sábado, 3 de septiembre de 2016

"La sabiduría antigua" de Giovanni Reale

 
   Giovanni Reale es conocido por sus escritos académicos que se centran, principalmente, en la exégesis moderna de los diálogos de Platón. Su saber, dispersado en muchas obras, ha contribuido de manera benéfica a ampliar nuestro saber histórico de la antigüedad. En esta obra suya de 1995 se propone salir un poco de su especialidad... sin hacerlo realmente. Lo que pretende es llevar o arrastrar los problemas que plantea a su propio terreno. ¿Cuál es el problema que suscita las 250 páginas que nos presentó la editorial Herder hace más de dos décadas? La respuesta será acaso sugerente para el lector moderno, contemporáneo. Ya nos pone sobre aviso el subtítulo de la obra: Tratamiento para los problemas del hombre contemporáneo. No, no es un libro de autoayuda (aunque algunos fragmentos caigan en ello). Por el contrario es un análisis, algunos dirán que lúcido, en el cual se nos presenta por un lado un diagnóstico de nuestro tiempo y también una solución.

   ¿Cuál es el diagnóstico y cuál la solución? El diagnóstico vendrá elucidado de la mano de Nietzsche, al que se sitúa como un visionario que adelantó los males de nuestro tiempo. Perdón, no es el propio Nietzsche el que es empleado en la obra. Más bien es la lectura que Heidegger hiciera de él. Con los ojos de ese Nietzsche es con el que se pretende ver y analizar nuestros días, en los cuales, se dice, ha triunfado el nihilismo, con la consiguiente negación y trivialización de todo valor. De la negación de los valores, a los cuales se considera ficciones creadas para que relacionarse con el mundo sea más fácil, más cómodo, y de las cuales no surge nada. La negación de toda jerarquía de valores, el considerar las figuras concretas de la abstracción (conceptos, valores, etc) como quimeras lleva al hombre a una situación de inquietudes e inseguridades en la vida moderna. La seguridad de los antiguos es sustituida por la nada etérea, pero envolvente, de la modernidad. Este es el diagnóstico, pero ahora queda saber cuál es la solución. Como dijimos Reale pretende hacer como si saliera de su terreno académico, cuando lo que en realidad hace es arrastrarlo hacia sí, hacia sus estudios. Esto lo hace diciendo que la solución a los problemas actuales está, en buena medida, conociendo lo que los antiguos griegos pensaron y dijeron. En las palabras de Platón y Aristóteles se hayan respuestas, alternativas y soluciones a los problemas de la modernidad.

    Son nueve los problemas de la modernidad según el autor. El cientificismo, considerar que la felicidad se haya en los bienes externos o el materialismo son algunos de esos nueve problemas. Problemas que siempre trata del mismo modo: habla de ellos, nos dice que son muy malos y finalmente nos explica qué decían Platón y Aristóteles. En este sentido el libro es considerablemente previsible. Su previsibilidad no guardará recovecos o sorpresas al lector, que verá esa estructura repetida no una, sino nueve veces, en detrimento del posible entretenimiento que el libro hubiera podido ofrecer. El libro no nos deleita en este sentido con una original disposición de sus elementos... Pero es que tampoco lo hará con el modo de exponer la cuestión. Ello se debe a que este autor es incapaz de tratar un tema sin citar. Citar no es un crimen, pero presentar un libro de citas ordenadas no me parece del todo decente. En efecto, de las de las 250 páginas del libro al menos 150 serían, sin riesgo a equívoco, citas. La incontinencia a la hora de citar por parte de este autor es patente... hasta el punto de hacernos plantearnos qué es lo que él dice, ya que casi todo lo dicen otros. 

