falta y esto se podría hacer sin romper con la estética. Un zeppelin, una de las últimas conquistas del siglo victoriano, quedaría muy bien si se alterara un poco. O, si no, siempre se podría echar mano de algún ingenio del s. XVI o XVII que también quedaría genial, como la máquina voladora de Leonardo. 

    Por todo lo demás creo que el juego merece la pena. He tenido que desinstalarlo para poder centrarme en mis estudios estos días prenavideños. Eso, creo yo, habla suficientemente del nivel de adictividad que puede llegar a lograr. El juego puede conseguirse por 30 euros en steam. Hasta que no esté más desarrollado me parece caro. Felicito, sin embargo, a Numantian games por este juego. Espero sinceramente que les sirva para lanzarse al mercado internacional y consigan ganancias. Su propuesta es muy atractiva.



lunes, 11 de diciembre de 2017

Fragmento de "Vivo en lo invisible: nuevos poemas escogidos" escritos por Ray Bradbury

Toca las campanas al revés: abandona las armas de fuego

Recordando a los samuráis que en el siglo
XVI tiraron la pólvora y volvieron a la espada
¡Durante 300 años!

Adiós a las armas de fuego.
Adiós a los disparos al amanecer 
y al traqueteo de los mosquetes por la ciudad.
En este instante, todo se abandona y se tira 
a los ríos, donde esas máquinas de ensueño
se ahogan y desaparecen rápido.
Ceremoniosamente, desde los puentes 
y orillas de los arroyos
se arrojan cuernos de pólvora
que llegan hasta el mar, y con ellos, las fantasías
de los hombres cuyas manos transformarán otra vez
el acero en espadas
y esconderán las guerras por venir.
Que sean katanas, 
dicen los señores samuráis, y se cumple. 
De regreso a las llamas, el acero de ruidosas bocas
experimenta un cambio: renace el filo;
y todos los fantasmas de futuros combates descansan 
y se apartan a un lado durante 300 años o más.
¡Guerra, un paso atrás! Obediente, la guerra 
así la hace. Y la katana ocupa el puesto del arcabuz.
Alcanzaron este logro y no aprendimos su lección.
La escuela samurái responde a los temerarios.
Nosotros, anhelantes, lo vemos viajando en el tiempo,
y deseamos esa ausencia que era su ausencia.
Cogeríamos nuestro armamento y lo perderíamos en las profundidades,
donde duermen las armas de fuego de aquellos hombres
que ordenaron el sueño a las armas. 
¿Podemos hacer lo mismo con los reactores, las bombillas y el fuego?
No, y mil veces no;  imposible.
Sin embargo, nuestras almas agónicas, a media noche 
admiran
cómo los señores feudales en formación
abandonan las armas, el fuego del mosquete
retrocede diez pasos,
y empuñan sus katanas.


Con amor

Para Leonard Bradbury

Mi padre, que no yo, anuda mi corbata.
Una noche hace tiempo, en junio, 
realizaba un intento:
mi primera corbata revuelta sobre el chaleco,
 las manos torpes,
cuando de pronto, entró en escena lo inesperado:
Algo terrible está por suceder.
Mi padre se acercó en silencio
y me observó y se puso detrás de mí.
No mires -dijo-.
Mantente alejado de los espejos.
Que tus dedos aprendan 
cómo se hace.
Su enseñanza perdura. Lo que dijo era cierto.
Con los ojos cerrados,
gracias a su ayuda (arriba, vuelta y abajo)
no se cómo surgió un nudo milagroso.
- No tiene nada -dijo mi padre-.
Ahora tú, hijo. No, con los ojos cerrados.
Y con una última cariñosa y ciega observación
enseñó a mis dedos inútiles
el arte de tejer. Entonces, se marchó.
Bueno, hasta hoy, ¿cómo podría presumir de nudos?
Imposible. 
Invoco a ese fantasma de dulce aroma a tabaco, que se marchó hace tiempo,
para que me ayude.
Y es que lo hace:
en mi cuello su aliento, la fragancia de su último cigarrillo.
La muerte no existe, pues la tarde de ayer
sus dedos fantasmales vinieron y me ayudaron a anudar y enlazar.
Si esto es verdad (¡lo es!), no morirá jamás.
Mi padre, que no yo, anuda mi corbata.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

"La otra sombra de la tierra" Robert Silverberg


   Antologías las hay, y muchas, pero no todas tienen un verdadero aire compendioso. Por lo general son la suma de aportaciones distintas, unidas por el criterio de algún entendido (o de alguien que dice serlo). A veces ese criterio es bueno y otras no tanto. En España tuvimos la suerte de que Martínez Roca rescatara una que llegaba del otro lado del charco. Dicha antología recogía buenos relatos de Robert Silverberg. Principalmente los relatos eran de los años 60 y 70, que dicen algunos que era la época en que este señor mejor escribía. Los relatos en cuestión son: Algo salvaje anda suelto, Ver al hombre invisible, Ismael enamorado, El día en que desapareció el pasado, Hacia la estrella oscura, Los colmillos de los árboles, El poder oculto, La canción que cantó el zombie y Moscas.

