sábado, 23 de febrero de 2019

"Lo que vi en América" de Chesterton

   "El propósito de este libro, si alguno tiene, no es otro que exponer la siguiente tesis: la peor forma de ayudar a la amistad angloamericana es ser un angloamericano. Hay algo aun peor, por supuesto, que es ser anglosajón"
                            (Lo que vi en América, p. 272) 

Chesterton fue un notable conferenciante en sus tiempos. El genio que portaba en su pluma no se agotó en el papel escrito, pues muchos fueron los viajes que realizó dando charlas, siempre atendido y siempre polémico. Y siempre recordó algo que hoy parece muy olvidado: que las religiones siempre comportan un modo de vida, y no sólo una visión de la vida y del mundo. Así, siempre se pronunció sobre temas de actualidad, pero desde su trinchera católica, sin pelos en la lengua y con el cuidado de endulzar con humor el ácido de su crítica. En Lo que vi en América (1922) aporta unas reflexiones sobre sobre la democracia y el mundo que allí cristalizaba, en lo que auguraba ser un nuevo imperio (que hoy ya conocemos como tal). Y lo hace burlándose ya en su comienzo de las pretensiones de escribir "impresiones" sobre viajes. Menciona ejemplos, como el viajero que residiendo por un tiempo en un país rico, piensa que un abrigo de piel y un bastón son propios de pudientes bolsillos cuando, si viaja a países donde las formas modernas no se han infiltrado, encontrará que los abrigos de piel los emplean los humildes para protegerse del frío y los bastones son ayuda para abrirse camino en un bosque. Partiendo de las ideas engañosas que se puede forjar uno viajando critica las "impresiones" que tienen muchos de sus compatriotas con América, sobre todo en un clima de preguerra donde convenientemente se pretendía un acercamiento con la joven nación americana. Así, muchos olvidaron que un país que repudia cualquier constitución (Inglaterra) no tiene nada que ver con uno que diviniza una constitución (la americana); uno que se precia de lo antiguo no tiene parentesco con uno que se abandona a constantes innovaciones; y, desde luego, no hay continuidad entre un país y otro si la existencia de uno se debe a una revolución contra la corona británica. Recabadas numerosas diferencias dice:
"Estamos continuamente aburriéndonos hablando de los lazos que nos unen a América. Estamos continuamente proclamando a gritos que Inglaterra y América se parecen mucho, sobre todo Inglaterra. Estamos siempre insistiendo en que ambas son idénticas en todas las cosas en que difieren de modo más obvio. (...) No dejamos de repetir que al menos todos somos anglosajones, cuando en realidad nosotros descendemos de romanos, normandos, bretones y daneses y ellos, por su parte, descienden de irlandeses, italianos, eslavos y alemanes" (p. 159)

   Cuando tritura los "parecidos", ve en Estados Unidos el lugar donde se encarnan los encantos del sinsentido: una sociedad con el único espíritu que el de la búsqueda del dinero, sin argamasa espiritual de cualquier tipo. La prueba de ello se atisba tras dos siglos de historia. Esa distancia histórica permite una visión de conjunto del país y la sentencia es firme, rigurosa, inapelable: el joven país deificó los ideales ilustrados, pero lo que ha ofrecido no son más que fantasmas tras los que cuelga la religión. Prometieron la libertad ilustrada, que es una libertad imposible, así como otras cosas, que también han sido imposibles. El primer Dios moderno que no se "ha hecho carne", que no ha cristalizado en la realidad, es la misma libertad:
"¿Acaso habéis alimentado las almas hambrientas de los hombres? ¿Habéis traído libertad a la tierra? Pues cada uno de los motores en los que estos viejos librepensadores creyeron firme y confiadamente se ha convertido en un motor de opresión e incluso de opresión de clase. Su parlamento libre se ha convertido en una oligarquía. Su prensa libre se ha convertido en un monopolio. Si la pura Iglesia se ha corrompido en el transcurso de dos mil años, ¿qué se puede decir de esa pura República que ha degenerado en una repugnante plutocracia en menos de un siglo?" (p. 224)
    Estas líneas son aplicables a todos los países que han abrazado la ilustración, palabra tras la cual se oculta un panteón de semidioses (Rousseau, Diderot, Voltaire...), inspiradores de curiosas mitologías conceptuales. La expresión política de ese mundo halla su traducción en Estados Unidos, y un tradicionalista como Chesterton no podía evitar mirar con recelo. Un capitalismo galopante en el que unos pocos dominan a todos guarda, para Chesterton, la huella de la maldad. Y sin duda para él es más malvada una república moderna administrada por plutócratas que una monarquía absoluta plagada de pequeños propietarios, porque para Chesterton la libertad no es votar. Libertad es ser independiente de otros y para ello es necesario la propiedad. A partir de ella se puede "emprender" en el sentido adecuado. El emprendedor moderno lo es solo de palabra porque como no dispone, en la mayoría de los casos, de propiedad se ve obligado a pedir un préstamo, a depender del arrendamiento de algún local y de un proveedor. Compárese esta libertad con la de las antiguas familias que sacaban rendimiento a las tierras que poseían. O piénsese en una familia con un negocio de zapatos que de generación en generación perpetúan el negocio artesanal. Aquellos son libres en apariencia, porque tienen tres jefes invisibles; estos otros, por no depender de otros, son más libres. Por esto mismo, Chesterton ve con horror la expansión de las grandes finanzas y corporaciones, porque para él lo que estaban ejerciendo es un proceso de concentración de propiedades y dinero y, con ello, favoreciendo la pérdida de las pequeñas libertades, que son las que realmente existen y no el concepto vacío de libertad que Rousseau patentó en El contrato social

   Entre las muchas ideas que va desarrollando con su paso por norteamérica destaca la conciencia del desarraigo y comenta que en un local un camarero le sirvió la comida. Intentando simpatizar con el hombre y descubrió que provenía de Bulgaria. Tras hacer algún comentario banal sobre el país, expresando la sospecha de que allí casi todo el mundo sería agricultor el camarero sentenció:
"De la tierra hemos venido y a la tierra volveremos. Cuando los hombres se alejan de ella, están perdidos."
   Tales palabras impresionaron a Chesterton, pues cumplían las veces de análisis comprimido y de confesión. De análisis, porque condensa el cambio de las comunidades pequeñas, las agrarias, a las sociedad urbanas modernas; de confesión, porque el camarero búlgaro se declara como perdido, desarraigado.

    Bastan estas pocas ideas para ver el talante antimoderno de Chesterton, que se ciñe al país más moderno. Esa disposición contraria al mundo que ha parido la modernidad se plasma en los diecinueve capítulos de este libro. Como he dicho otras veces sobre Chesterton es destacable por su estilo y por un gran humor. Lo que vi en América sostiene la calidad de otros libros suyos que he leído, y por eso lo recomiendo con el mismo fervor con que recomendé los otros.


domingo, 3 de febrero de 2019

Frases ilustres de "Introducción a la sabiduría" de Luis Vives. Obra publicada en Lovaina (1524)


Y la nobleza, ¿qué otra cosa es sino el albur del nacimiento inspirada en la necedad del pueblo? Vemos hartas veces que esta nobleza se adquiere con robos.

La firme y auténtica nobleza nace de la virtud.