    Respecto a eso último, a lo que Reale expresa (que la solución a los problemas de nuestra era está en las palabras del pensamiento antiguo) tengo dos objeciones:

    1) El saber de la antigüedad no se haya solo en Platón y en Aristóteles. Pretender, sin decirlo, que todo se concentra ahí, es una caricatura histórica. Que esos sean los autores más importantes de la antigüedad se debe, en buena medida, a que la criba de textos que se ha hecho a lo largo de los siglos ha sido bondadosa con ellos. Pero, sin embargo, esto no hace que en su mismo tiempo ellos fueran los más importantes. A Aristóteles por ejemplo no se le leyó apenas hasta bien entrada la antigüedad. Es por esto que no es la sabiduría de los antiguos la que nos enseña Reale, sino la de algunos antiguos.
   2) En caso de que lo primero no fuera cierto habría un nuevo problema: que solo los doctos que tengan conocimiento del pensamiento antiguo tendrían los fármacos para combatir los males de la modernidad. Si consideramos esto entonces este libro no serviría, por ineficaz, para "tratar los problemas del hombre contemporáneo" pues serían unos pocos (y no la sociedad en general) los que pudieran tratar esos males.

    Atendiendo estas dos razones me parece un libro fallido, que no termina de solucionar aquello que pretendía. ¿Qué más se le podría añadir a este libro? Una mala edición: no es solo que en la portada hayan mostrado poco empeño (una imagen pixelizada), sino que además el libro está repleto de faltas ortográficas y hay alguna ocasión en la que el traductor olvida la noble lengua castellana para abrazar el indio. Un fragmento puede ser un buen ejemplo: "Ningún hombre vivir sin unirse al otro en el amor" (pág 169). No pretenderé, sin embargo, decir que este libro es una basura aunque sí remarcar que en ocasiones algunos pasajes son dignos de un libro de autoayuda. Un ejemplo nos tendrá servir aquí también:
"(...) no trates de aumentar aquello que tienes, sino trata de lograr que aquello que tienes esté en armonía con lo que eres.
 
    Si quieres aumentar aquello que tienes (los bienes exteriores), debes aumentar consiguientemente aquello que eres (los bienes interiores)". (pág. 251)
    Eliminando tales pasajes hay que considerar que al menos el libro tiene una parte buena, haciéndonos recordar algunos puntos de vista de los pensadores antiguos. Quitando eso, me parece un libro torpe, poco útil y en general poco agradable por la forma que tiene el autor de exponer. Queda ahí mi opinión de este libro del que creo que más de alguno alabará simplemente por ser de quien es.




martes, 16 de agosto de 2016

"El señor de la luz" de Roger Zelazny

   
      Decidí que la humanidad podía vivir mejor sin dioses. Si los eliminaba a todos, la gente podía volver a tener abrelatas y latas para abrir, y cosas por el estilo, sin temer la ira del Cielo. Ya hemos pisoteado bastante a esos pobres diablos. Quería darles la oportunidad de ser libres, de construir lo que quisieran (p.243)

     Roger Zelazny, nombre preeminente  dentro del género de ciencia ficción, tiene un basta obra, no siempre bien considerada y no siempre bien entendida. A ello no contribuye una mala lectura del lector, sino más bien el propio estilo del autor. La trilogía Dhalgren es un ejemplo de ello, aunque ejemplo de lo contrario tenemos también en El señor de la luz, de claro estilo sencillo. Escrito en 1967 y traído a España por la editorial Minotauro en 1979, la novela nos presenta un mundo imaginativo peculiar. En él, parecemos situados en un mundo que entremezcla fantasía, ciencia ficción y mitología. Combinación peculiar sin duda. Dicen algunos que dicha mezcla es atendida con la intención de poner a prueba aquello que dijera Arthur C. Clarke: Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistingible de la magia.

    Fuera aquella la intención de Zelazny o no -yo sospecho que no- nos presenta una historia que a algunos no nos pillará sin aviso: un mundo de dioses humanizados, con pasiones y luchas de poder que se manejan entre los hombres, para bien o para mal de estos. Con cambios en más de algún sentido, esto ya lo encontramos en otra saga del autor: Los nueve príncipes de Ámbar. La trama de poder que allí se desarrollara tiene su equivalente en este libro, donde el personaje principal, El señor de la luz - señor de otros muchos nombres por lo que vemos en la novela- es un dios derrotado en sus luchas de poder contra el panteón indio. Del mismo modo, en la serie de Ámbar asistíamos al intento de retomar el poder entre los dioses del personaje, en El señor de la luz, Siddharta -otro de los nombres que tiene el protagonista- se habrá de enfrentar a una especie de superhombres que se han dotado de una tecnología tal que no son distinguibles de los dioses. Al menos los hombres no los distinguen, pues los temen por el poder de sus dones, capaces de arrasar sus ciudades fácilmente. Bajo este temor, los humanos erigen templos y adoran a estos dioses, que vigilan atentamente cualquier avance tecnológico que hagan, procurando que la ciencia y el saber de aquellos no avance con el fin claro de que jamás puedan combatirlos. Nos hallamos pues en un mundo primitivo, deliberadamente mantenido así, por un panteón de figuras poderosas que planean mantener una rígida escala del ser, en la que ellos gozan en la cúspide de su edén artificial y tecnológico.