   De todos estos relatos no todos tienen la misma calidad, ni la misma elegancia, ni las mismas buenas ideas, pero es que eso es lo normal en toda antología. Sin pretender hablar de todos los relatos, comentaré aquellos que más me han gustado, aunque he de decir que todos, sin excepción, despiden el tufillo propio de Robert Silververg.

   Empezaré con Moscas, el último relato. Aquí vemos a un pobre desgraciado de cuyo designio se han apoderados unos seres que no llegamos a conocer en ningún momento. A través del ser humano al que han enajenado, los seres inspeccionan las sensaciones de los hombres. Están especialmente interesados en el dolor y, atendiendo a este interés, obligan al protagonista a visitar personas importantes de su vida. Las visitas nunca acaban bien.

    Otros relatos adoptan temas más reconocibles para quien haya leído algo de Silverberg. Yo solamente he leído Regreso a Belzagor y Tiempo de cambios, pero con esas dos lecturas me ha bastado para "calar" la similaridad de ciertos relatos con problemas muy propios de sus inquietudes. En esta línea pondría encuadrar sobre todo tres relatos: Algo salvaje anda suelto, Ver al hombre invisible y El día en que desapareció el pasado.

    Algo salvaje anda suelto nos pone en el escenario de unos exploradores que, tras desembarcar en un planeta, transportan sin saberlo un ser inteligente microscópico en su viaje de vuelta. Dicho ser inteligente intenta comunicarse con ellos para decirles que en la Tierra no puede sobrevivir. Cada intento de comunicación se ve frustrado por el hecho de que su comunicación es esencialmente psíquica. El extraterrestre solo puede llevarla a cabo cuando los tripulantes sueñan, porque sólo en ese estado le resulta posible, pero siempre fracasa: los astronautas en vez de recibir sus mensajes razonables tienen terribles pesadillas de seres informes. Así es como Silverberg toca una de sus teclas (al parecer) habituales: la conciencia como un estado de cerrazón, el ego consciente como un estado reducido de todo lo que en realidad somos.

    En El día en que desapareció el pasado vemos rasgos de similitud en su objetivo. Cambia el foco pero con el mimo objetivo. Su dardo se dirige contra la memoria, la función constituyente de la conciencia. El relato recrea la situación hipotética en la que una droga tiene efectos contundentes contra nuestros recuerdos. Quien la toma olvida cosas de su vida presente y pasada. Un rufián se infiltra en el sistema de aguas de una gran ciudad y vierte la droga. Silverberg explora durante medio centenar de páginas las posibilidades de tal hecho y nos recuerda que, en ocasiones
Olvidar es una bendición. (...) Lo que ha sucedido en San Francisco esta semana no significa necesariamente un desastre. Para algunos de nosotros ha sido lo mejor del mundo. (La otra sombra de la Tierra, p. 105)
   Ver al hombre invisible juega con el lector al sumirle en la tristeza que provoca su personaje principal: un hombre que se concibe muy independiente, hasta el punto de creer aborrecer el contacto humano. Por su desprecio a la sociedad es condenado a ser ignorado por esa misma sociedad. El relato es cruelmente desolador. No puede uno no sentirse cercano a este hombre ignorado por todos, salvo por el que lo imagina al leer este magnífico relato.

    Haré una gran injusticia al no dedicar unas líneas a cada uno de los relatos, pero prefiero no ser exhaustivo. El lector de esta reseña puede agradecer llegar virgen, sin contacto previo, a algunos relatos contenidos en esta antología. Yo solo hablo de aquellos que más me han gustado. El último que mencionaré es El poder oculto, relato discreto que, como otros de este autor, destaca más por lo original de su idea que por alarde desarrollos tecnológicos. La historia es la siguiente: los humanos han conseguido por fin tener poderes mentales, al menos el suficiente para manipular objetos. Esta nueva capacidad conlleva más responsabilidades, más control de los propios sujetos sobre sí mismo. Cuando en esta sociedad de telepáticos intuyen que alguien no puede controlar debidamente sus poderes le someten a una prueba: lo envían a algún planeta donde haya sociedades humanas más primitivas, que no tengan dichos poderes. El personaje principal de El poder oculto es enviado nada menos que a un planeta en el que mover objetos con la mente es considerado brujería y quienes lo practican brujos a los que hay que quemar. So pena de muerte, nuestro preocupado protagonista tiene que cohibir sus hábitos telepáticos, incluso los más inofensivos. Este ha sido el relato que más tensión me supo provocar (que no digo que sea el mejor, ojo) con la evocación de un ambiente inquisitorial o quizá de uno de esos pueblos de la América profunda en los que aquel que es diferente se convierte en el centro atención... Y no para bien.

    De esta antología remarco sobre todo las cinco narraciones que he apuntado en las líneas precedentes. Los colmillos de los árboles e Ismael enamorado me dejaron buen sabor de boca. El resto me dejó algo indiferente, sea porque no estaba fino el día que los leí, sea porque no destacan por sí mismos. En una antología de nueve relatos me parecen buenos 7... No tengo que decir, por tanto, que el conjunto es más que satisfactorio, tanto para los que conocemos poco a Silverberg, como para aquellos que no lo conozcan tanto. Para los que han leído mucho a este autor nada tengo que decirles, porque ya saben que este es un buen libro.

sábado, 25 de noviembre de 2017

"Los tres libros de la vida" de Marsilio Ficino y "De la vida sobria" de Luigi Cornaro


   Una editorial que hasta ahora desconocía tiene un ejemplar que me ha llamado considerablemente la atención. Entre sus publicaciones se encuentra un texto muy especial que, hasta donde yo se, no ha sido traducido con anterioridad al español. Hablo de un breve tratado de Marsilio Ficino titulado De triplici vita. Se trata de un texto curioso que, según los entendidos, es el punto de partida de gran parte de la literatura mágica del Renacimiento. Acompañando a este texto La sociedad española de neuropsiquiatría (editorial) ha complementado el cuerpo del texto con una breve composición de Luigi Cornaro. Ambos están unidos con una débil razón: que ambos versan sobre la salud.