Desechando, pues, las apreciaciones del vulgo, ten por el mayor de los males no la pobreza o el ruin linaje, ni la cárcel, ni la desnudez, ni la ignominia, ni la deformidad física, ni la enfermedad, ni la flaqueza, sino los vicios y los anejos, la ignorancia, la tontez y la locura.

Y porque en esta nuestra peregrinación traemos el alma encerrada en el cuerpo y tesoros cuantiosos en vasos de barro, no hemos de repudiar y desdeñar el cuerpo sistemáticamente.

No descuidarás la memoria, ni consentirás que por no cultivarla se entorpezca.

Así que deben ser esquivadas todas aquellas artes incompatibles con la virtud, como lo son todas las adivinatorias, verbigracia, quiromancia, piromancia, nigromancia, hidromancia; tamibén la astrología, que encubre la mayor proporción de la vanidad pestífera inventada por el mayor de los impostores: el demonio. Estas artes tratan y profesan aquellas materias que Dios se preservó para Él solo, a saber: el conocimiento de las cosas venideras y abstrusas.

Del hombre es el errar; pero perseverar en el error es exclusivo del necio.

La cumbre de todo saber y erudición es aquella filosofía que remedia aun las más recias enfermedades morales.

Harta diligencia se pone en la curación del cuerpo y tanto mayor es la que debe ponerse en la del alma, cuanto que sus dolencias son más secretas, más graves, más peligrosas.

Este es el gran premio del esfuerzo por la cultura cuyo más auténtico fruto es que todo aquel grande y variado caudal de conocimientos no nos sirva para la necia admiración y alarde vano, sino que se traduzca a la vida práctica, y quien antes que todos saque el provecho sea su poseedor; y no se quede encerrada en el entendimiento como en bujeta, donde todos van a sacar lo que les cumple, pero es inútil para el vaso o el recipiente.

En la amistad conviene que haya fe, constancia y llaneza, por manera que del amigo no tengas ningún recelo ni prestes oído fácil a los suspicaces y a los delatores.

Se muy tardío en admitir amigos, pero una vez admitidos, se más constante en retenerlos.

La vida no es vida para los suspicaces o los desconfiados, sino una muerte continua.

Es un viejo dicho: para ser verdadero no seas malpensado. Este otro, aunque nuevo en palabras, es viejo en sentido: para vivir en quietud no seas sospechoso.

Con los inferiores muéstrate comedido; con los superiores, reverente; con los iguales, asequible y fácil, y para el vicio, se siempre duro, rígido, vertical, inexorable.

Ni conviene que pienses que tú solo eres hombre y todos los otros bestias que no han de atreverse ni a chistar. Eres hombre; vive con los hombres en pie de igualdad.


lunes, 28 de enero de 2019

"Vivir: tratado de la desesperanza y la felicidad" de André Compte Sponville

"No debemos perder los bienes presentes por el deseo de los ausentes" (Epicuro, citado en Vivir, p. 267)
   Han pasado cuatro años  y medio desde que leí el primer libro de André Compte Sponville, del que este es continuación y fin. El preludio que aquel tomo suponía iba, supuestamente a hallar su acabamiento en el segundo tomo: "Vivir". Un par de años separaron la creación del primer libro del segundo. El autor mismo reconoce al principio del segundo tomo que este fue una ardua labor, más difícil que la primera y que por esa razón tardó más de lo esperado.¿Ese trabajo en qué quedó? ¿Cómo se articula el materialismo que estaba por llegar, aquel que, desinfectado de trazas platónicas, fuera verdadero y puro? Bien, pues a lo largo de 370 páginas podemos verlo. En ese espacio se preocupa de dos flancos: la moral y el sentido (semántica). Hablaremos solamente del primero, para proceder con mayor rapidez a la inspección del ensayo y a la consiguiente opinión.
"Las reticencias de nuestra época respecto de la moral son en primer lugar de vocabulario. El bien, el mal, la culpa... ¡Todo eso parece tan anticuado! Y muchos creen haber resuelto el problema porque han renunciado a las palabras que servían en otro tiempo para plantearlo. Según ellos la virtud es una lengua muerta."                              (Vivir, p. 14)
. ¿Cómo ha de afrontar la ética un materialista? Todos pensaremos, indefectiblemente, que a un cuestionamiento de la ética, de cualquier ética, además. Seguro que alguna frase de Nietzsche sobrevuela la imaginación de alguno. Un materialismo parece llevar necesariamente a la abolición de la moral, porque la moral siempre es el bastón de la religión: sin él no camina. No es eso lo que uno aprende leyendo a Sponville, sino más bien lo contrario. Históricamente, Nietzsche y su crítica a la moral han ejercido el peso de una losa y cubierto nuestros ojos con una venda. Esa venda nos impide decir el nombre Spinoza que, sin embargo, no para de estar en la boca del filósofo francés que hoy consideramos. Más de la mitad de las notas (y hay unas 300-400) tributan respeto y honor al pensador judío. Partiendo de él y llegando a él, la ética se piensa no como una ilusión (aunque lo sea), sino como un ejercicio en el que el sujeto tiene un mayor grado de implicación. Expliquemos esto: es ilusión, porque parten de la premisa de que no hay Dios o, que en caso de haberlo, no es nada distinto a la naturaleza (Deus sive natura, que dijera Spinoza). En ese momento aceptar la moral comporta un grado de arrojo, un acto de valentía y un ejercicio de la voluntad mucho mayor que el de un creyente. Cuando se actúa por un valor (templanza, valentía, industriosidad, liberalidad, etc) no se hace con vistas a ganar méritos en otra vida y, el hecho de que no haya ganancia, redunda en la calidad de la acción emprendida, pues la ética se compromete, no lo olvidemos, con la buena acción, no con la buena voluntad. ¿De qué nos sirve tener buena voluntad hacia alguien si luego en nuestras acciones provocamos un mal a ese alguien? Pero continuemos con el tratamiento que hace Sponvile: la ética es una ilusión, pero no su ejercicio; la ética se compone de ideas, y estas no son nada del mundo. El mundo es mera materia. Y lo que no sea materia no es nada, sino ilusión. El hombre está plagado de ellas: cuando pasa de lo particular a lo universal ya está imaginando y sufriendo la ilusión de sus imaginaciones. La ilusión por excelencia para Sponville es el platonismo y las religiones. Sólo existe el deseo de cada uno de nosotros. Yo deseo mi bienestar, el de mi cuerpo (porque la conciencia es otro fantasma, otra ilusión para este autor, como explicaba en el primer libro Sponville) y, por extensión, el de mi vecino. Esa es la base: la materia, el bienestar de este cuerpo que soy yo, que se extiende al resto de cuerpos. Es un movimiento ascendente. Justo al revés que las religiones: tras de lo divino se atisba una larga escalinata hacia realidades más humildes. En ese orden descendente se halla la moral, porque se impone desde arriba, no desde el cuerpo, que está abajo, en el plano de la materia, sino desde lo divino, que es trascendente.
"(...) el problema consiste entonces en saber cómo conciliar esta crítica con las múltiples  reglas que Spinoza no cesa de enunciar -'certa vida dogmata', como él dice-, reglas que deben gobernar nuestra vida (ellas constituyen una recta ratio vivendi), que en su mayoría apenas se oponen, es lo menos que se puede decir, a los mandamientos tradicionales de la moral" (p.118)

