miércoles, 23 de noviembre de 2016

"El fin de Alejandro I" de Dimitri Merejkovsky



    La historia en ocasiones no es justa, como tampoco las gentes que no la atienden. De esto quizá nos diga algo Rusia. Ese país duro, helado, nación de campesinos maltratados por nobles, comunistas o plutócratas, ha tenido el mérito de salvar dos veces el continente, aunque no se le ha reconocido el mérito de tal tarea. La más sonora, y cercana, nos recuerda la caída del III reich; la otra, más lejana, pero no menos importante, se remonta a los tiempo de Napoleón, al fin de lo que había nacido de la república francesa, fuera bueno o malo. La historia que muchos imaginan, que como decimos es a veces injusta, nos habla mucho de la victoria de Wellington en Waterloo, ensombreciendo los enormes sacrificios que tuvo que hacer el pueblo ruso para resistir y finalmente vencer en Leipzig a Napoleón. El mérito de esa victoria fue de un hombre llamado Alejandro I, zar de todas las Rusias, que prefirió ver cómo los franceses asolaban con fuego sus tierras antes que rendirse.




   Merejkovsky, autor ruso de sobrada maestría narrativa, da protagonismo a ese hábil estratega que fue Alejandro, pero su Alejandro no es el conquistador... El Alejandro de Merejkovsky es un hombre mayor, inquieto, anhelante de paz, que ha olvidado los viejos días de gloria en favor de los futuros imaginarios en los que él ocupa una casita de retiro junto a su esposa. 
   "Cuanto más se alejaba, más aliviado se sentía Alejandro, como si su alma se librase del peso que la había abrumado en los últimos años; le parecía salir de un terrible sueño; se sentía como si hubiera abdicado ya, como si nunca tuviese que regresar, como emperador, a la capital; la última liberación lo esperaba en el sitio al que se dirigía. ¿No era, acaso, por esta razón que oía en los gritos de las grullas una misteriosa llamada, una esperanza infinita?" (El fin de Alejandro I, Pág. 45)

    El sino de los tiempos, sin embargo, obstaculizará sus pequeños y razonables deseos de retiro. Podrían haber abatido entre todos al gigante francés una década antes, pero no pudieron destrozar cuanto se dijo y pensó en la Francia revolucionaria. Las formas rígidas y autoritarias de gobierno que hasta ahora habían regido Europa habían perdido todo rastro de ligitimidad tras la toma de la Bastilla. Esto, que atañía a los franceses, no le afectó menos a Rusia, donde empezaron a haber escépticos de la monarquía de los Romanov. Los titubeos y susurros hablan de constituciones, de leyes, de levantamientos y, en definitiva, de poner fin a la familia real. De esos titubeos y susurros, verdadera mirada de Gorgona para las monarquías europeas de aquellos tiempos, nos habla Merejkovski.

     Para el fin que se propone el autor esboza dos momentos que se van intercalando en la novela: por un lado, el inquieto semiretiro del emperador que está al tanto de la trama de los conspiradores; por otro, los conjurados cuyos rostros y caracteres, buenas o malas intenciones, nos son presentadas. No hay por parte del autor demonización alguna de ninguna de las partes. Si el zar Alejandro nos resulta una figura amable, viajero cansado de los hilos del poder que se ciñen a sus brazos y cuello como cadenas, los conspiradores no son menos nobles. De hecho alguno de ellos parece que debiera vestir las ropas de un santurrón más que las de un militar... Prueba de ello son las vacilaciones que estos últimos tuvieron, incapaces de pasar a la acción. Finalmente su pensamiento y proyectos nos resultan tan utópicos o imaginativos como aquellas historias que se contaban los hombres en el Renacimiento, con Moro o Campanella.

    Intercalando los pesares palaciegos de la mujer del zar, esposa devota, las conversaciones de los conjurados y algún viaje de estos, la trama transcurre sin muchos vaivenes que aporten al lector momentos inesperados o giros repentinos. Asistimos con esta novela, más que a otra cosa, a los últimos días del zar que llevó victoriosos a sus húsares hasta París.

    No puedo decir que el libro haya hecho que me olvidara de cualquier otra cosa, sinceramente. Circunstancias biográficas han hecho que quizá no disfrutara de esta novela como quizá hubiera podido ocurrirme de haberla leído en momento más propicio. Con todo, afirmaría sin reparo que la novela no tiene la maestría en su estilo y estructura que tuviera El romance de Leonardo, libro que me dejó atónito en su día. La calidad de esta novela histórica, me parece inferior en muchos aspectos... Pero sin recurrir a las tentadoras comparaciones, diré que quien sea capaz de sortear las dificultades que los nombres rusos presentan -no pocas cosa es esa- tiene un libro menor entre manos, pero no aburrido. La casualidad ha hecho que hace apenas unos días cayera en mis manos la continuación del libro, titulada El 14 de diciembre. Ya les contaré algo de ella a quienes lean este blog.

Alejandro I

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