   El texto de Ficino es complejo para un lector moderno. Su temática no atiende a un solo aspecto. Su estructura ternaria (son tres los libros que lo conforman) atienden a preocupaciones muy diversas: dietética, astrología, astronomía, magia y filosofía. Estos son, principalmente, los frentes que envuelven la escritura de Ficino. Su objetivo inicial era aconsejar a los hombres dedicados al estudio, de los que, se pensaba entonces, nacían bajo el signo o la influencia de Saturno. La astrología sostenía que los planetas imprimían su influencia sobre todo el orbe. Bajo la influencia de un planeta podían caer desde franjas territoriales, minerales y plantas concretas hasta días, meses y etapas de la vida de un hombre. Aquellos que se dedicaban a la actividad intelectual caían bajo la influencia de Saturno, lo que les hacía ser creativos en las ciencias que cultivasen. Pero esta bendición iba acompañada de un carácter melancólico. Sufrían de males del alma y de enfermedades que poco a poco les iba consumiendo. Ficino, que era médico (disciplina que su padre, también médico, le había instado a aprender), pretende escribir varios tratados en los que aconseja cómo evitar los males que el planeta saturnino ejerce sobre los hombres de ciencia. La labor le lleva algunos años, pues a su ingente labor traductora había que añadir su labor como comentarista de grandes autores del neoplatonismo y su actividad de difusión cultural del platonismo en la Florencia del s. XV. Durante ocho o nueve años estuvo barruntando sus ideas sobre el tema y escribió tres textos distintos  en distintas fechas que más tarde juntaría e imprimiría en una edición titulada De triplici vita (1479).

De triplici vita
   Los dos primeros tratados son bastante inocentes. Se dedican principalmente a dietética. Prescriben qué tomar prestando mucha atención a si esta o aquella hierba, bebida, especia o alimento cae bajo la influencia del planeta indicado. Sus remedios son acompañados con fármacos (triacas y electuarios) y ofrece tratamientos atendiendo al tipo de paciente: no puede prescribir lo mismo para un joven que para un hombre que ingresa en la senectud. La mayoría de estos consejos tienen muy en cuenta la hora en la que deben ser tomados (por la influencia de los planetas que correspondan). Son varios los consejos que da para revigorizar el cuerpo y el espíritu y entre ellos no faltan algunos que nos parecerán excéntricos. Uno de ellos, por ejemplo, es que el anciano cuyo vigor decae debe beber leche de doncella virgen a determinadas horas. El tercer tratado (De vita coelitus comparanda) no fue tan inocente.De hecho llamó la suspicacia del censor romano quien le llamó la atención. Con todo, la influencia de los contactos de Ficino, que se carteaba con una cantera inmensa de hombres poderosos y cultos, pudo ganarle la aquiescencia de la curia con su obra. Nunca fue incluida en el Index de libros prohibidos, pero su tercer tratado, que trata de cómo atraer las influencias de los astros, no sedujo a los sectores más ortodoxos. Ahí anidaban buena parte del pensar neoplatónico antiguo (Jámblico y Proclo) y modernos (Plethon y Psellos) con las que la Iglesia no comulgaba.

    ¿Cómo se ha hecho cargo de este texto antiguo la editorial que lo ha vertido a nuestro idioma? Antes que nada habría que decir que hay que agradecer la iniciativa que se ha llevado a cabo, aunque hay que señalizar que el resultado es insuficiente. Primero de todo, la introducción no hace justicia a la complejidad del texto. Es breve, algo supericial y no atiende a la literatura especializada de la obra (los libros que menciona son libros generalistas que el lector medio en la materia conoce porque sirven como "toma de contacto", ya no del texto, sino del Renacimiento en general). El texto en sí de Ficino ha sido bastante maltratado: en principio no solo se ha tomado una traducción moderna italiana sin examinar el texto latino original, sino que además todos los capítulos han sido suprimidos. Se ha optado por presentar el cuerpo desnudo del texto prescindiendo del título y la separación que proveían los 72 capítulos de la obra original. Ello repercute en que los temas no están convenientemente  separados y hace que algunas veces parezca que se entremezclen o haya un mal orden de exposición en sus múltiples elementos. Por otro parte, no se nos avisa en las notas ni en la introducción sobre cómo se elaboró la obra y eso nos puede hacer creer a Ficino cuando al final del segundo tratado introduce el tercero como si este fuera posterior al segundo. Cosa esta que no es cierta, pues el tercer tratado lo tenía escrito con anterioridad. Estas y otras pesquisas no son mencionadas, lo que deriva en que no se presenta el texto como se debe al lector que se inicia en su conocimiento.