   Lo dicho hasta ahora explica por qué un materialista no claudica a la mera inmoralidad, pero no da asiento a la moral. No lo hay. La moral no es sino el gusto y el deseo que se han modelado a lo largo de las épocas. De nuevo una explicación que parte de realidades humildes: deseo, gusto, nunca trascendencia. Este punto es insuficientemente tratado por Sponville pero en el recorrido global del asunto moral transitamos grandes nombres: Kant, Sartre, Simon Weil, Descartes, Epicuro, Hobbes, Platón... Es curioso que no emplee a Hume porque este ya desarrolló una ética que partía de las emociones. Muchos autores son puestos sobre la mesa y diseccionado como cuerpos que se estudian. No siempre con fortuna, como no siempre con fortuna se hace en la segunda parte, que trata en torno al significado, el lenguaje, el tiempo y la memoria. Por su amplitud, es realmente difícil exponer el libro de Sponville. Y más todavía es hacerlo sin contar con el trasfondo del primer libro (para el lector que se tope con esto sin haberlo leído). Me limitaré a señalar algunos puntos débiles a mi parecer:

  1. El incapié que se pone durante todo el ensayo sobre lo que es real deriva en algo demasiado limitado. En todo momento se establece que la realidad no es otra cosa que la materia pero, en tal caso, no existe lo posible, que en filosofía se ha llamado, tradicionalmente, "potencia". Sponville identifica la posibilidad con la ilusión, pero no son lo mismo: algo ilusorio nunca podrá llegar a ser, mientras que algo posible puede llegar a ser. En pocas palabras: lo ilusorio es imposible en la realidad (un pegaso), pero lo posible puede implementarse en la realidad (una semilla se puede transformar en un árbol, o no).
  2. Hay cierta apariencia de criticar todas las religiones, pero eso está lejos de la verdad. El libro carece de real conocimiento de las religiones. No hay apenas bibliografía especializada en torno a ellas. Los politeismos no tienen mención. Apenas la tiene el islam y sí, y bastante, el crisitianismo. Además Sponville coquetea con el budismo y el zen, lo cual nos lleva a una conclusión: no critica a las religiones por crear todo el entramado de ilusiones; solamente critica aquellas que le placen. Cuando se ensaña con el cristianismo lo hace desde una perspectiva reducida porque emplea un par de escritos de San Agustín, la Biblia y, con mucha rareza, a Sto Tomás. Esto degenerará en lo que señalaremos en el punto 4.
  3. Cuando tilda la moral de ilusoria no ahorra palabras para calificar a los moralistas: "Antes y mejor que Nietzsche, según mi opinión, Spinoza había desenmascarado las trampas de la tristeza y del resentimiento  que habitan en el corazón de la moral. Como por ejemplo los que condenan al amor a la gloria, al dinero o a las mujeres por impotencia interior, cuando son lo que más desean. Tristeza de misántropos, de avaros y de misóginos: tristeza de moralistas. Beatos, devotos, censores... Hombres viles. Pero más necios (Spinoza lo da a entender) o más ignorantes que malvados. Pues solo se juzga, en uno mismo como en otro, lo que no se comprende. (...) Juzgar es confundirse" (pp. 117-118). Que bajo el manto de la virtud se esconden muchos sinvergüenzas (unos Tartufos de la moralidad) no es nada nuevo. Pero uno se pregunta al leer estos pasajes si no cae el autor en lo que critica, pues juzga a los que juzgan.
  4. Al estudio le falta profundidad histórica y eso permite numerosas, graves y horribles deformaciones. No distingue, por ejemplo entre el platonismo, el neoplatonismo ni el cristianismo. Con ello fomenta un zurriburri muy conveniente a sus intereses: pliega los conceptos de tal manera que se avienen a lo que él quiere criticar. Conceptos como materia, cuerpo, realidad y presencia divina cambian considerablemente en las tres corrientes mencionadas, pero en el zurriburri que presenta eso no se hace de notar. Es particularmente grave en el caso del cuerpo. Si bien Platón dijo que el cuerpo podía llegar a ser una cárcel, basta con leer La República para ver cómo nos exhorta a su cuidado porque, como decían los antiguos, mens sana in corpore sano. El neoplatonismo sí tendió al desprecio del cuerpo, pero ni mucho menos el cristianismo (el que venció de entre los distintos tipos de cristianismo). Pocas religiones han hecho que su Dios se hiciera "carne", ni tampoco han dado tanta importancia al cuerpo en la escatología (el dogma de la resurrección). San Agustín, haciendo un guiño a la "cárcel" de Platón dijo: 
"No es el cuerpo tu cárcel, sino la corrupción de tu cuerpo. Tu cuerpo hízolo Dios bueno, porque Él es bueno; la corrupción viene de su justicia, porque es juez. Aquel es fruto del beneficio; éste, consecuencia de un castigo." (Enarrationes in Psalmos 141)
   Todos estos aspectos que me parecen deficientes están sujetos al peligro de haber malinterpretado algo. Debería haber releído el primer libro, pero no he podido. Basten estas consideraciones sobre el libro.

   Sobre todo el libro sobrevuelan las palabras del Evangelio de san Juan: "(...) solo la verdad os hará libres" (Jn 8, 32), que creo que no menciona, pero que es de evidente presencia. Así, desveladas todas las ilusiones (las religiones,la conciencia, el platonismo en el arte, la política y la ética, etc), se puede "Vivir". "No se trata pues de cambiar la vida (...) sino de vivirla sin mentira y sin ilusión (...)"  (p. 335). El trabajo de Sponville se presenta, entonces, como un grimorio con todo tipo de surtidos, para combatir todo lo que para él no son más que cosas ilusorias. La verdad, la suya, nos hace libres. Pero no le basta con descubrir la verdad, pues se exhibe como una nueva Biblia, una "Buena nueva" (Novum testamentum).
"Así es la buena nueva de la desesperanza, aunque temo -porque es desesperada y justamente desesperante- que no satisfaga a nadie (...), pero sin embargo es una buena nueva, tanto más cuanto más desesperante. Es bueno acabar anunciándola, tanto más cuanto más desesperante. Es bueno acabar anunciándola, precisamente porque no anuncia nada. ¿De qué tienes miedo? ¿Qué aguardas? ¿Qué esperas? Ya estás salvado." (p. 343
   Como su "nuevo testamento" no anuncia nada  ahí encuentra el punto de conciliación con el zen, que pretende no pretender nada en el orden del pensar, es decir, no pensar. 700 páginas (los dos libros juntos) apuntan en una dirección antiintelectualista y antiracionalista: "El fin no es ser sabio, sino vivir" (p. 347). Recodemos la frase de Epicuro que puse al principio de la reseña: "No debemos perder los bienes presentes por el deseo de los ausentes". En Sponville lo presente es la vida, el mundo; lo ausente es el más allá, las ideas de Platón, la escatología, etc. Hace un uso muy bueno de esa frase, tan certera como imposible de cumplir, totalmente, al menos.