   Por la razón que comentamos arriba, muchos creerán hallar una crítica implícita hacia la religión. Pero esto no es del todo así en mi opinión. Si bien en nombre de la religión y de la labor de "cuidar a los humanos" estos seres mantienen estancada la civilización, impidiéndole desarrollar sus naturales inercias creativas, no es menos cierto que Siddharta, en nombre también de la religión (que él mismo emplea como excusa), agrupa a cuantos hombres puede para combatir el edén tecnológico que sus congéneres han creado y de ese modo permitir que la civilización se desarrolle. En esa noble aventura buscará la ayuda de los demonios y se internará en las grutas más profundas de la tierra para liberarlos y unirlos a sus fuerzas.

    Lo dicho hasta aquí nos deja entrever que, a través de una teogonía, nos es presentado un mundo de figuras fantásticas, que dan contornos precisos a un mundo imaginativo propio. La trascendencia de lo divino -idea tan cara a nuestra civilización- es anulada por la persistente presencia de los dioses entre los hombres. A los pies de la muralla de Keenset -una de las últimas batallas de la novela- no vemos algo muy distinto de lo que veríamos en la Ilíada: el conflicto de fuerzas humanas y divinas que dan lugar a un cierto orden mundano y celeste. Sin insinuar que esta obra esté influenciada por una obra tan antigua, sí que creo que hay que atender a este aspecto de la novela, viendo cómo entremezcla esos temas que encontramos en los grandes poemas antiguos con los más populares de nuestros días: retazos de ciencia ficción y fantasía. 

    No hay que pensar que esto se hace sin fallas. Tenemos, por un lado, una psicología de los personajes algo simple, aunque no incongruente. El sinnúmero de vidas que han tenido los dioses daría mucho más juego. En el conjunto de vidas que han tenido, en cada una de sus encarnaciones, no hay dios que haya conocido el amor de otro... Aunque también el odio, la traición, la reconciliación, la paz y la guerra. Atendiendo a esto se podría exprimir el jugoso tema de cómo sus caracteres se han modificado a lo largo de sus biografías. La novela, se desliza, sin embargo, por una vertiente más "heroica", que atiende a las gestas más que a la creación de personajes  psicológicamente profundos. Aquello puede no ser un fallo, sino una preferencia mía, pero este sí lo es: el modo en que se desatienden los conflictos. A la hora de narrar las batallas entre dioses y hombres, Zelazny adolece de cierta simplicidad. A pesar de estos apuntes la obra es sin duda entretenida y servirá para desconectar un par de horas de la rutina. Novela sencilla pero que cumple perfectamente con aquello que muchos pedirán: entretenimiento, buen y puro entretenimiento.



jueves, 4 de agosto de 2016

"El mar de madera" de Jonathan Carroll



   Jonathan Carroll es un nombre que en más de una ocasión había escuchado. Por foros de aficionados al género fantástico se le suele mencionar alguna que otra vez, si no con esta con otras obras. Cuando me crucé el libro por casualidad en una librería de viejo me resultó curiosa la portada por lo que de extraño tenía: un bosque sobre el que hay un mar. Arrojado en esa vastedad onírica que es un mar sostenido sobre árboles hay una figura, en una barca, remando, no se sabe muy bien hacia dónde. Frotándome las manos, y tras haber leído alguna que otra reseña considerablemente favorable me dispuse a comenzar el festín literario. Tras leer las primeras páginas no veía nada de peculiar. Tan solo la anodina existencia de un agente de policía que desde el principio se nos ofrece como un personaje "molón". Habría de esperar unas cuantas páginas hasta que comenzaran a darse una serie de acontecimientos de difícil explicación: un perro que es enterrado y que siempre acaba resucitando  cerca del protagonista, una pluma multicolor que aparece por todas partes, una joven que se ha suicidado... El policía, Frannie McCabe, intenta hallar una explicación de los sucesos que van ocurriendo, busca darles darles explicación y sentido. Pero como le dice un personaje: 