    El tratado de Luigi Cornaro me resulta más difícil de examinar. Mi conocimiento previo de él era nulo hasta leerlo en esta edición. De la vida sobria resulta ser un escrito breve (apenas 30 páginas) en el que Cornaro da unas prescripciones para vivir de forma saludable y longeva. Hay que comer con modestia, nos dice, y de ese modo nuestro cuerpo sobrevivirá más que con los excesos. Se pone de ejemplo a sí mismo, que a la edad de los cuarenta comenzó a padecer dolencias en el estómago y otras afecciones. La solución la halló en comidas no abundantes y en alimentos ligeros. Desconfía del saber médico que le prescribía comer este o aquel alimento y avisa al lector de que sea él mismo su primer y principal médico, aunque se pliegue a escuchar la opinión de los doctos. El texto muestra una confianza en el hombre que puede controlar las causas hasta el punto de acomodar su condición del modo más óptimo. En un momento se nos comenta a propósito del saber:

" (...) Se imita aquí la relación entre el arte y la naturaleza: el primero puede corregir los defectos y deficiencias de la segunda, como se ve claramente en la agricultura y otros ámbitos parecidos."
                                                                                                                               (De la vida sobria, p. 174) 

   De igual modo que ocurre en la agricultura y en la arquitectura, que el saber dispone de un determinado modo (más perfecto), lo natural, con nuestro saber podemos disponer de un mejor modo nuestra vida, alargándola cuanto es posible. El texto despliega en sí la confianza de ese hombre renacentista tan mencionado en los manuales sobre la época y cuya presencia se deja notar en el texto. Esta confianza en nuestras propias aptitudes responde sin duda a las experiencias de la biografía de Cornaro, que realizó obras arquitectónicas en el Véneto y diseñó y supervisó la creación de diques, canales de riego y sistemas para desecar tierras. Sus conocimientos de hidráulica, arquitectura y agricultura se tradujeron en dos tratado. La suerte ha querido que solo se le recuerde por este libro.

    La naturaleza de ambos textos no es comparable... Ni por extensión, ni por temática ni por algún otro parámetro. Su tono e influencias son marcadamente distintos. No es extraño esto echando un ojo a la distancia cronológica que separa ambas obras. Su selección en este libro responde a una lógica pobremente argumentada en el prólogo. Sin embargo, agradecemos que se pongan estos textos al alcance del público. Esperemos que con el tiempo sobrevengan ediciones críticas sobre los mismos, ya que esta esta edición, pese al valor que supone poner estos textos al alcance del público español, no cumplen con dicha función.



jueves, 9 de noviembre de 2017

"Ciclo de Tschai" de Jack Vance


Traz y Anacho salieron fuera para sentarse a la pálida luz del atardecer, y finalmente Reith se reunió con ellos. Con imágenes de la Tierra en su mente, el paisaje se volvió repentinamente extraño, como si estuviera contemplándolo por primera vez. La desmoronante ciudad  gris de Sivishe, las espiras de Hei, la Caja de Cristal reflejando un brillo bronce oscuro a la luz de Carina 4269, los altos acantilados apenas entrevistos en la bruma: aquello era Tschai. 
                                                                                                                             (Jack Vance, Los dirdir, p.134)


    Jack Vance hará sonreír a más de una persona. Alguno le conocerá por El jardín de Suldrun, sus continuaciones y quizá alguna otra saga, como la Tierra moribunda. Y les hará sonreír porque siempre consigue hacer despegar en sus páginas cierto sentido de la aventura, alejado de la narración pesada y bien cercano a lo exótico, lo extravagante y lo desconocido. Leer una novela suya es adentrarse en una red de caminos poco hollados que reciben al aventurero, figura principal de sus novelas, con muchas vicisitudes. Aunque solo he leído la trilogía de Lyonesse, y hace mucho tiempo, he conseguido con mucha facilidad reconocer algo del Vance que había en aquellos tres tomos en esta tetralogía, aunque esta se ambiente en la ciencia ficción y aquella hunda sus raíces en la leyenda fantástica. Ha conseguido ser tan ameno que me he "tragado" de una sentada los cuatro pequeños tomitos que la editorial Ultramar publicó (serie que me encanta por la sencillez y vistosidad de sus edición).

    ¿Qué tiene de especial Jack Vance, se preguntará algún lector? Pues, básicamente, la facilidad con la que desarrolla mundos que no requieren la seguridad de un par de cientos de páginas de preparación. Vance es un hábil constructor de bocetos ambientales. No necesita mucho espacio. Le bastan un par de líneas, un par de páginas para ponernos en escena y, de ahí, hacer empezar a rodar a sus personajes por peripecias, buenas y malas. Sus personajes lo conocen todo: desde el miedo, la inseguridad, la confianza y la alegría repentina por un logro casi imposible, hasta la seguridad y la comodidad de una caldeada habitación en una posada. Todos saborean de cerca el filo de la muerte y todos son siempre lo suficientemente ingeniosos, o lo suficientemente suertudos, para escapar de ella y adentrarse en una nueva aventura. Sus novelas son así un intrincado haz de acciones inesperadas, criaturas indescriptibles y resultado dudosos. 