   Creo que es el primer libro que al aplicar  la etiqueta "ensayístico" entrevero una clasificación y un ligero desprecio. Es delicia leer a Sponville, es cierto, pero no me parece riguroso, ni tampoco tiene el espíritu histórico que este proyecto (un materialismo que se despega de otros materialismo) necesita. Independientemente de que no comparta muchos de sus razonamiento es de sospechar que, por ambiciosa, la empresa de Sponville no revista del empaque necesario a toda gran obra. Sin embargo, léanlo quienes se sientan interesados, porque ciertamente es interesante su trabajo, y muy bello.



miércoles, 16 de enero de 2019

"La superstición del divorcio" de Chesterton


"El problema de demasiado capitalismo no son demasiados capitalistas, sino demasiado pocos" (La superstición del divorcio, p. 50)

 Hace 99 años Gilbert Keith Chesterton reunió una serie de artículos que ya había escrito, corrigió algunos detalles y les dio unidad para publicar un pequeño libro que ha sobrevivido hasta nuestros días. Aunados los artículos bajo el nombre La superstición del divorcio no es difícil adivinar el asunto que tratan. Al ensayista británico le interesaron muchos asuntos, y pocos fueron los que quedaron sin alguna bella pero paradójica reflexión. Al divorcio dedica este librito, que él consideró un panfleto, y que ya desde el principio incrusta su título en nuestra mente.

    Lo cierto es que Chesterton pertenece a una estirpe de triunfadores: la de aquellos que, sin acudir a prolijos pensamientos, dotan de gracia a sus razones (un Montaigne, Voltaire, Zweig...). La gracia y el pensamiento se mantiene en un ligero desequilibrio en los vástagos de este linaje: la frase busca más la gracia que la verdad; pero no es el caso del ensayista británico, que sobrecarga ambos elementos. No hay argumento que esté orientado a la mera apariencia de conocimiento o a la mera galanura, pero ninguno carece de grácil aderezo: una analogía graciosa, un juego de palabras, una inteligente paradoja. Destaca con mucho entre los miembros de su linaje.

   La superstición del divorcio es un cargamento de dinamita, acaso hoy más que hace 99 años, por los argumentos que se plantean. En 1920 la cuestión del divorcio era un tema palpitante en Inglaterra. Como todo asunto discutido se midieron muchos intelectuales. A Chesterton le pilló en la trinchera católica (en un país de mayoría protestante), línea de resistencia que compartían intelectuales hoy muy conocidos, como Tolkien, C. S. Lewis o Hillaire Belloc. Si en aquel momento el escrito fue polémico hoy es poco menos que herético. El divorcio lo vivimos como algo natural. A nadie (o a muy pocos) le resulta repelente. Es por eso que quizá hoy miremos con más dureza el libro, porque hoy tenemos asumido algo que en 1920 era tan solo imaginado.
"Y, ¿por qué tienen tantas ganas de que sea libre de conseguirse el divorcio, y en absoluto que sea libre cualquier otra cosa? (...) El destino de su dinero, el destino de sus hijos, dónde trabaja, cuándo deja de trabajar, cada vez escapan más a su control. Las oficinas de empleo, las aseguradoras, los servicios sociales, y cien formas de inspección y supervisión policial se han aliado, para bien o para mal, para fijarlo cada vez más estrictamente a un determinado lugar de la sociedad. (...) ¿Por qué ha de amar cómo le plazca, cuando ni siquiera puede vivir como le plazca? (pp. 40-41)
    Chesterton propone sin ambages que el concitador lo encontramos en el capitalismo, que entrado en una fase de creciente concentración de la riqueza, anhela debilitar a la población. La manera más fácil, nos dice, es incitar la destrucción de las uniones y, sobre todo, las familias. Quien no tiene familia carece del lujo de poder negarse a trabajar como un negrero. Ha de asentir y dar las gracias, porque si no no tiene donde caerse muerto. El desguace de la familia es un objetivo para tener una clase obrera débil y suplicante, a la que es fácil contentar con el "estado servil".
"Sin familia estamos indefensos ante el estado, que en nuestro caso moderno es el estado servil." (p. 42)
   Cuando Chesterton menciona el estado servil se refiere a esa idea de Hillaire Belloc que apunta que los estados se estaban limitando a repartir migajas (subvenciones) para mantener al pueblo en  una situación de conformidad. Se daba (y se da) pan, pero no se ponen los medios para que las personas tengan una vida realmente digna. Con ese proceder el estado servil es fiel escudero de la gran plutocracia y se asegura el orden social, para que los plutócratas puedan seguir con sus correrías. Pero no se dirige por esta línea Chesterton. La menciona, pero su tratamiento es oblicuo. Su preocupación es clara: una vez que el estado es servil el siguiente paso al que procede el capitalismo es el desguazamiento de la familia. El divorcio es una herramienta para ello. Y una vez que se ha creado tal herramienta se procura dar lustre y auspiciar su uso o, mejor todavía, su abuso. Es necesario a tal fin promocionar un ideario que se aproveche de circunstancias ciertamente desgraciadas para así venderse como la solución final. A ese marketing maquillado de buenas intenciones Chesterton no duda en llamarlo superstición. Del mismo modo que un ritual chamánico no cura, Chesterton mantiene que el divorcio raramente es la solución. La magulladora en el alma que deja tal suceso deja tan débiles a quienes lo padecen que difícilmente puede llamarse solución. El pensador británico lanza algunas opiniones sobre este punto que nos pueden hacer enarcar una ceja, pero no ahondaré en ellas. Sin embargo, dice cosas tan ciertas como que el divorcio tiene lugar muchas veces por un decisión incorrecta y apresurada, por una mala elección de pareja. En ciertos casos sin duda es así. La banalización del matrimonio ayuda a apuntar a la solución que para él no es tal: se entiende como contrato lo que en realidad son unos votos, un juramento. Así, uno entiende que se puede rescindir el contrato, pero lo que ha hecho es un juramento, y eso no es algo rescindible. Muchas de las razones que llevan a un matrimonio infeliz son consideradas por Chesterton, unas veces con fortuna y otras metiendo la pata, pero siempre con gracia (a pesar del asunto), porque con él uno se ríe mucho. 


    El libro se cierra profundizando en la idea de que el divorcio es una solución imaginaria, una superstición, porque quienes recurren a él como moneda de cambio se encuentran con una lista de relaciones vacías. El capitalismo convierte las relaciones en otro bien de consumo, que puede adquirirse en varias ocasiones y, lo que es más importante, lo convierte en producto de deseo, no sólo de consumo. ¿Por qué conformarse con una pareja cuando se pueden tener más? Ahí opera ya la lógica del consumo que se traduce en varios matrimonios con sucesivos divorcios:
"Preguntaba, en el último capítulo, qué esperaban, para sí y para sus hijos los que más locamente se meten en la danza del divorcio, tan fantástica como la danza de la muerte. Y en el sentido más profundo, creo que esta es la respuesta: que esperan lo imposible, es decir, lo universal. No están pidiendo la luna, que sería un deseo definido y, como tal, defendible. Están pidiendo el mundo; y cuando lo tuvieran, desearían otro. En última instancia quisieran probar toda situación, no en su fantasía sino de verdad, pero no pueden decidirse por ninguna. (...) Lo que se necesita vitalmente en todas partes, en el arte tanto como en la ética, en la poesía tanto como en la política, es la elección; un poder creativo en la voluntad tanto como en la mente. Sin esa autolimitación de alguien, ningún ser vivo podrá ver la luz." (p. 137)  

   Todas estas cuestiones, y algunas que no menciono por peliagudas, hoy seguramente serán consideradas como heréticas, producto de un reaccionario chupacirios. ¿Pero no es acaso interesante la idea del estado servil? ¿Nada nos dice esa idea de que el capitalismo aplique con rotundidad la máxima "divide et impera"? Estas y otras preguntas tiene que responder cada lector, y sacar sus conclusiones. El libro es poco extenso y de tamaño grácil. En una tarde puede leerse con facilidad. No será la última vez que lea a Chesterton. Sólo por los toques de humor ya merece la pena, porque si con tan serio asunto consigue hacer humor, ¿qué no podrá conseguir con otros temas?