(...) la maravilla te tiene trincado del brazo, Frannie. Porque esto escapa a tu control. Ahora las reglas serán otras. (p.45)
    El policía, acostumbrado a que todo incidente, todo crimen, todo hecho atienda a una intención o razón la busca; pero como le dicen en ese fragmento aquí no procede la fría lógica a la hora de desentrañar lo que ocurre. En las próximas 200 páginas esperan al lector viajes en el tiempo, hechos incoherentes con lógica habitual y escenarios y situaciones rocambolescas. Todo ello en una apuesta por parte del autor de hacer de este libro una obra con toques de surrealismo... Empeño que en mi opinión fracasa estrepitosamente. La razón de ello es que es cierto que hay cosas sorprendentes y que no son normales. Se emplea lo asombroso con la idea de hacer de "El mar de madera" una obra surrealista. Ahora bien, si el lector se fija bien, hay cierta "lógica" en el aparición de lo sorprendente y lo increíble en la novela (Spoiler: la lógica a la que atiende los hechos sorprendentes es la de la actuación de ciertos seres que provocan todo. Sin su intervención todo seguiría igual. Por lo tanto, se mantiene un esquema causal... cosa que cualquier verdadero surrealismo dinamita) . El verdadero surrealismo, por su parte, destruye toda lógica. Lo sorprendente se da por una ausencia de lógica, no porque ella esté presente.  Esto es lo que hace que, a mi juicio, esta obra que pretende vestirse bajo los ropajes del surrealismo no sea verdaderamente surrealista. Aunque fracase en esto, queda claro que la novela entera se sostiene por el choque entre lo cotidiano y lo asombroso, exprimiéndolo al máximo para sacar de sí un libro de 316 páginas. 

    Aclarado aquello, ¿qué nos queda? Nos queda una novela de ciencia ficción que juega bastante bien con el humor para mostrarnos las peripecias de su protagonista, personaje elaborado claramente con la intención de caer simpático al personal: un tipo fuerte, policía, sarcástico, padre de familia, buen marido... vamos un dechado de virtudes. McCabe, con todas sus cualidades y defectos tendrá como principales compañeros en su travesía a sí mismo, pero en distintas edades: tendrá que compartir aventuras con un McCabe veinteañero, rebelde, claro antagonista a lo que es él con sus cuarenta y ocho años de edad. El libro nos presentará este antagonismo sin dar muchas razones de cómo un rebelde sin sentido acaba siendo un "ciudadano de bien", lo cual nos deja un mensaje del tipo: "con el tiempo sentamos la cabeza". A la oposición de lo cotidiano y lo asombroso se añade otra: la del McCabe que es un hombre de bien frente al cabeza loca que era con treinta años menos. Y del mismo modo fracasa... la ausencia de relato de cómo se produce ese cambio de concepción del mundo hace que sea inexplicable el salto del McCabe joven al McCabe maduro. La antítesis se explota con la intención de formar un dúo gracioso, que seguro que sacará una sonrisa a aquellos que se preciaron de tener juventudes locas y luego se han convertido en ciudadanos conformistas. En ese sentido, el dúo de los McCabe más que un elemento surrealista (que tu "yo" del presente se encuentre con  tu "yo" del pasado no es lo más común) de la trama está empleado para simpatizar con un amplio grupo de lectores. A mi sinceramente me resultaron cansinos los dos integrantes del dúo

Así era en los setenta. Prendíamos chapas en nuestras cazadoras vaqueras que anunciaban (neciamente) que no pensábamos fiarnos de nadie que tuviera más de treinta años. Ni de nadie que tuviera un trabajo fijo, que se vistiera con trajes, que pagara una hipoteca, que creyera en El Sistema... Si no me hice hippie fue porque me solazaba en la violencia, el egoísmo y la intimidación. (p.165)
    El resto de personajes lo acaparan la pizpireta hija del policía, su mujer (de la que solo sabemos que la ama mucho) y un malo que parece que está metido en la historia porque en toda historia debe haber uno. Podemos decir que exceptuando al personaje principal, del resto sabemos muy poco y que no están bien caracterizados ... o por lo menos podrían estar mejor presentados. Todos ellos son las piezas que, junto a McCabe, van apareciendo en la historia de Carroll, una historia con cambios bruscos y que hacen que uno tenga que estar atento.