   El mundo que despliega en esta tetralogía será recorrido casi en toda su extensión por el personaje principal de estas entretenidas novelas: Adam Reith. Al principio se nos hace saber que este formaba parte de una expedición espacial que se lanzó desde la Tierra y tenía como objetivo un distante mundo desde el que se detectó una extraña señal. La expedición, ya cerca de su destino, es atacada y se ve destruida. Tan solo Reith consigue sobrevivir a este suceso. Al aterrizar con una pequeña nave en la superficie del planeta, no tarda en descubrir para su sorpresa que el mundo está repleto de vida. Se encuentra primeramente con humanos que en su fisonomía han cambiado. No mucho, pero sí lo suficiente para ser distintos a él mismo. Poco después, descubre que el género humano vive en este mundo en condiciones de subdesarrollo sirviendo como mano de obra a distintas razas que pueblan Tschai. Horrorizado por esta esclavitud a la que se pliegan los humanos, intenta encontrar una manera de escapar del mundo y, al mismo tiempo, ayudar a los que se encuentra en su camino. Labor esta última que no es muy fácil, pues los hombres de Tschai, sin desarrollar y dispersados sin orden alguno son de la calaña más dudosa. Truhanes, sinvergüenzas, delatores y parias desfilan por las páginas de Vance y en no pocas páginas encontramos a auténticos explotadores.



    Reith, en este plantel que se encuentra, consigue la rara compañías de dos excluídos en sus respectivas sociedades: Traz, antiguo jefe de una banda tribal y Anacho, un exiliado algo refinado y pesimista. Este trío se mantendrá unido la mayor parte del tiempo en las cuatro novelas y, eventualmente, se les sumará alguna mujer. De estas no comentaré  muchos pues les falta enjundia y presencia. Carecen de una personalidad que se haga patente y su papel es el de meras desvalidas que aguardan al hombre fuerte y confiable que las rescate. Traz y Anacho no caen en esta falta de caracterización, pero en su contra hay que decir que no destacan y son fácilmente olvidables. En lo que respecta a nuestro personaje principal, es demasiado bueno como para ser cierto. Siempre es lo suficientemente astuto, fuerte y, en una palabra, capaz, para resolver todos los entuertos. Pese a esto los personajes funcionan y, si bien no destacan, sí que sirven como razón en la que apearse para contar las historias que tienen lugar en el ciclo de Tschai.

    La ciencia  ficción que Vance nos presenta no es compleja en sus personajes, como hemos visto. Acorde con esto, se nos presentan unas novelas que tienen muchos ingredientes pero no se emplean. Se podría haber explorado la condición humana en esta situación en la que se encuentra, se podría haber indagado en la lucha por su emancipación o incluso suscitar inquietudes por los aspectos de las sociedades que hay en Tschai, pero Vance descarta estas posibilidades y agota su narración en la pura aventura. Quizá esto no motive a muchos lectores porque, encandilados con la necesidad de lo trascendente, solo atienden a la ciencia ficción que explora la antropología, la sociología o aun cuestiones filosóficas. Vance no toma esos caminos ya hollados por un Silverberg, un Brian Aldiss, un Bob Shaw o esa larga lista de autores cuya escritura se condensa en la búsqueda de suscitar futuros inquietantes a través de los cuales reflexionar sobre nuestro presente o sobre nosotros mismos. Su apuesta y trinchera es otra. Descarta aquella para dejar volar su imaginación a un mundo despreocupado, forjado con imaginación exótica. Su escritura es un crear de sociedades y mundos que se deleita en esas sociedades y mundos. Los construye y los muestra como escenarios del camino errático de sus personajes pero no los instrumentaliza para hablar de otra cosa.

   En esta tetralogía desfilan cuatro razas, a cada cual peor (por sus fines y carácter), cuyas intenciones no van más allá derrotar al resto y hacerse con el control del planeta. Todas tienen su interés aunque yo solo voy a mencionar aquí la raza Pnume, que es la que más curiosa de estas cuatro. A diferencia de las otras, los Pnume se caracterizan por abandonar los conflictos a los que periódicamente se ven abocados el resto de razas. Viven en un mundo subterráneo, poblado de pasadizos caóticos para el desconocido y son meros espectadores de lo que acontece. Son una suerte de enciclopedistas, que reúnen muestras de todas las razas y guardan memoria de todo cuanto ha pasado. Vance les dedica parte del último a explorar esta raza pero no llega a ahondar demasiado en ellos. Quizá esto lo haga precisamente más interesante.

    Sin aportar más datos invito al interesado en pasarlo bien al leer a Jack Vance. Es un escritor con carencias, qué duda cabe, pero tiene aciertos que solventan esos fallos. Si falla su caracterización y profundidad de personajes y aun el modo de resolver algunas situaciones, siempre sabe hacer que pasemos la siguiente página y, después de esta, la siguiente hasta terminar sus libros.