sábado, 29 de diciembre de 2018

"La locura de Dios" de Juan Miguel Aguilera

"La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres"
                                                      (Corintios 1, 25)

   La frase de San Pablo ha tenido tantos usos que no es de extrañar que hasta en el género del fantástico haya sido mencionada. Nos es recordada nada más abrir el libro de Juan Miguel Aguilera, que viene muy bien para el lector despistado (mea culpa), pues a partir de cierta generación (los 80, principalmente) ya no reconocemos, porque no conocemos, los lugares comunes de la Biblia. Con el título La locura de Dios se nos recuerda la afirmación de San Pablo, de la cual han bebido todas las vertientes irracionalistas del cristianismo (Tertuliano, San Bernardo, Erasmo, etc). Bajo esa referencia, hoy culta y antes de ayer común, el escritor español ha pergeñado un libro que consigue aunar historia, fantasía, terror y ciencia ficción. Nada menos, porque todos esos géneros los acoge y abraza de modo respetuoso, haciendo que encajen unos con otros, y de un modo que no chirríe, por artificial, al lector. Y es que eso es, sin duda, muy difícil. Al propio autor sólo le ha salido bien la jugada en una ocasión, según sé. Ya hablé del engendro que fue Rihla en este blog hace tiempo. Me resta acercarme a La edad de la razón para certificar los méritos y fracasos que Juan Miguel Aguilera ha conseguido con estas amalgamas. Detengámonos, en esta ocasión, en La locura de Dios.

   La locura de Dios vio la luz en el tranquilo año de 1998 y toma como como marco de acción el agitado siglo XII en Aragón. Escogido Raimundo Lulio (filósofo y poeta de aquel tiempo) como personaje principal, se cubren algunos acontecimientos históricos para luego, libremente, montar sobre ellos una fantasía literaria. Aprovechando los viajes del filósofo por el oriente bizantino descubrimos la alborada aragonesa: la conformación del imperio mediterráneo de Aragón, que se extiende por la península ibérica, las islas baleares, Sicilia y el ducado de Atenas. Junto al filósofo aragonés se nos presenta la figura carismática de Roger de la Flor, jefe de una fuerza armada de varios miles de hombres que sería contratada por el emperador bizantino para enfrentar a los turcos. En el momento de mayor éxito, Roger de la Flor derrota con un contingente de 6000 hombres a una tropa turca de 30000 soldados. Sobre estos hechos iniciales se destapa una historia paralela, ya que el aire cruzado que se respira en las 100 primeras páginas (al mítico grito de "!Desperta ferro, Arago, Arago!"), deriva en la singladura de un grupo de almogávares junto a Lulio en el más lejano oriente cuyo fin es una ciudad mítica: la ciudad del preste Juan.


Roger de la Flor ante el emperador de Bizancio
    En la búsqueda de esa ciudad, que no se sabe si es más imaginada que real, se pierden en las arenas del desierto. Encuentran a no mucho tardar los rastros de una especia distinta a la humana, aunque muy parecida. Una especie de engendros sucios y malolientes que peinan los prados arrasando todo tras de sí y que les dificultarán cada uno de los pasos que den. Hasta que por fortuna dan con la ciudad del preste Juan, que les parece más una ciudad de brujería que sagrada. Raimundo, con su mente filosófica, llega a atisbar que nada hay de brujería en la ciudad, sino que todo se puede conseguir por manos del hombre. Simplemente, los hombres que residen en tal ciudad, ostentan una tecnología mucho más avanzada. Una tecnología basada en el vapor que les permite disfrutar de aviones, cultivos avanzados en medio del desierto y mil comodidades imposibles de imaginar para cualquier hombre del siglo XII. Aquí la novela de aventuras y la histórica se integra con el steampunk de toda la vida. En un ejercicio de maestría imaginaria se concilia, con estos tres elementos, unas gotitas de terror cósmico, de impronta lovecraftiana en el fondo, aunque no en la forma.

Una de las ilustraciones de Rafa Fonteriz para el libro 
   Además de la mezcolanza de tan diversos elementos, es de destacar la correcta elección de datos biográficos de Lulio para hacer guiños literarios. En este caso a la gran obra de Dante. Raimundo Lulio dejó a su mujer e hijos, así como títulos y riquezas para dedicarse a la predicación y la conversión. Juan Miguel Aguilera explota el hecho de que Lulio se separara de su mujer  y juguetea con el peso que eso tendría en su futuro, bajo la forma de la melancolía, el recuerdo y el sueño. Y así, en la novela descubrimos una suerte de Divina comedia invertida, porque nos muestra a un poeta desvelado por un antiguo amor, que primero cruza el cielo (la ciudad del preste Juan) y termina en el infierno, que en este caso son las entrañas de la tierra. La dirección no sólo es invertida sino también el objetivo: Dante despliega su saber escolástico para mostrar un orden, una inteligibilidad que penetra tanto lo natural como lo sobrenatural; Juan Miguel Aguilera, de un modo humilde (esto es, sin conocimiento de teología o filosofía), emplea a Lulio para triturar el orden de lo real y sentenciar que ese orden es una locura; una locura que un hombre sabio, formado y filósofo, como es Lulio, es incapaz de comprender. De nuevo aquella frase del principio ronda el libro: "La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres".

   Pero dejando interpretaciones libres, que bien pueden estar erradas o mal fundamentadas hay que señalar los méritos o deméritos de que hace gala el autor en la novela. El libro es adictivo y sorprende, pero no tiene un cierre completamente perfecto. Algunos personajes son poco explotados, o no se ahonda en demasía su profundidad psicológica. Es particularmente  irritante (por falso) el tópico de lucha entre fe y razón, entre religión y ciencia. También es irritante que se convierta a Lulio en una especia de ecuménico. Jamás fue Lulio eso. Él quería convertir a musulmanes y judíos, no convivir con ellos. Él anduvo caminos que le dirigían a todas las cortes importantes de Europa para pedir una nueva cruzada, una nueva guerra, contra el islam. Por lo tanto estas desfiguraciones pueden resultar algo molestas, pero no hay que dejar caer sobre el autor peso alguno de culpa. La literatura no debe cuentas a la realidad, porque en tal caso no sería literatura sino crónicas. Basta con advertir al lector que no tome todo lo que se le muestra tal y como se le muestra. La novela reúne sobre sí méritos suficientes que hacen necesaria su lectura. Lean este libro.


lunes, 17 de diciembre de 2018

Lo nuestro, Jorge Luis Borges



Amamos lo que no conocemos, lo ya perdido. El barrio que fue las orillas. Los antiguos, que ya no pueden defraudarnos
porque son mito y esplendor.
Los seis volúmenes de Schopenhauer,
que no acabaremos de leer.
El recuerdo, no la lectura, de la segunda parte del Quijote.
El oriente, que sin duda no existe para el afghano, el persa o el tártaro.
Nuestros mayores, con los que no podríamos conversar durante un cuarto de hora.
Las cambiantes formas de la memoria, que está hecha de olvido.
Los idiomas que apenas desciframos.
Algún verso latino o sajón, que no es otra cosa que un hábito.
Los amigos que no pueden faltarnos, porque se han muerto.
El ilimitado nombre de Shakespeare.
La mujer que está a nuestro lado y que es tan distinta.
El ajedrez y el álgebra, que no sé.

miércoles, 12 de diciembre de 2018

"Erasmo" de Johan Huizinga

   Siempre hubo personas a las que el mito cubrió con aura, pero entre ellas caben las distinciones: las que bajo una superficie de oro están hechas, efectivamente, de áureo metal, y aquellas otras que tras la aparente prestancia son mero cobre revestido de digno metal dorado. Erasmo de Rotterdam quizá clame por un puesto de honor entre el segundo grupo, por su mitificación moderna, siempre acompañado por su desconocimiento absoluto. Lo último no es difícil para cualquier lector moderno: la obra latina no cuenta con demasiadas traducciones. De los doce tomos que integran sus obras completas sólo tendremos una cuarta parte vertida a lenguas modernas. 