   Se que hasta ahora no he hablado muy bien del libro, pero es por las razones que ya comenté: si la novela se sostiene sobre dos dualismos y ambos no se relacionan como deben podemos hablar de una novela que desde luego no es el prodigio, al menos en mi opinión, que se ha dicho que es. Es una novela entretenida, soberbiamente graciosa. Yo mismo me he reído muchas veces con las quejas de los McCabe, con sus improperios, con las situaciones que Carroll nos ofrece. Todo eso mezclado con el estilo fresco y desinhibido hacen del "Mar de madera" una buena lectura de entretenimiento, pero en modo alguno es una maravilla.




domingo, 24 de julio de 2016

"William Blake" de Chesterton


    ¿Necesitará William Blake presentación  de algún tipo? Por desgracia, y en los tiempos que corren, sí. Miembro extraño entre los londinenses del siglo XVIII y XIX, formaría parte de esa noble estela de pensamiento, a veces errática, a veces subterránea -al menos en la modernidad-, que ha vertebrado la noble Europa y que llamamos platonismo. Su platonismo se plegaría eso sí a un ambiente nada pagano: el de Sagradas Escrituras, si bien no sería un sometimiento forzado, antinatural... la imaginería de Blake, cruel con los de su tiempo -con razón, basta decir-, arrastra el pensamiento pagano y el cristiano a un mundo de referencias íntimas, personales de un "visionario" que halla en el verso y la imágen -nunca en el discurso argumentado- su modo expresión. A lo largo de una larga vida, no siempre cómoda, Blake conoció la pobreza y la marginación de su obra. Tenido por loco, pocos serían quienes se interesaran por su obra. La posteridad debería hacer justicia a su rico legado imaginativo, expresión de una cosmovisión que tenía como centro lo divino y el desprecio al ruido de la máquina y la fábrica que comenzaba a anegar el mundo moderno.

    El libro de Chesterton -primer encuentro mío con tal autor, siempre mencionado entre los grandes- hará un repaso por la vida del poeta y grabador. Lo tratará desde su más tierna infancia, considerando algunas de sus influencias y obras, así como su carácter y relaciones. El libro, rico a las consideraciones, nos muestra un carácter complicado, sereno salvo por erupciones puntuales que tiene trato -no siempre amable- con distintos mecenas. El pobre Blake, no muy acertado en sus decisiones prácticas, va de un estado de cosas no muy bueno a otro cada vez peor. Si bien no conoció la pobreza extrema, y siempre mantuvo su producción, sí que conoció situaciones que ponían en compromiso su dignidad. A través de ellas, Chesterton da cuenta de varios puntos y momentos de su obra. En cierto momento del libro se dice que La guerra que amaba Blake era una guerra de lo invisible contra lo invisible (p. 149). Ciertamente así lo mostraba su escritura visionaria y trascendente, enemiga del materialismo; pero también la postura que en asuntos de práxis mostraría: su apoyo a la revolución francesa era un apoyo al establecimiento de normas universales y trascendentes en el mundo. Teniendo fijado ese punto inicial, agonístico, entre una realidad que debe plegarse y acoger lo ideal, encontramos la matriz de la obra de Blake. Matriz esta muy generosa a las corrientes de pensamiento subterráneo, aunque Chesterton lo dirá con mayor gracia y talento:


    Algunas de sus ideas constituyen lo que el viejo mundo medieval habría llamado herejías o lo que el mundo moderno (con igual instinto de sensatez pero con menor precisión científica) llamaría modas pasajeras (p. 151).