domingo, 22 de octubre de 2017

"Sertorio" de Adolf Schulten

   Debió Sertorio emprender su marcha, subiendo primero por el Guadiana, luego el Gigüela hacia Segóbriga y desde allí, en dirección al norte, atravesando el Tajo, hacia el alto Henares y Caraca; se hallan unidas Segóbriga y Caraca por una carretera romana. Coincide justamente con aquella región, la viva descripción de Plutarco relativa a la argucia de Sertorio aplicada a los moradores en cuevas de Caraca. Leemos que los habitantes de Caraca no vivían en una ciudad o en un pueblo, sino en cuevas, singularmente en unas habilitadas para viviendas situadas en un alto y dilatado acantilado de la cara norte. Se sentían los moradores de esta pétrea fortaleza seguros frente a Sertorio, que acampaba ante ellos. Supo, sin embargo, Sertorio la forma de burlarlos. Examinando el lugar comprendió que no podía ni pensar en asaltar las cuevas situadas en lo más alto sobre el nivel del valle. Se le presentó entonces un aliado inesperado; el viento del noreste levantando, en torbellino, verdaderas nubes de polvo hacia las cuevas. (...) Cuando de nuevo sopló el viento del noreste hizo acumular una gran cantidad de tierra seca a todo lo largo de la base del acantilado de las covachas; el viento cuidó del resto. Suave al amanecer, pero soplando cada vez con mayor fuerza a medida que ascendía el sol, introdujo el viento una gran cantidad de polvo en las cuevas (...). Por fin los moradores de las cuevas tuvieron que entragarse al tercer día, a punto ya de asfixiarse.
(Schulten, Sertorio, pp. 145-146)

    La república romana experimentó en sus últimas dos centurias y media un gran éxito. Un éxito en el que anidaría la causa de su propia caída. Por un lado, los territorio  conquistados necesitaban de un cuidado que el entramado gubernamental republicano no contemplaba: inmovilizada en las normas que se proveyeron los romanos al inicio de su república, no habían cambiado gran cosa con el paso del tiempo. Pero Roma sí había cambiado considerablemente. Había pasado de una urbe más entre las grandes ciudades del Lacio a ser el centro político y económico de la cuenca del mediterráneo. Por otro lado, la necesidad constante de afrentar a los numerosos enemigos hizo que la república se tuviera que valer de figuras de considerables dotes. Grandes generales, con grandes ejércitos que debían conformarse al terminar sus belicosos encuentros con dejar todo su poder y gloria a un lado. Cosa difícil es el dejar el poder una vez que ya se ha poseído. Estos dos factores, unidos a la lucha de clases en la propia Roma y las facciones políticas, determinaría que en el siglo I estallaran guerras civiles. La primera tuvo como personajes a Cayo Mario, vencedor de numidios, cimbrios y teutones, y Lucio Cornelio Sila, victorioso general de los insurrectos itálicos. Quiso la suerte que, iniciadas las contiendas entre estos dos grandes hombres, Cayo Mario muriese, mientras Lucio Cornelio partía en pos de Mitrídates, un gran rival de Roma, buen estratega y pésimo táctico. Roma quedó, entonces, bajo la férula de los seguidores de Cayo Mario, a la cabeza de los cuales se hallaba Lucio Cinna. Una figura menos reconocida de los partidarios de Mario, pero que tendría gran importancia, fue Sertorio, al que Adolf Schulten dedicó el libro que hoy vamos a comentar brevemente.

   Fue Sertorio quizá el más dotado de los partidarios de Mario, pero fue también el más ignorado de entre los suyos y fue, sobre todo, el más desgraciado. Su vida tiene cierto hálito de epopeya. Esforzado y valiente, no menos capaz que sagaz, aguantó frente a las águilas romanas de Sila más de ocho años. Ocho duros años con privaciones, en desventaja... Donde solo a fuerza de voluntad e intelecto supo sobreponerse a ejércitos que le doblaban en número y que estaban mejor pertrechados. Pero esto es adelantarnos. Baste con decir que, una vez que Sila venció a Mitrídates volvió a Roma y derrotó fácilmente a los partidarios de Mario; Sertorio, hábil analista que ya había advertido a sus compañeros, estaba lejos de Roma. Tras algunas aventuras por el norte de África fue avisado por los lusitanos de que se pondrían bajo su mando si aceptaba liderarlos.
  
Lucio Cornelio Sila

    Sertorio no se lo pensó demasiado y, más temprano que tardé, desembarcó con unas exiguas tropas romanas en la península en el 80 a. C. Lo que iba a suceder a partir de ahora sería una constante preocupación para Roma, que destinó a dos de sus mejores generales, Quinto Cecilio Metelo y Pompeyo Magno. Durante los próximos años la república no pararía de enviar tropas que, año tras años, Sertorio aniquilaba de un modo u otro. Su astucia era proverbial y, sabiendo que el suyo no era un ejército romano (se componía principalmente de iberos con armamento ligero), adoptó la estrategia de guerrillas que ya le brindara grandes éxitos a Viriato. En su momento de mayor poder, controlaba casi toda la península, con pequeñas zonas en las que se veían reducido sus rivales. Pero si Sertorio era un hombre capaz, no tuvo la suerte de poseer una buena cadena de mando. Sus derrotas, que nunca fueron suyas, se debieron a los altos mandos. Si Sertorio vencía en el norte se encontraba luego con que algún lugarteniente había perdido una batalla o incluso un ejército entero allá donde él no podía estar. Su más capaz hombre fue Hirtuleyo, pero cayó en la batalla de Segovia frente a Metelo. Heredó su puesto Perpenna, que perdería muchas batalla. Sería este quien tramaría con el resto de altos mandos de Sertorio la muerte de su caudillo. Una noche del año 72 a. C.,  en un banquete con ricos manjares y vinos, fue vilmente acuchillado por aquellos que más debieron protegerlo. Resulta reconfortante saber que el instigador, Perpenna, fue vencido por Pompeyo. En sus últimos momentos imploraba por su vida alegando que podía delatar a muchos contactos favorables a Sertorio en Roma. Enseñó a Pompeyo cartas, pero este, repugnado ante un ser tan cobarde y traidor, le hizo matar y quemó las cartas sin siquiera mirarlas.