   Un atenuante de la enfermedad que es desconocer el latín, y por tanto de sufrir la amputación cultural que supone no poder acceder a la literatura latina tan fecunda desde el siglo II a.C. hasta bien entrado el XVIII d.C., son las biografías, estudio y ensayos. Uno que me ha ocupado en los últimos tiempos pertenece al historiador holandés Johan Huizinga, de sobra conocido por El otoño de la Edad Media. Su lectura ha sido grata, pues uno percibe el trabajo de un historiador. Mucho más grata, desde luego, que otra biografía que leí recientemente sobre Erasmo, de la mano de Zweig. Zweig, que no era historiar ni biógrafo, porque para ser lo segundo hay que tener algo del espíritu del primero, regurgitaba sus ideales y vivencias a colación de Erasmo. Lo empleaba para hablar de sí mismo, de la mítica Europa de la que él hablaba y que es objeto de consumo para tantos mastuerzos del presente. Después de la desilusión de esta (auto)biografía, bien me ha sentado descubrir a Huizinga. 

   El libro de Johan Huizinga comienza con los años juveniles de Erasmo, contándonos de su formación con la "devotio moderna", del ingreso que haría poco después en un monasterio agustino, los primeros experimentos con la lengua latina y la huida enmascarada de aquel convento al que nunca volvería. Comienza la saga de viajes, cartas y estrecheces que Erasmo padeció. Porque, sí, Erasmo padeció en sus primeros tiempos la precariedad. Pertenecía a esa rara clase de los humanistas, sabios sin riqueza (la mayoría), que por no ser clero ni nobleza tenía que conseguir algún patrón, o varios, para salir a flote. El hombre culto que no quisiera quedar al reguardo y protección de la Iglesia tenía un futuro incierto y deambulante. Los humanistas eran "desclasados" -como gustan decir hoy algunos- que trabajaban por dinero. Haciendo elogio de sus patrones, escribiendo la historia de alguna ciudad, traduciendo textos o trabajando como secretario o instructor se ganaban la vida. Lo cierto es que sobrevivían sobre todo gracias a la lisonja, con la caricia de su verbo grácil dirigida a los hombres de poder y dinero. Más o menos todas estas cosas tuvo que hacer Erasmo: fue profesor en varias ocasiones, tradujo textos, lisonjeó a más de alguno y sólo tras un éxito editorial pudo ganar cierta autonomía. El éxito editorial saldría de la imprenta veneciana de Aldo Manucio: los "Adagia". Tal libro haría su nombre conocido en todo el continente y consistía en una recopilación de adagios de la Antigüedad, explicados, comentando la fortuna que habían sufrido en la literatura. Tal trabajo no fue fácil: requería el conocimiento pormenorizado, puntilloso y cabal de toda la literatura antigua.

   Lo cierto es que Huizinga no entra en demasiadas profundidades acerca de la obra de Erasmo. Y no deja de sorprender tal hecho, porque para Erasmo su obra era su vida. No decimos esto porque el humanista diera importancia y valor desmedido a su obra, sino porque Erasmo fue un hombre que desde que despertaba hasta que se recostaba en sus silenciosas noches leía y escribía sin fin. El historiador holandés desplaza rápidamente su interés de la vida de Erasmo y sus escritos al goloso asunto de su relación con la Reforma luterana. Erasmo, como todo el mundo sabe, incubó los males de la Reforma. Tanto su Manual del caballero cristiano (1503) como El elogio de la locura (1511) preanunciaron el puritanismo y el irracionalismo del luteranismo, porque el primer escrito rechaza los ritualismos de la Iglesia por mor de una purificación del individuo; el segundo es una sátira que ríe y burla todos los saberes, pretendiendo ser el ácido que corroe la racionalidad implícita que toda filosofía y toda teología llevan de suyo. 



   Erasmo, queriendo ser amigo de todos, no lo fue de ninguno. En el contexto de la Reforma se debía ser católico o luterano, sin posilidad de otra cosa. Erasmo prefirió no rechazar el luteranismo y adoptó la estrategia de criticar solo uno de sus aspectos. En De libero arbitrio diatribe (1524) da libre curso a una crítica a la forma de concebir la libertad en el luteranismo, esto es, de socavar el más burdo determinismo que Lutero postuló. Esto hizo que desde Roma se le reprochase tibieza; desde alemania, se le escupió pus, directamente. Hoy nos hace enarcar la ceja esta situación. ¿Por qué debía depender su opinión de otros? Se empiezan ya escuchar las proclamas de libertad y otros flatus vocis modernos. Y la respuesta es, básicamente, que porque vivía de unos y de otros. Al hombre culto de entonces se le pedía, para poder acceder a la ayuda del mecenazgo, respetar unos mínimos filosóficos y teológicos. Hoy mucha gente se escandaliza demasiado de estas cosas, de este pacto, pero lo cierto es que se sigue dando. Hoy, en vez de respetar unos mínimos filosóficos y teológicos, se le pide al pensador que se dedique a temas como "los otros", las fronteras, el género y otras paparruchadas (no porque esos temas no tengan interés, sino porque lo dicho suele ser una mera hojarasca verbal) para conseguir subvenciones. Su pensamiento, si no es encauzado en la dirección prescrita, simplemente no se le paga nada, no se subvenciona. Hay que decir en defensa de Erasmo, si es que esto es una defensa, que siempre fue tibio en sus opiniones y amistades. No es que fuera un mero lisonjero (que algo de ello tenía, al parecer). El carácter del humanista nunca se comprometió con nadie ni con algo. Elogiaba a todos y, cuando era manifiesto que el elogio no era posible, exhortaba con una elegante proclama moral, desprovista de todo filo. Por sus tibiezas naturales, Huizinga dice de Eramo:
"A veces, Erasmo aparece ante nosotros como un hombre que no era lo suficientemente fuerte para su tiempo. En ese rudo siglo XVI se necesitaba la dureza de roble de Lutero, el filo de acero de Calvino y llama de Loyola, pero no la aterciopelada dulzura de Erasmo. Se necesitaba la fuerza y el ardor de aquellos, y también su profundidad, su lógica, su sinceridad y su franqueza que no tenía consideraciones ante nadie y no se asustaba de nada"
                                                                                                                      (Erasmo, p. 325)

   Tras el repaso de toda la vida de este hombre de letras, y de su semblanza, Huizinga cierra la biografía con una consideración sobre los distintos retratos que a Erasmo se le hicieron. Es un mero apéndice que no añade mucho al conjunto de la obra. Obra que es interesante, pero incompleta. Le falta a esta biografía la solidez propia de aquellas que nos pintan toda una vida, toda una obra y toda una época. Con todo, es un ejercicio entretenido pasar la vista por las páginas del historiador holandés, que no carece de gracia en su expresión ni de cierto interés en sus consideraciones.