    Estas líneas se hacen cargo de las influencias que ejercieron en Blake el pensamiento esotérico, mal mirado por Chesterton, pero que sin duda hallan su lugar en Blake. Es conocido que Blake leyó con interés a Swedenborg y otros pensadores de corte espiritualista o neoplatónico. Es por eso que Blake, por sus referencias, era una rareza en el mundo que había visto nacer la ciencia, con sus exitosas fórmulas capaces de anticipar a la naturaleza. La ciencia, no sería de extrañar, la denosta Blake... mucho menos admirará a uno de los acólitos que más impulso e influencia le dieran -a pesar de haber escrito más de teología y alquimia, curiosa paradoja a ojos modernos, que de física- Newton. A este hombre que se ganó el elogio de tantos modernos, Blake no le dedicará ninguno. En claro contraste con sus contemporáneos, más que alabarlo lo representará de un modo monstruoso. Es esta una rebelión contra un mundo considerado como mecanismo. La ciencia nueva perturba el mundo de influencias sobrenaturales de Blake. La realidad rica de presencias no solo visibles -es conocido que Blake decía hablar con espíritus desde muy pequeño- es reducida allí a mero mecanismo de un relojero. Desfachatez sin duda para el poeta inglés.


    Chesterton atiende la figura de Blake desde su comprometida visión católica... que no es sino una forma de decir que Chesterton lo juzga de forma atenta, puntillosa, aquí y allá, encontrando los defectos que un católico encontraría en cualquier heterodoxo. El juicio se hace sin embargo con un virtuoso empleo del lenguaje y con una mirada crítica, rica de elucubraciones de todo tipo -no siempre estrictamente relacionadas con Blake- que delimitan a ese que fue el loco de Londres. Merece la pena, sin duda, conocer a ese loco visionario en esta edición bellamente editada por Espuela de Plata.


lunes, 4 de julio de 2016

Fragmento de "Imagenes en fuga de esplendor y tristeza" de Luis Antonio de Villena

Áureo joven incógnito

Sólo la tosca moneda de oro da fe de él y de su imagen. Rasgos jóvenes en un estilo de ángulos y ojos grandes, bizantinos. Sabemos poco, casi
nada,
de quien fue, nominalmente, el último emperador de Roma, con más
exactitud
del Imperio Romano de Occidente, reducido ya (por aquellas fechas) a
poco
más que el territorio de la actual Italia. Por todo lo demás antiguas
provincias
-rota ya la comunicación entre ellas- campeaban, mandaban y
destruían, ramas
diversas de la gente germánica, godos especialmente. El paisaje abundaría
en estatuas rotas o caídas, acueductos deteriorados, y carcomidas murallas,
herrumbre en palacios y mosaicos, a menudo, descascarrillados... El general
Orestes -que conoció a los hunos- decidió hacer de su joven hijo el
césar:
Flavio Rómulo Augústulo -extraña coincidencia-a quien llamarían
"Augustulus",
Augustito, no sabemos si por ternura o por desprecio. No se excluyen.
El chico había nacido en Rávena y su padre lo llevó a la deteriorada pero
aún imponente Roma en su derribo. Allí, con lo que quedaba del Senado,
lo nombró emperador el 31 de octubre del año 475 de la era de Cristo.
Suponemos (por conjeturas de unos y otros) que el muchacho tendría
en tal momento unos diecisiete años. Odoacro, rey de los hérulos, otra
estirpe
goda, tras matar a Orestes, depuso a Rómulo el 4 de septiembre de 476,
fecha solemne del irremediable final del Imperio Romano de Occidente.
Quizá
para que nadie tornase a tener vanas ensoñaciones de Imperio (a él le
bastaba ser
rey) hizo enviar a Zenón, emperador de oriente, todas las insignias y
trastos
imperiales. ¿Y qué hizo con Augústulo? Debió haberlo matado también,
pero por algún motivo -rico a las conjeturas- bien que el chico nunca hubiera
pisado la política ni la batalla, bien que fuese un adolescente hermoso,
dieciocho,
como mucho diecinueve años, lo perdonó y lo mandó al sur, a una
propiedad
en Nápoles, que en tiempos mejores, había pertenecido al célebre,
opíparo Lúculo.
En el "Castellum lucullianum" -hoy del ovo- quedó en vigilada
libertad el chico.
Sabía leer a Virgilio y Homero, pero también sabía que eso ya no valía
nada...
Unos dicen que huyó y hasta que murió viejo, entre tantas revueltas,
felizmente
olvidado de sí mismo. Otros aseguran que lo más tarde hacia el 480 fue
muerto
por orden de Zenón, su igual, que no quería ni siquiera competencias
teóricas.
Es claro que el bárbaro Odoacro lo respetó porque lo simpatizaba, le
quería.
Un moralista severo diría: Nada quedó de nada. Pero nosotros (con la aurea
moneda en la mano, el brusco perfil joven) no somos ese agrío moralista
ni nos tienta -por obvio- el "memento mori". Pensamos que quizá
Augústulo,
junto al mar soleado de Parténope, soño en el viejo mundo de Pan y la
Sibila
y deseó morir antes (antes del cuchillo final) porque ya estaba muerto y perdido.
Fuera de su mundo, de sus libros, de su razón, de su dios y dioses,
entre gente áspera que le hacía burla cuando leía a Tácito o a Plutarco,
decidió que morir era mejor que vivir y dispuso el tósigo apropiado.
Una casualidad (que no se si llamar feliz) hizo que el puñal de Oriente y
el veneno del médico coincidieran en su lecho el mismo día y a la misma
hora.
Había dicho al viejo: sobrevaloráis la vida. Vale cuando brilla y deja de
valer
cuando es tan sólo el roto capuz de un fantasma. Ave atque vale. No fue su tiempo.