   Dejo a un margen una considerable cantidad de datos, pero estoy seguro de que el lector interesado acudirá al libro de Schulten, crónica fehaciente, esmerada y lúcida de las guerras sertorianas. La obra tiene ya alguna antigüedad y puede que haya quedado, no lo se, anticuada por el manantial de literatura histórica moderna. Sobre este punto me hallo incapaz de opinar, aunque puedo decir que me ha parecido un libro serio (como requiere el tema) y que suscribo lo que dice de él el prologuista (Francisco Socas): "Se lee con gusto y comodidad".

   Considero que merece algún comentario el trabajo de la editorial Renacimiento con el libro de Schulten. Hay que hacer mención de honor al prologuista que cumple esmeradamente su cometido, uniendo rica prosa y conocimiento del asunto. Complementa a este libro, de buena presentación, un apéndice de Felipe Mateu y Llopis que satisfará a los curiosos de la numismática... Su interés es relativo y podrá pasar desapercibido para muchos lectores (entre los que me incluyo). Por último, se echa en falta mapas en el libro para tener a un golpe de vista el desarrollo de las campañas militares. De tener esto, la editorial Renacimiento, hubiera otorgado una útil ayuda al lector. Quitando esto último, el texto se nos presenta sin errata alguna y en una edición muy cómoda y manejable.



sábado, 16 de septiembre de 2017

Loudon Sainthill (1918-1969)




Fragmento de "Figuras de la historia de Roma"

Muerte de Aníbal


   La clientela de Roma abrazaba ya todos los estados desde el extremo oriental del Mediterráneo hasta las columnas de Hércules. En ninguna parte había una potencia que pudiese inspirar temores. Pero aún vivía un hombre a quien Roma hacía el honor de juzgar como un enemigo temible; hablo del proscrito cartaginés que, después de haber armado contra Roma el occidente, había sublevado todo el oriente, fracasando solo en una y otra empresa por las faltas de una aristocracia desleal en Cartago, y en Asia por la estupidez política de las camarillas de los reyes. Al hacer Antíoco la paz, prometió, sin duda, entregar al grande hombre, y este fue a refugiarse primero en Creta y después en Bitinia. En la actualidad vivía en la corte de Prusias, prestándole su concurso en sus luchas con Eumenes y, como siempre, victorioso por mar y por tierra. Se ha dicho que intentaba lanzar al rey bitinio en una guerra contra Roma; absurdo cuya verosimilitud salta a la vista de cualquiera. El Senado hubiera creído seguramente rebajar su dignidad mandando coger al ilustre anciano en su último asilo, y no creo en la tradición que le acusa; lo que parece verosímil es que Flaminio, en su insaciable vanidad, siempre en busca de proyectos y de nuevas hazañas, después de hacerse el liberador de Grecia, quisiera también librar a Roma de sus terrores. Si el derecho de gentes prohibía entonces hundir el puñal en el pecho de Aníbal, no impedía aguzar el arma ni señalar a la víctima. Prusias, el más miserable de los miserables príncipes de Asia, tuvo un placer en conceder al enviado romano la satisfacción que este no se había atrevido a a pedir más que a medias palabras. Aníbal vio un día asaltada su casa repentinamente por una banda de asesinos, y tomó veneno. Hacía mucho tiempo, decía un escritor romano, que lo tenía preparado, conociendo a Roma y la palabra de los reyes. No se sabe fijo el año de su muerte, pero debió ocurrir, sin duda, a mediados del año 571 (183 a. C.), y a la edad de setenta años. En la época de su nacimiento luchaba Roma, con éxito dudoso, por la conquista de Sicilia; y vivió bastante para ver sometido a su yugo todo el Occidente, para encontrar delante de sí, en su último combate contra Roma, los buques de su ciudad natal, avasallada ya por los romanos; para ver a Roma arrastrar en pos de sí el Oriente, como arrastra el huracán la nave sin piloto, y hacer ver que sólo él hubiera sido bastante fuerte para conducirla. El día de su muerte se habían desvanecido ya todas sus esperanzas; pero en su lucha de cincuenta años, había cumplido al pie de la letra el juramento que siendo niño había hecho a su padre al pie de los altares.

                                                                            (Mommsen, Figuras de la historia de Roma, p. 41-42)

viernes, 15 de septiembre de 2017

"Figuras de la historia de Roma" de Theodor Mommsen

Retrato de Mommsen por Ludwig Knaut
   Envuelto en libros, papeles y algún que otro busto romano, un hombre de ajadas facciones, pelo largo, blanco y algo ondulado, escribió una gran obra en la afortunada vida que gozó.  Así fue como lo presentó, creemos que con justicia, Ludwig knaus a Theodor Mommsen en 1881.