viernes, 31 de agosto de 2018

"Calila y Dimna". Anónimo


   Libros que sobrevivan las épocas los encontramos con cierta facilidad, pero no textos que sean susceptibles de ser infinitamente alargados, aumentados y que, aun con esas adiciones, guarden sabor original. Calila y Dimna es uno de esos textos que no solo ha cruzado las épocas, sino que se ha enriquecido con su paso atrevido de tiempo en tiempo. Su origen se encuentra en la India, probablemente en torno al siglo II a. C., pero en su transcurso a otros tiempos y pueblos sufrió un recubrimiento que lo metamorfoseó. El texto original de la India guardaba una fuerte familiaridad con los textos védicos y se basaba en el Pachatantra. Un halo religioso era, por tanto, consustancial al texto, y prueba de ello darían las numerosas frases extraídas de los Vedas que se insertaban en él. Sin saber muy bien cómo, el texto llegó al mundo islámico para cambiar completamente.

    Cuenta el inicio del texto que el libro que se nos refiere era, ciertamente, atesorado en la India, donde un rey muy sabio lo guardaba. Cosroes, rey no menos sabio de la Persia lejana, encargó a un hombre docto que abandonara sus menesteres, y que se procurará de cuanto necesitase para partir rumbo a la India. A sus oídos había llegado la noticia de que había un texto muy importante, con numerosas enseñanzas para quienes quisieran ser sensatos y sabios. Preparadas las cosas, el docto partió más allá del Indo, donde el rey de aquellas tierras lo recibió con honores. Los honores concedidos no fueron óbice para que aquel rey se negara a entregar el texto. Sin embargo, y como muestra de respeto, dejó que lo consultara y leyera cuanto quisiera en vigilancia. Así, el sabio leía y leía, pero siempre prudente de memorizar con su ágil mente las palabras del libro, que luego él, con tranquila maestría, vertía en sus papeles. El libro fue de ese modo conseguido. Y sin saber el rey de la India de esta artimaña su textó guardó, ignorante de que su contenido ya estaba en las manos de Cosroes. Este rey, magnánimo como pocos, vino a decir su súbdito que pidiera lo que quisiera, que sus tesoros y prerrogativas le eran ofrecidas al sabio, y éste, poco ávidos de cosas materiales, pidió que su actividad y mérito constasen al inicio del texto que había traído a la corte persa. Su deseo fue atendido.

   Con esta historia, que todavía hoy tiene su atractivo y fantasía, comienza Calila y Dimna. Pero lo que hoy tenemos en nuestras manos es obra de un pasado menos fantástico. La edición árabe cuyas páginas pasan nuestros dedos, se la debemos a Abdalá Benalmocaffa (s. VIII d. C), que ya desde el principio muestra el cambio del ámbito religioso (Pachatantra) al sapiencial:
"Este es el libro de Calila y Dimna, obra de ejemplos y relatos compuesta por los sabios de la India con la intención de reunir las expresiones más elocuentes de la tendencia que ellos sustentaban. Porque los sabios de todas las religiones y lenguas siempre han reflexionado, sirviéndose en ello de toda clase de artificios y con el propósito de liberarse de sus defectos apoyándose en los defectos mismos. Y para mayos claridad hicieron que las bestias y las aves protagonizaran el libro, representando en ellas los conflictos. Con esto descubrieron un procedimiento retórico y una didáctica analógica."
                                                                                                             (Calila y Dimna, p. 90)

   Y verdad que no le falta a quien así introduce el texto en pleno siglo VIII. El libro, en efecto, es un variopinta amalgama de historias, siempre protagonizadas por criaturas del mundo animal y siempre representando las circunstancias de las sociedades humanas. Predomina los temas cortesanos (cómo prevenirse de los malos comentarios, envidias, enemigos, etc), pero sin olvido del resto de casos en que nos vemos envueltos en la vida. Cada uno se codea en esta existencia nuestra con el engaño, las envidias, traiciones y muchas otras cosas... Y justamente Calila y Dimna, con sus criaturas no cuenta historia que no nos hayan pasado, ni que nos puedan pasar, pues sus narraciones guardan el código de las maldad y astucia humana.

   Calila y Dimna nos habla de aquello, valiéndose  siempre  de una estructura de muñecas rusas: un rey indio, Dibxalim, pide a un filósofo que le instruya en tal o cual artimaña, en tal o cual emoción, en tal o cual problema. De ese modo intenta saber cómo gobernar a sus súbditos de un modo justo e inteligente. El filósofo da lugar entonces a un relato en el que unos animales protagonizan un carácter y actitud y, en el mismo transcurso de esta historia, se entremeten otras historias de carácter educativo y sapiencial. Este es el mecanismo perfecto para poder introducir indefinidamente historias de tono aleccionador. Diecisiete capítulos conforman el libro, pero bien podrían ser treinta y uno o cien, porque la estructura permite introducir cuantas se quieran. El mecanismo es como una rueca, que puede hilar mientras se le introduzca hilo. Por eso mismo el texto se ha visto ampliado en su transcurso histórico sin problema alguno.

   El origen oriental no puede quedar menos patente que en lo ya dicho, pues siempre se llama "filósofo" (en el libro representado por la figura de Paydeba) a aquel cuenta estas historias. El filósofo es el que enseña a vivir la vida, a sortear las circunstancias y darles correcto cauce. Esto es menos obvio en la figura del filósofo tal y como se desarrolló en el occidente latino, donde el filósofo era el metafísico, el lógico, aquel que enquistaba su mente en una tarea intelectiva valiosa, pero generalmente alejada de cómo vencer las circunstancias adversas o de cómo conducirse frente a las inquinas de la corte. El filósofo oriental, Paydeba, no es objeto de desarrollo en el libro. Tampoco es algo que se pretendiera por la naturaleza misma del texto, pues tanto él como el rey son el manto formal que anuda las dispersas historias concentradas. Su condición es permanente y transeúnte al mismo tiempo: al inicio y fin de cada historia se hacen presentes, pero rápidamente ceden paso a animales personificados, contándonos de esa manera lo que nos costaría más reconocer, quizá por orgullo, como propio de la humanidad.

    El conjunto es sin duda sobresaliente, y se sorprenderá el lector de nuestros días descubriendo una versión  algo distinta del cuento de la lechera. También otras historias nos resultarán familiares, aunque cambiados algunos elementos no sustanciales. No nos lleve a sorpresa esto, pues Calila y Dimna fue traducido  por orden de Alfonso X a lengua castellana y el libro no tardó en verterse al resto de lenguas europeas. Calila y Dimna ha sido hacedero tanto en la cultura musulmana como europea; por suerte, ahora podemos gozarla en varias ediciones. La que yo manejo, de Alianza (2008), ofrece una sucinta introducción con apéndice en el que se comparan varias historias del libro con desarrollos posteriores de fabulistas europeos (don Juan Manuel, Samaniego o Lafontaine, por ejemplo). Es recomendable leer este libro, si no en esta edición en otra mejor, caso de haberla. Cuando menos es curioso el racimo de historias que nos ofrece.


lunes, 20 de agosto de 2018

"La princesa en llamas" de Ru Emerson

   Todos tenemos viejas añoranzas. En mi caso siempre estuvo el poder conseguir los tomos de la colección de Nova fantasía. Algún tomo (dos o tres) pude ver de pequeño, y era muy difícil no quedar fascinado por sus portadas. Eran una promesa silenciosa, pero llamativa, de continentes adornados con mitologías y monstruos diversos, esos libros con los que se podía escuchar a algún padre regañón: "¡eso te va a dar de comer!".