viernes, 24 de junio de 2016

La caída de Albión (o eso que algunos llaman Brexit)

La tendencia a la mitología es universal en la mente humana. Nuestra imaginativa mente teje como las famosas hilanderas, mas no vidas, sino orígenes de mundos y ciudades. Así Rómulo y Remo fundaron la ciudad  que sería un imperio de imperios. Pero sin las faldas levantadas de cierta sacerdotisa y sus escarceos con el dios guerrero, nada hubiera pasado. Gran Bretaña encontró su expresión mitológica en Albión. William Blake, poeta y pintor, lo emplearía para hablar de los males que afectaban al pobre héroe, que era reflejo de su nación. El materialismo y el racionalismo ciego carcomían a Albión. Hoy Albión es un cadáver: sombra de un imperio que ha moldeado el mundo con su lengua y filosofía, no acierta a ver dónde se dirigen sus pasos. Albión deja Europa sin saber muy bien hacia dónde se encamina. Será un anciano, con bastón, todavía poderoso y temible, que se apoyará en el hombro de su principal hijo: Estados Unidos. De tal palo tal astilla. Hoy el palo es astilla y la astilla palo. Juntos seguirán durante un tiempo contaminando el mundo con los males que Blake viera en su tiempo y que hoy son más fuertes y virulentos.




jueves, 23 de junio de 2016

¡Qué frágil es el lenguaje! Una frase mal entendida o mal expresada puede ser el inicio de caóticas discusiones o enfrentamientos. ¿Cuántas veces lo que uno intenta decir acaba completamente cambiado, por torpeza propia o ajena? Los escritores y poetas son los únicos que huyen de las trampas del lenguaje dando armonía a lo dicho y a la intención de lo dicho. Desde la caída de Babel ellos son los más aventajados para hacerse entender de modo veraz. Ellos tenían que ser, sin duda, los primeros maestros de los grandes pueblos de la historia, cuando la ruda ciencia todavía no acertaba a decir nada del mundo.

jueves, 9 de junio de 2016

Fragmento de Rubaiyat, de Fernando Pessoa



Las victorias externas del que manda,
todo en la misma rueda incierta anda.
Piensa, bebe vino, no seas. Todo pasa
y el alma misma no gobierna nada. (pág. 97)


Mi corazón, plomo que el alma siente,
pesa al sentirse. Nada nos consiente
claramente confianza o esperanza.
Bebe, que Dios es todo y todo miente. (pág. 103)