   Romanista, conocedor de leyes, lenguas y hasta de monedas, Mommsen amplió los campos tradicionales de la historia, especialmente de la romana. Y esto fue no solo porque renegara de los mitos, que en la antigüedad siempre se enhebraban con la política o los actos de este o aquel general, sino porque escribió a lo largo de sus días una vasta obra sobre Roma. La historia que le dedicó a esa ciudad abarca su nacimiento, con la unión de varias tribus en las orillas del Tíber, hasta los últimos coletazos de la república: unos 700 años. Atrás quedan Eneas y, más lejos, incluso, Rómulo y Remo; cerca nos deja un relato verosímil, un gran conocimiento legislativo de la antigua Roma y más cosas que este pobre lector no puede contar de primera mano... En 3º de ESO me leí su primer tomo de Historia de Roma . Me desgastó tanto aquella lectura que hasta el día de hoy no había retomado nada suyo. La promesa de este tomo, implícita, de liviandad y amenidad me hizo probar suerte... ¡Y bien que hice!

   El texto que Mommsen dio a imprenta bajo el título de Figuras de la historia de Roma es un libro desarropado de las técnicas más asépticas del método científico y además rescata, para deleite del lector, las técnicas propias de los biógrafos antiguos. Este libro se aleja, por tanto, de otros textos que escribió Mommsen de corte más científico que presentaban, hay que recordar, su buen hacer literario en su prosa rica, enérgica y amplia en recursos expresivos. En esta obra vemos que la trampa verbal que prepara Mommsen al lector es eficiente, si no mortal. Quien empiece a leerlo no puede parar su lectura.

   Comienza el libro con Anibal. Nos habla de su carácter y de sus hechos pero no pretende, ni mucho menos, una biografía. La pluma de Mommsen prefiere lo fragmentario, muchas veces le basta un suceso. Es así como dedica el inicio del libro a uno de los más temibles adversarios de Roma, si no el que más y, luego, otro capítulo lo protagoniza, pero no tanto el personaje, sino el suceso de su muerte, al que la escritura ágil de Mommsen provee de cierto dramatismo al que no es inmune el lector. Otro tanto ocurre con Escipión africano, el único que batió y se alzó con la vitoria frente a Aníbal, que no es mostrado como triunfador, sino como un hombre vencido por los recelos de sus compañeros. No rehuye Mommsen en sus esbozos biográficos verter la opinión del moralista junto con la del justiciero historiador, escorando la narración hacia el ávido lector, que quizá no entienda de historias, pero sí de sentimientos y de la aflicción, la alegría o el orgullo que debió invadir el corazón de estos hombres. Uno se siente cercano a estos personajes cuando lee pasajes como el siguiente:
"De genio altanero, creyéndose formado de otro y mejor barro que el común de los mortales, completamente entregado al sistema de las influencias de familia, arrastrando en pos de sí por el camino de grandeza a su hermano Lucio, triste testaferro de un héroe, se había granjeado muchos enemigos, y no sin motivo. La dignidad es el escudo del corazón. El excesivo orgullo lo descubre y expone a todos los dardos lanzados por grandes y pequeños, hasta que llega un día en que esta pasión ahoga el sentimiento natural de la verdadera dignidad. Y además, ¿no es siempre propio de esas naturalezas, mezcla extraña de oro puro y brillante oropel, como era la de Escipión, el necesitar para encantar a los hombre el brillo de la felicidad y la juventud? Cuando desaparece una u otra, llega la hora de despertar, hora triste y dolorosa, principalmente para el que, habiendo producido grande entusiasmo, se ve ahora desdeñado."
                                                                                (Mommsen, Figuras de la historia de Roma, p. 44)


   Siguiendo esa estela, la del que que hace retratos de las figuras que trata, sopesando sus valías y defectos, va pasando revista a personalidades del mundo antiguo. Encontramos apuntes bien definidos sobre Filipo de Macedonia, aquel que se alió con Aníbal y lo hizo para causarle más desgracias que ayudas. Como complemento a las figuras heroicas o guerreras, se nos ofrece otros cuya valía se deslizaba mejor en otras áreas. Cicerón destaca en ese apartado, compartiendo lugar con los hermanos Gracos, legisladores que no sobrevivieron a sus propias leyes. Con ellos llegamos de lo que serían las futuras agonías de la pobre república romana. Intentaron ellos realizar unas reformas que incluyeran en el reparto de riquezas a los más desfavorecidos. Desde ese pasado, sepultado con los cadáveres de los Gracos a manos de la oligarquía romana, llegamos a Mario, Sila, Sertorio y César. Cuando uno cierra el volumen de remembranzas que Mommsen hila puede darse cuenta el lector de que el volumen se cierra justo donde los estudios más serios del autor terminaron: el fin de la república romana y el inicio del principado.

   Está exenta de dudas esta obra en cuanto a rigor histórico aunque, evidentemente, por su carácter fragmentario no se presta a la disquisición puntillosa de nada. Deja buen sabor de boca e invita como buen aperitivo a buscar otros textos que complementen este con matices e historias más largas. El conjunto no presenta debilidades, pues hay que tener el libro por lo que es: unión de puntos dispersos que aportan un mosaico de momentos y vidas. Delicioso como libro.