   Hoy por hoy se pueden conseguir a muy buen precio esos tomitos, y en ello me hallo, cuando mis maltrechas arcas me lo permiten. Uno de los que así obtuve es de autora poco publicada en España. Ru Emerson es su nombre. En el mundo anglosajón tuvo su éxito, pero aquí apenas se publicaron dos o tres novelas, entre las que podemos contar este libro de portada que destila cierta influencia de Luis Royo -sin tetas ni culo, lo que advierte que no es de él-. La atractiva portada debemos atribuirla, sin embargo, a Juan Giménez, nombre que rápido despierta el recuerdo de "La Casta de los metabarones" . Pero volvamos a lo primero. Ru Emerson cuenta en este volumen con la presentación favorable de Miquel Barceló, buen conocedor del género fantástico. En las pocas páginas que preceden el libro nos esboza los marcos generales en los que se había desarrollado la espada y brujería, así como la fantasía en general. Estaba delimitado, el género, por un machismo flagrante, según Barceló, que comenzaba a atenuarse por diversas escritoras de aquel tiempo. Marion Zimmer Bradley y C. J. Cherry son nombres fuertes en el género, que le sirven de ejemplo. También Ru Emerson es añadida a la lista sin vacilación. Sin dudar de la verdad del introductor, no es menos cierto que esos nombres se hallan en la misma colección. El feminismo, o un supuesto feminismo, comenzaba a ser reclamo comercial hace ya unas décadas, como bien queda patente en este libro publicado en España en 1990.


    Dejando los preámbulos, vayamos con la historia. "La princesa de las llamas" pretende ser un mundo de fantasía, aunque es más caballeresco que fantástico (o eso parece pretender). Nos sitúa en un reino de corte medieval, donde un anciano decidido y fuerte, Alster, gobierna con sabiduría sus dominios, apoyado por los mercaderes y el pueblo y, de una manera más distanciada, por la nobleza de la que él se aleja. Acompañan al monarca un plantel de hijos. Por un lado tiene cinco herederos provienientes de su mujer, la reina, a la que él desterró por considerarla una trapacera de muy mal carácter. Sus hijos (Sedry, Hyrcan, Rolden y dos hijas), por tanto, no están en buenos términos con su padre. Solo la hija de una mujer sin cuna ni nombre que es llamada Elfrid disfruta de la compañía del anciano. El resto de hijos no hace sino esperar el momento en que el anciano rey deje sus poderes pues, como buen nido de víboras, pretenden hartarse en sus vicios y flaquezas. Como Alster goza de salud los primogénitos acaban por considerar que es momento de pasar hoja, de inaugurar un nuevo tiempo. El sucesor directo, Sedry, apoyado por sus hermanos, inicia de manera silenciosa una rebelión. Sus malas intenciones se ven coronadas por el éxito. Poco después de afianzarse en el trono, destierra tanto al padre como a su medio hermana, y los manda lejos del reino, sin protección, comida, cuidado y con la amenaza a todo aquel que les de asilo y comida en el reino. El antiguo rey enloquece al ver el proceder de sus hijos, al verse asaltado en su lecho por espadas que pensaba fieles. Así es como concluye la parte inicial de este libro. En los restantes dos tercios de la novela Elfrid intenta alcanzar la venganza contra sus hermanos.

   Hasta aquí he dado una descripción general del asunto de la novela, sin caracterizar demasiado a los personajes. En general puede decirse que no son muy llamativos. Sedry, el usurpador, es el arquetipo del suspicaz, que por sus malas artes y sus malos pensamiento queda atrapado. Hyrcan es simplemente el carnicero de la familia, un hombre empeñado en matar y en querer ser temido. Rolden es el bondadoso de entre los cinco hijos primogénitos. Juega un papel menor en el novela y de hecho aparece poco. Con menor peso ocupan el libro las dos hermanas, que tan solo al principio de la novela tienen una breve intervención y después ya poco se sabe de las mismas. En cuanto a Elfrid, ¿qué diremos sino que es la noble, la sensata y, en definitiva, el personaje al que van dirigidas todas las cartas favorables del libro? Este elenco, particularmente, no me ha resultado interesante pues sus personajes acaban como empiezan, sin que los hechos que acontecen en las páginas horaden o moldeen su carácter.

   Hay que añadir que los hijos de Alster y el mismo Alster tienen unos poderes, llamados "Dones", que consisten en cierta adivinación de mentes, pero esto apenas es explotado en la novela. Unos no lo dominan por falta de disciplina (Hyrcan) y otros sí (Sedry y Elfrid). Es una oportunidad desaprovechada, sin duda, el que Ru Emerson no haya empleado este elemento para enriquecer la trama. Como también lo es el uso de cartas del tarot para barruntar el futuro de los personajes. Este aspecto se desarrolla más en la novela. Tanto el empleo de las cartas como el asunto de los dones me ha recordado a Los príncipes de Ámbar de Zelazny, vestidos de otro y peor ropaje, resultando en un desaprovechamiento de los mismos.

   El mundo es también una oportunidad perdida por Ru Emerson. No se explota ni explica la religión. Esta queda sepultada por la invocación (muy poco informativa) a "los Dos". La religión es un matiz de color en el tapiz que es un mundo de invención. Aporta credibilidad. A propósito de esto último, no hay mapa, ni suficientes datos geográficos que permitan al lector "imaginar" el mundo que se propone. La corte también es un ámbito descuidado. El consejo de nobles, llamado Witan, es solo mencionado. No hay personajes nobles, o de otro tipo, que añadan subtramas de interés que muestren el malestar (o no) de las distintas clases sociales.

   Con estos elementos se construye un libro de 370 páginas en el que se simula un viaje interior del que nos avisan las partes en las que se divide el escrito. Estas son: "La bastarda", "El arzobispo" y "Elfrid". Todas ellas nos informan de que la protagonista, Elfrid, es vista cada vez de una manera. Por sus hermanos como una bastarda; por la sociedad, y aquí reservo cierto información para no desvelar nada, como un arzobispo. La novela termina con un personaje femenino que se define a sí mismo del modo en que quiere ser definido, sin que desde fuera se le asigne un rol y una función, como en las dos primeras partes. En este sentido, la novela es una búsqueda de la propia identidad femenina desmarcada de las definiciones del entorno. Aquí es donde, digamos, puede uno encontrar el mayor aspecto de "reivindicación" de la novela.

   Concluyendo: novela entretenida, con muchas oportunidades perdidas, elementos no desarrollados y personajes sin interés. La historia huye del tono moralizante, pero hay un poso de enseñanza que nos advierte de ciertos caracteres y de cómo pueden estos, sin necesidad de mano enemiga o mal azar, causan su propia desgracia. Junto a la historia el ambiente que predomina es el caballeresco, a veces en menoscabo de las escenas (del final no pude evitar reírme, por malo y previsible). El libro guarda cierta dignidad, es cierto, pero esta es mermada constantemente por cosas que podrían haberse empleado mejor.