No te preocupes de la ciencia, ni de usarla
¿De qué sirve, en esta oscura sala
que es la vida, medir mesas y sillas?
Úsala, no midas; tendrás que abandonarla. (pág. 69)

jueves, 12 de mayo de 2016

"Y eso fue lo que pasó" de Natalia Ginzburg


    "Y eso fue lo que pasó"... Colofón habitual de muchos relatos que nos cuentan y que contamos no es, en este caso, tal colofón. En esta ocasión es el título de una de las novedades de la editorial Acantilado que nos lleva inmediatamente a pedir respuesta por parte de nuestra cotilla inquietud, ese patrimonio indiscutible de todos los castellanos. En este sentido el título es una invitación y una incitación: nos vaticina con antelación una confesión. Una confesión que, a las pocas líneas, nos sorprende con un "Le pegué un tiro entre los ojos". Ese tiro mencionado en la primera página del relato no deja concesiones al lector, el cual ya sabe qué pasó. El resto del libro, brevemente, nos reconstruirá los acontecimientos que han llevado a ese disparo que se realiza por las manos de una mujer, apuntando cuidadosamente a su marido y que con mano firme le dispara. 

    "Le había estado esperando durante tanto tiempo que hasta el silencio se había acabando volviendo denso en mi interior. Trataba inútilmente de encontrar algo que contarle para que no se aburriese de mí. Intentaba encontrar cosas graciosas y divertidas. Hacía punto bajo la lámpara y él leía el periódico agarrándose la cabeza con fuerza. De cuando en cuando dibujaba algo en su cuaderno (...)" (p.45)

     Historia de un amor frustrado, Ginzburg nos narra las pequeñeces que tienen lugar en la aburrida vida de una mujer del siglo XX. Como dice en la introducción Calvino, la mujer se definía y se identificaba en la esperanza de encontrar un varón que la amara y sostuviera, dejando de lado cualquier pretensión que fuera más allá de las pulcras estancias que debía mantener en ese hogar que habría de convertirse en su templo. Un templo en el que todo se hallara sacro y límpido, a la espera de que su divinidad tomara forma y figura en su marido, al cual debía cuidar y proporcionar hijos. Tomando esto como piedra angular, Ginzburg esboza una historia que va desde las cándidas esperanzas de una chica por un hombre, al hastío de la misma por él: las primeras citas, el afianzamiento de los efímeros encuentros que se van transformando en una relación seria y en el consecuente matrimonio. Mas esa relación en la que la protagonista cree hallar el fin de sus objetivos, no es sino una caja de Pándora que encierra no todos los males, pero sí más de uno: odio, celos, desprecio... Su marido, infiel, descuida aquello que se le ofrece generosamente para abrazar una relación frustrada desde hace muchos años. Así, las tortuosas relaciones van tejiendo el hilo argumental de la novela, una novela que se articula sobre ejes mínimos, con muy pocos elementos. Ciertamente no hallamos un gran mural humano en el que se nos muestre un tratado sobre las pasiones y sentimientos humanos. Más bien no. Ginzburg hace gala de austeridad, tanto en personajes, como en lugares. Le bastan cuatro o cinco personajes para contarnos la experiencia interna de esa mujer que pacientemente aguanta ser relegada a segundo plano y a la que le es negada hacer algo, tanto en el mundo como en su propia casa. Sin dominio en el mundo ni en el hogar, la protagonista se refugia en la interna actividad de la escritura y la confesión. Vedado el mundo externo todavía le queda desahogo en la introspección y la subjetividad, lugar silencioso y sin contornos, en el que la mirada autoritaria del varón no puede legislar.

   Tenemos entre manos entonces un libro que más que una gran novela con intenciones puramente estilísticas es una gran apuesta que tiene como fin la denuncia de la situación de la mujer. En ese sentido podemos recordar aquello que dijera Brecht: "El arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma". Ciertamente, el libro de Ginzburg, aunque breve, deja huella en la conciencia de los varones, pasados y presentes, recordando que el mundo todavía es más de ellos que de ellas. Y esto lo hace desde una voz femenina: la mujer ya no se reivindica a través de un hombre, ya sea por la mano de algún escritor como Tolstói o del travestido Flaubert, ese que dijera "yo soy Madame Bovary". Pocas molestias hallará cualquier lector en el encuentro con esta femenina voz -a parte del precio desproporcionado- que con estilo austero nos entretiene a lo largo de sus breves cien páginas.